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Pero ella, en lugar de estrecharlo entre sus brazos, en lugar de acariciar con suavidad su pelo lanoso y gris, le dijo con dureza:

– Creo que puede llegar a quedar bien, pero todavía no es bonita. Tengo que trabajarla más, y no tengo ninguna intención de preguntarles nada a ellos. No pienso permitir que nacionalicen mi sufrimiento -después apagó la estufa y cogiendo el cazo lo metió en el fregadero donde chisporroteó durante un instante, miró a su alrededor, se puso el anorak, las botas de goma y se quedó en la puerta, expectante. Yánkele salió con paso lento y, en silencio, caminó junto a ella por el camino estrecho y embarrado, pasando por delante de la secretaría y de la escuela, y desde allí, apretando el paso a causa de la lluvia, hasta el cobertizo, y luego hasta la puerta de atrás de la casa.

Un vago regusto a cal acompañaba a Rajela mientras hollaba el barro en su pesado caminar hacia la puerta. La distancia que había desde el cobertizo -donde se encontraban los tractores y la máquina clasificadora a cubierto de la lluvia y junto a los cuales resplandecía el Chevrolet del año cincuenta y cuatro en el que Yánkele llevaba meses trabajando para restaurarlo y que dejó abandonado aquella mañana- hasta la casa la salvaron a la carrera. Primero ella, y él siguiéndola. Hay parejas, pensó cuando llegó a la oscura entrada de atrás, mientras se quitaba las botas de goma negras apoyada en el marco de la ancha puerta, a las que el dolor une, y hay otras a las que separa. Hay parejas, como Efrati y su mujer, Julia, en las que los dos van juntos al cementerio, de la mano, dos veces por semana, a regar los rosales, y que organizan juntos las ceremonias de duelo de los aniversarios, a la vez que conservan el contacto con los chicos de la unidad en la que servía su querido Yuval. Noche tras noche se meten en su cama de matrimonio sobre la que Yuval, enmarcado en negro, les sonríe mientras vela el sueño y el sufrimiento de ellos; y hay parejas cuyos miembros se van alejando en silencio el uno del otro, se encierran en sí mismos y caminan cada uno por su lado, hasta el punto de que si un día uno quisiera de pronto tocar al otro, al que había estado tan unido en el pasado, o refugiarse en sus brazos, la sensación de alejamiento entre ambos ya es tan grande y ruge con tal fuerza que no son capaces de dar un solo paso. A Yánkele no le gustaban sus salidas nocturnas al cementerio y todavía le hacía menos gracia el hecho de que ella quisiera ir sola. Pero ella deseaba ir sola a causa del odio que sentía, para mantenerlo y no ceder ni un milímetro ante la pena y la reconciliación. Así es que, cada vez que se plantaba delante de los dos mil cuatrocientos sesenta centímetros cuadrados de mármol blanco y leía lo que ellos denominaban la segunda fórmula, se afianzaba más en ella la certeza de que el camino que había tomado era el único posible. Mientras que si Yánkele la hubiera acompañado, lo habría compadecido, y todos sus proyectos se habrían venido abajo.

– Habrá que acordarse de cambiar la bombilla fundida, no vaya a ser que alguien se rompa algo -se había dicho a sí misma un par de semanas antes-, y engrasar la puerta, que rechina espantosamente desde hace semanas cada vez que se abre, y también -volvió a recordárselo a sí misma, cuando ya se encontraba en el escalón más alto de la cocina, que estaba abierta a la sala- hay que cambiar la pantalla de pergamino de la lámpara de pie, porque la raja que tiene en la parte de atrás cada día es más grande -y eso que gracias a esa raja aparecía un halo de luz cálida a su alrededor. El resto de la sala se hallaba a oscuras, excepto el rincón más alejado, junto al sofá, el rincón de Yánkele, con la lamparita de lectura, donde ahora estaba sentado mirando el reloj.

– Puede que todavía lleguemos al final de las noticias -y apretó el botón del mando a distancia.

Ella, con sus calcetines militares de color gris, ahí de pie sobre la alfombra roja, junto al sofá, miraba al hombre que aparecía en la pantalla y que se cubría la cara con las manos. Se quedó escuchando a la entrevistadora, que se dirigía ahora a los telespectadores para recordarles que se cumplía un año del atentado del cruce de carreteras en el norte, y después pronunció el nombre del hijo de aquel hombre, que había muerto en el atentado. El hombre apartó las manos del rostro y dijo que no tenía ninguna queja para con nadie. En ese momento la cámara enfocó a la entrevistadora, que inclinando la parte superior del cuerpo hacia delante y mirando fijamente a la lente como se mira a los ojos de alguien con el que se está hablando en la intimidad, dijo con una entonación a la que había insuflado una más que forzada dosis de emoción y dramatismo: «Pero usted devolvió al ejército su graduación de capitán y las condecoraciones de guerra, ¿por qué lo hizo?». El hombre permaneció en silencio, de manera que la entrevistadora le preguntó si no estaba de acuerdo con la negativa del ejército de concederle a su hijo una mención de honor por la actitud heroica que había demostrado al apresurarse a rescatar a los heridos, que fue lo que le causó la muerte al ser detonada la segunda carga explosiva, porque ¿acaso no era por eso por lo que él había renunciado a su grado de militar y a las condecoraciones?

Yánkele suspiró en voz alta y apagó el televisor. Pero ella se apresuró a volverlo a encender, justo en el momento en el que la cámara se dirigía hacia el ancho rostro de la mujer que estaba sentada enfrente del hombre y se centraba en unos ojos de expresión borrosa a causa del destello de las gruesas lentes de sus gafas, para acabar luego captando el movimiento rítmico de su cabeza, que movía de un lado a otro. Yánkele, sin volver la vista, opinó que mejor sería que no vieran aquello. Pero Rajela, con la gata frotándose contra sus tobillos con la esperanza de que la acariciara, no era capaz de dejar de mirar. Oyó, pues, que el hombre decía: «No tengo ninguna queja y tampoco quiero nada. Sigo sirviendo al ejército desde la reserva sin eludir mis responsabilidades». Y añadió con voz ahogada: «Amo a este país y también amo al ejército. O lo amaba». La entrevistadora volvió a insistir: «Pero usted ha renunciado a lo que había alcanzado en él», le dijo, mientras con un gesto lleno de encanto se retiraba unos dorados bucles de la frente. Él respondió: «He llegado a la conclusión de que aquí todos se lavan las manos, que no hay con quién hablar, que al fin y al cabo todo esto no es más que una gran junta, el ejército, el gobierno y todos los demás». Rajela se quedó mirando cómo la cámara se aproximaba a las mechas doradas del cabello de la entrevistadora, a la expresión intencionada de profundo interés que irradiaban aquellos ojos que seguían clavados en el entrevistado hasta el punto de que éste se vio obligado a bajar la mirada. En un rincón de la sala el perro emitía una especie de suaves gruñidos, hasta que se levantó cojeando, se subió al sofá y apoyó la cabeza en el regazo de Yánkele, que había vuelto a apagar el aparato.

– Una junta -le dijo ella, con una voz en la que ella misma detectó cierta amargura mezclada con la satisfacción de un «Yo lo sabía y ya lo había dicho»-. Yo también te lo dije, te puedes imaginar la de vueltas que le habrán hecho dar, lo habrán mandado de aquí para allá sin que nadie le haya dicho que no, aunque sin concederle lo que pide -pero Yánkele le preguntó nervioso que para qué quería aquel hombre esa mención de honor o una medalla para su hijo.

– El porqué no importa, pero si no se hubiera adentrado en todo esto no habría descubierto lo que realmente son, y él… es de nuestra generación… también él los creía estupendos… que nosotros y ellos… que estaban de nuestra parte -le contestó ella, y en ese punto volvió a apretar el botón, de manera que Yánkele dejó el mando a distancia en el borde del sofá, renunciando, justo en el momento en el que la voz de la mujer de las gafas de los cristales gruesos, una voz clara y ponderada, decía: «A mí no me importa, entiéndame, no me importa en absoluto, porque ¿qué más me da a mí que le otorguen una medalla o le concedan una mención de honor a mi hijo? Nadie me lo va a devolver, pero tengo otro hijo más pequeño, y por él, creí… Para que sepa que su hermano fue un héroe, que murió por salvar a otros…». La voz se le debilitó y la cámara enfocó entonces el rostro del padre, sus penetrantes ojos, los labios apretados, y finalmente bajó hasta las manos, cuyos dedos mantenía fuertemente entrelazados, momento en el que prorrumpió diciendo: «Lo tratan a uno como si fuera un estorbo, y eso en el mejor de los casos, porque además le hacen entender a uno que es una especie de loco lleno de obsesiones». En la pantalla aparecieron los ramos de flores que habían sido depositados en el lugar del atentado.