Выбрать главу

Yánkele le dijo entonces, como si hablara consigo mismo:

– Hay que ver qué padres, no puedo seguir viendo cómo son capaces de ir a la tele para que les hagan creer que si los escuchan van a llegar a alguna parte, cuando la verdad es que esto no tiene solución y que no les van a hacer ni caso.

Desde que Ofer murió Rajela se había pasado a dormir a la habitación de Nadav, en realidad para poder entrar y salir a voluntad sin despertar a Yánkele. Y por la fiesta de Hanukka, cuando todos los hijos acudieron para encender la primera vela, Yánkele le había recordado que además de Ofer tenían otros tres hijos, que también tenían una vida que había que rehacer y a la que había que hacerle un sitio, simplemente porque no les quedaba más remedio que seguir viviendo. «¿Qué alternativa tenemos?», intentó explicarle el día que ella volvió del abogado con la versión definitiva de la apelación que pensaba interponer contra la comisión funeraria en memoria del soldado del Ministerio de Defensa, «si uno no muere, tiene que vivir». Ahora estaba ahí de pie, junto a la tumba desnuda, entre los pedazos de mármol diseminados alrededor, mirando aquella estatua a la luz de la linterna del padre de ella.

– Boris, ven un momento -le dijo el padre al vigilante. Lo llevó a un lado y le hizo señas a Yánkele para que se acercara a ellos. Rajela sabía que le pedirían que les contara lo que había sucedido, «poniéndote en el lugar de una persona objetiva» le diría su padre, y seguro que Boris les contaría lo que hubiera visto, cualquiera sabía qué era exactamente lo que había visto y desde cuándo estaba allí. No veía la expresión de Boris, ni sus ojos, pero no mostraba ningún temor. Lo que reflejaban era cierto embarazo por haber aterrizado en aquella escena familiar y privada, aunque él sabía que ella ni se imaginaba hasta qué punto su corazón estaba de su parte, precisamente por lo sola que se la veía ante aquellos tres hombres que la mantenían al margen para que no se enterara de lo que le iban a preguntar ni lo que él les respondería.

Con ella ya no hablaban, porque consideraban que había sobrepasado todo límite. Yánkele se volvió hacia atrás, la miró y dijo con voz ahogada:

– Rajela, yo ya no puedo más. No puedo con esto -y se enjugó los ojos. El padre de ella se apresuró hacia él y posó una mano sobre su hombro.

Ella permanecía ahí sola, repudiada por todos. Sabía que lo mejor era quedarse callada y, sin embargo, le brotó con fuerza la siguiente pregunta:

– ¿Cómo? ¿Con qué no puedes más?

Y él, agachando la cabeza, tartajeó:

– Con… con… -y extendió el brazo hacia el desastre que ella había provocado-. Con la batalla que estás librando contra ellos, como si… como si fueran nuestros enemigos… sólo piensas en ti. Has roto también las lápidas de los Cohen, de los Davshuni y de los Efrati, y todas las plantas que tanto cuidaban… mira el destrozo que has causado. ¿Por qué no eres capaz de pensar también en ellos? ¿Qué le voy a decir a Julia Efrati? ¿Cómo voy a poder mirar a Meir a los ojos? Yo ya no puedo seguir con esto.

– Pues déjalo -le dijo ella en un tono muy duro-, yo no te he pedido nada. Me las puedo arreglar sola. Déjalo todo y déjame en paz a mí también de una vez. No necesito ninguna ayuda.

Nadav, que había salido de la penumbra, se acercó a ella y le dijo:

– Ven, vámonos de aquí, mamá, que te llevo a casa.

3

Durante el trayecto desde el cementerio hasta la puerta de atrás de la casa permanecieron en silencio. Nadav se bajó del jeep y se mantuvo atento a los movimientos de su madre, le cogió de las manos la enorme mochila y casi deja escapar la pregunta de siempre, que tanto la hacía reír: «Dios mío, mamá, ¿pero qué llevas aquí?». Si él no le hubiera proporcionado el C-4 y todo lo demás, no habría podido volar la lápida. Quizá tendría que haber sido más espabilado y darse cuenta de lo que ella planeaba. Pero es que se lo había pedido hacía mucho tiempo, para su trabajo, de verdad; de todas formas, con lo testaruda que era, si no se lo hubiera proporcionado él, lo habría conseguido por medio de cualquier otra persona. Pero Nadav sabía muy bien que todavía tendría que oír los reproches de su abuelo y de su padre. Rajela no había pensado en él, en que el abuelo y el padre lo mirarían con dureza y que tendría que soportar que lo sermonearan por su falta de responsabilidad, por no decir la poca consideración que había tenido con los Efrati y con todos los demás a los que les había destruido las lápidas de sus hijos. Nadav caminaba detrás de ella y oyó el rechinar de la puerta, vio que apartaba de una patada las botas negras de goma que se acababa de quitar y, cuando ya estaban en la cocina, le pareció que ella le iba a preguntar si quería comer algo; pero, en lugar de eso, se quedó mirándolo y dijo:

– Buenas noches, que mañana nos espera un día muy duro.

Nadav, por su parte, que no se había atrevido a decirle que no quería estar presente en el juicio, porque temía el inmenso dolor que iba a sentir y la vergüenza que tendría que pasar por la actitud de su madre, se limitó a inclinarse hasta rozarle con los labios la mejilla, que parecía haberse arrugado y resecado por completo durante los últimos meses, y aspiró con estupor el familiar aroma del perfume de flores, mezclado ahora con un sabor a polvo y humo, le pasó la mano por el cabello, en el que había pegados restos de barro, y la vio alejarse descalza por las baldosas amarillentas del pasillo hacia el ala izquierda de la casa, hacia los dormitorios de los hijos. Antes, solía examinarse en el espejo rectangular que quedaba de camino, se recogía el pelo, se ponía de lado y se miraba el perfil y, en ocasiones, hasta sonreía a su propia imagen reflejada.

Pero ahora pasaba por delante del espejo como si ni siquiera tuviera cuerpo. Distraído, Nadav oyó el ruido del agua fluyendo en la bañera, se apoyó en el mármol de la cocina y se quedó esperando a que hirviera el agua para el café, luego la vio salir con el viejo albornoz blanco y, muy deprisa, casi corriendo, dirigirse hacia la habitación de Ofer donde, como él muy bien sabía, se acostaría de espaldas en la estrecha cama de adolescente, fumaría un cigarrillo tras otro y permanecería con los ojos bien abiertos y la mirada perdida hasta las primeras luces de la aurora. ¿Cómo podía aguantar noche tras noche sin dormir? Nadav sabía que a veces se echaba un rato a dormir por el día, pero normalmente regresaba del cementerio al amanecer y afrontaba un nuevo día de trabajo como si nada. Eso se lo había contado su padre, que por lo visto tampoco dormía por las noches porque se las pasaba oyendo las idas y venidas de ella.

El «no puedo más» de su padre lo tenía tan preocupado que suspiró en voz alta junto a la taza de café. «Por lo menos ahora ya no me asusta la idea de que papá la vaya a dejar», se dijo a sí mismo. Aunque resultaba muy duro pensar en que todo se iría derrumbando, que dejarían de ser una familia unida y que ya no habría más comidas en las que se reunieran todos para celebrar las fiestas. De cualquier modo, ya no se reunían ni celebraban nada en aquella casa en la que la pintura de las paredes de la cocina empezaba a pelarse, porque ese año ni siquiera habían blanqueado para el otoño. Hacía tiempo que habían aparecido las primeras diferencias entre sus padres, pero él se había acostumbrado a aceptarlas como parte de su vida en común. No se le había ocurrido que ahora, después de lo de Ofer, su padre fuera a decir que ya no podía más. ¿Cómo era capaz su padre de haber dicho eso? ¿Adónde irían? A ella, eso es lo que parecía, no le importaba. Nadav creía que hacía ya años que, en realidad, era precisamente eso lo que su madre deseaba. La primera vez que se le ocurrió que hacía mucho tiempo, años, que ella ya pensaba en eso, fue un sábado por la noche cuando tenía dieciséis años. No le contó nada a sus hermanas y, por supuesto, tampoco a Ofer, que entonces sólo tenía nueve años. También ahora estaba tendida en la cama de la habitación de Ofer, de espaldas, con un cenicero lleno de colillas sobre el estómago, igual que aquel sábado por la noche que él estaba solo con ellos en casa; la diferencia era que entonces estaba tendida en la cama de matrimonio de su dormitorio y todavía sujetaba un libro entre las manos, y él se había sentado a su lado, en el borde de la cama. Desde que Ofer había muerto no la había vuelto a ver con un libro y ahora no podía ni soñar con entrar a hacerle compañía en la habitación de Ofer o sentarse a su lado al borde de la estrecha cama, porque resultaba imposible llegar hasta ella ni hablar de nada que no fuera el juicio del día siguiente o la visita al Tribunal Superior de Justicia del día anterior. A veces parecería, pensó Nadav ahí sentado como estaba, junto a la barra de madera en la que desayunaban, con la taza de café y un montón de galletas resecas que había encontrado en uno de los prácticamente vacíos armarios de la cocina, que hasta se había olvidado de Ofer. La cara se le había arrugado y encogido y en la piel llevaba grabada una crispación que no parecía precisamente de dolor. Desde el primer momento Nadav tuvo la impresión de que era como si de entre todas las posibilidades que se le habían ofrecido, su madre se hubiera decidido por el odio. Era por ese odio, y no por el dolor, por lo que los armarios de la cocina estaban vacíos. Además, hacía ya meses que ella nunca le preguntaba si tenía hambre. Se limitaba a escribir cartas, a correr de abogado en abogado, a presentar demandas, a organizar a los otros padres, a fundar una asociación, a escribir a los periódicos, a prepararse para el juicio, a entrevistarse con el ministro de defensa, con el primer ministro, y a gritarles improperios a los de la comisión funeraria en memoria del soldado. Aunque a veces todavía lo miraba de repente y lo llamaba Nadav, con una voz en la que flotaba la precipitación de haberlo recordado; sin embargo, en ese momento la mirada se le dulcificaba, aunque él se sentía como si sólo existiera para telefonearle y recordarle que no se olvidara de colgar los avisos de la protesta en la universidad o para pedirle que le ayudara a redactar una carta. Peticiones a las que él accedía de mil amores, tanto porque en principio se identificaba con la manera de proceder de ella -aunque el solo hecho de pensar en la prolongada entrega de ella a la causa lo dejaba agotado- como por el hecho de que realmente deseaba ayudarla de la manera que fuera y, quizá también, porque tenía la esperanza de que así se fijaría en su mera presencia aunque no fuera más que por un momento, y entonces la comprensión y la intimidad que antes habían reinado entre los dos volverían a ser posibles. Como cuando antes de que sucediera todo aquello se sentaban en el sofá, por la noche, mientras todos dormían, y los dos juntos, ella y él, con un gran plato de fruta delante, veían una y otra vez una película de Hitchcock en la que ella le mostraba los distintos ángulos de la cámara, le hablaba de la genialidad del montaje y se reía cuando él reconocía la figura del director, que aparecía un instante en su propia película. Y luego estaba su padre. Cada día más callado, más canoso y con un carácter más hosco. De pronto, hasta parecía bajito. Tenía los hombros caídos y sus ojos marrones apagados. También éstos aparecían cubiertos por un velo que embotaba su expresión. Se pasaba el día en silencio, haciendo el seguimiento del trabajo de los obreros tailandeses que, junto con las malas hierbas, arrancaban los plantones nuevos y las flores silvestres protegidas, pero no les enseñaba absolutamente nada nuevo y ni siquiera les llamaba la atención, al contrario de lo que solía hacer antes. Ella los llamaba a todos mentirosos, a pesar de que su marido se encogía espantado cada vez que la oía contar que se la quitaban de encima y la hacían ir de un lado para otro, y que le mentían, «de uniforme y todo», un uniforme que él guardaba doblado en el armario, entre sus recuerdos más preciados, con las insignias y las medallas. Como si ella nunca hubiera mentido. ¿Y las veces que les había mandado, a él, a Ofer y a sus hermanas, que dijeran que no estaba en casa si la llamaban por teléfono? ¿Y lo de aquel hombre de la cafetería? Sólo Dios sabía el tiempo que aquello había durado, pero por el deslumbramiento con el que ella lo miraba, por cómo acercaban el rostro del uno al del otro, por la mano de él sobre la de ella, por el ligero rubor de ella, y los labios, que le brillaban con un rosa húmedo, y aquellas conversaciones telefónicas desde el dormitorio, por todo ello podía adivinarse que no se trataba de un asunto de un solo día. Ella había estado mintiendo por él, les mintió a todos, a él, a su hermano, a sus hermanas y a su padre. Se había pasado días y días mintiendo, incluso puede que fueran meses, o años. Y ahora gritaba que eran unos mentirosos. También a aquel hombre lo llamó mentiroso, a aquel hombre al que Nadav había visto una sola vez, por error, en la cafetería de Tel Aviv, el día que la vio con él hacía ahora nueve años, y al que de todos modos reconoció en el entierro. Ahí, en el entierro, ese hombre se había acercado y ella había vuelto la cara hacia otro lado, retrocediendo ante el rostro de él que pretendía acercarse al suyo, y haciéndose a un lado, como si nunca lo hubiera mirado de la forma que lo miró aquel día en la cafetería, cuando Nadav tenía diecisiete años y los había visto a los dos muy juntitos, al otro lado del cristal.