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En un rincón de la cocina, junto al armario de madera, una pálida araña tejía su tela. Su padre les había prohibido matar arañas porque sostenía que se trataba de unos seres vivos que no hacían ningún mal, que había que dejárselas a las salamanquesas, que traían suerte y que además comían moscas. Cuando eran pequeños su padre les había enseñado a observar de cerca esa obra de ingeniería, el proceso de construcción de una telaraña, y hasta le había comprado una lupa para que las pudiera observar.

Nadav acababa de cumplir veintiséis años, se ganaba bien la vida y vivía fuera de casa. A pesar de ello, no podía evitar desear que su madre volviera a ser la madre que para él había sido un día. Incluso cuando la odiaba y miraba las dos hendiduras a ambos lados de los labios, la enorme arruga del ceño y veía -¿cómo podía uno no darse cuenta?- la dejadez con la que se vestía, los calcetines militares de lana con los que vagaba por la casa y que antes se quitaba al final del día de trabajo y dejaba en un rincón de su estudio, incluso entonces Nadav buscaba en su rostro alguna señal de lo que un día había sido. Esperaba la sonrisa con la que a veces ella les decía: «Yo, que soy vuestra madre, os he preparado…», como la madre del pequeño Neftalí que estaba aprendiendo a sentarse en el caldero, en el libro

El caldero de los calderos, y que a ella tanta gracia le hacía. Nadav recordaba la consternación que se apoderaba de su madre al oír su llanto por la suerte que corría la pequeña sirena y cómo se avenía enseguida a dejar de lado el libro comprometiéndose a quemarlo y a declararlo una auténtica estupidez. Unos años después lo encontró escondido detrás de los libros de ella, en el dormitorio. Se acordaba también de las cartas que les dejaba a cada uno de ellos debajo de la almohada en nombre del enano volador, el enanito de los dientes, que recogía los de leche y les dejaba un regalo especial a cambio del diente que se había caído. Y la insistencia de ella, incluso cuando él le preguntó con once años ya si el enano volador existía de verdad, en que era él y sólo él el que dejaba las notas y los regalos. Recordaba también la melodía de su potente risa, con la cabeza echada hacia atrás y las manos en la cadera, a la vista del maquillaje que Talia se había untado en la cara, y cómo les había enseñado a hacer títeres para los dedos, a sujetar el cincel para tallar figuras de pedacitos de madera, y la concentración con la que sus ojos se acercaban a las páginas de un libro mientras él y sus hermanas se revolcaban por la hierba mojada muy cerca de ella. Todas esas imágenes arremetían contra él como una ola cálida y despertaban en él el deseo de irrumpir en la habitación en la que se encontraba tendida y sola para suplicarle que volviera a ser la de antes.