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Cuando el cuco salió por la portezuela de madera marrón para cantar dos veces, Nadav alzó los ojos hacia el viejo reloj y una inmensa tristeza, desconocida hasta entonces para él, lo inundó. Imágenes felices del pasado, parecidas a los edulcorados flash-back de las películas sentimentaloides, le pasaron por delante de los ojos. Debajo del reloj de cuco, que estaba colgado muy alto de una viga por encima de la mesa redonda, vio a su madre con un veraniego vestido verde de flores, descalza como siempre lo estaba en verano, de pie, con Ofer en brazos, explicándole los números y la posición de las agujas y subiéndose a una silla para abrir la portezuela de madera del cuco. La galleta que acababa de mojar en el café adquirió un sabor salado al oír la voz de Ofer, un dulce tintineo de campanas (sí, «de campanas») era su voz desde la infancia cuando una y otra vez decía «abuela, abuela, antiguo, antiguo» y agitaba el bracito tan blanco en dirección al reloj de cuco. Y ahora a Nadav le parecía oír la risa de su madre resonando por toda la casa mientras las lágrimas se le mezclaban con el café y una nueva galleta se le desmigajaba en la boca enturbiándosela por completo, hasta que en medio de esa risa oyó a su madre decir: «Sí, ése es el reloj que la abuela trajo cuando tú naciste, un reloj muy antiguo que ya estaba en casa de la madre de la abuela. Es de Kiev, di Ki-ev».

Pero si su padre ahora se marchaba de verdad, ¿adónde iría? Tenía ya cincuenta y siete años, que eran casi sesenta. Es decir, casi un viejo. Y ella también. En Pascua cumpliría los cincuenta y tres. Con mucho cuidado, Nadav retiró las migas de las galletas de la taza y las dejó en el plato vacío de la fruta. El primer año de la guerra del Líbano, cuando su padre estuvo enrolado durante tres meses seguidos, justo en el momento de la recolección del caqui, su madre se quedaba petrificada frente a la encimera de mármol de la cocina sobre la que estaba untando rebanadas de pan con queso fresco para el recreo de la escuela (Nadav tenía entonces once años, y Talia, que ya tenía catorce, le decía el número de aceitunas verdes que podía partir para meter en los bocadillos), mientras oía la voz del locutor anunciar el número de heridos. «No se trata sólo del que muere», había oído decir a su madre, amargamente, citando del libro de Samuel, en dirección a la ventana que había encima del fregadero, la misma ventana de la que ahora colgaba la luna, lejana, pequeña y blanca, pequeña como la de la leyenda japonesa sobre una princesa que enfermó porque quería la luna.

Nadav aplastó con la cucharilla las migas de galleta mojadas hasta convertirlas en un puré. ¿Qué habría sucedido si en lugar de Ofer hubiera muerto él? Ese tipo de preguntas no debía uno ni imaginárselas. Se quedó mirando una araña que pareció darse cuenta de su presencia, porque permaneció quieta intentando pasar desapercibida. ¿Y su padre? ¿Habría deseado haberse cambiado por Ofer? ¿Qué sería lo que realmente escondía su silencio? ¿Es verdaderamente sincera la persona que dice «Daría mi vida a cambio de la tuya»? A pesar de que sabía que no iba a ser capaz de comérsela, mojó otra galleta en el café templado mientras se preguntaba cómo era posible vivir con esa carga y si tendría derecho a desear seguir viviendo. Y qué pensaría su madre sobre lo que había pasado la noche después del entierro, cuando él se había encerrado en su habitación con Iris, y al amanecer, en el momento en que todavía estaba medio oscuro pero los pájaros habían empezado a piar, sabiendo que sus padres seguían sentados en el salón, en silencio -puede que su padre se hubiera quedado traspuesto en un rincón del sofá, pero desde luego su madre estaba despierta, sentada frente al ventanal grande esperando la luz-, había atraído a Iris hacia sí con fuerza -se había quedado dormida a su lado, vestida, pegada a él y confiada, respirando pesadamente, mientras él había pasado la noche tendido con la mano bajo la nuca, mirando al techo en la oscuridad, mirando las estrellas reflectantes que Ofer había pegado a los diez años, para su hermano mayor cuando cumplió los dieciocho, para que pudiera ver el cielo en la oscuridad de su habitación-, y sin hacer caso del grito de sorpresa de Iris, que al instante ahogó, le hizo el amor porque sí, sin sentir deseo y sin querer hacerlo, y su grito de placer se convirtió en un sollozo que no sabía de dónde le venía y que intentó apagar en el cuello de ella. Aunque su madre no tenía ningún derecho a reprocharle nada: ella, que le había declarado la guerra a lo que llamaba -con sus labios convertidos en un finísimo hilo de maldad- la idolatría del luto, y que un día y otro no hacía más que repetir que a ella su sufrimiento no se lo iban a nacionalizar. A su madre no le importaba. Ni siquiera aquella noche. Aunque lo hubiera sabido. Puede que también entonces hubiera apretado los labios hasta hacer de ellos una fina raya, como hacía cuando su marido le decía muy tranquilo que cada uno expresa el dolor a su manera. Hacía ya meses que lo miraba sin verlo. A veces, distraída, le rozaba la mejilla con la mano y le decía, como antes: «Nadavi, no te has afeitado», aunque la verdad es que le importaba muy poco si se afeitaba o no, como tampoco le importaba que Yaeli no estuviera, hasta el punto de que dejaba las postales que ésta enviaba desde Suramérica junto al teléfono sin decir una palabra. Quizá él también tenía que haberse marchado lejos de allí, para no soportar la angustia y la desesperación de esos sábados, en los que semana tras semana regresaba para pasarlos «en familia», para sentarse con ellos en silencio, por no preguntarle a ella que qué hubiera preferido, que le hubiera sucedido a él o a Ofer. Y es que la mirada de su madre, ahora siempre velada por una especie de vaho, expresaba otro lenguaje, como de otro lugar. Ya había mostrado esa mirada unos días cuando resultó que lo que tenía la abuela Sonia era alzheimer, y las semanas que siguieron a aquella conversación telefónica, cuando él tenía diecisiete años, durante la cual la había oído gritar: «Eres un mentiroso, me has estado mintiendo todo este tiempo, mentiroso», y después colgar, porque Nadav recordaba muy bien el golpe del auricular contra el teléfono, y el llanto de ella, un terrible sollozo que oyó desde su antigua habitación, la de antes de las reformas, una habitación que estaba al lado de la de ellos, sentado frente a sus libros de historia, petrificado, mordisqueando el extremo del lápiz hasta romperlo. Eso fue en verano, de manera que tanto su ventana como la de ellos estaban abiertas, y a él le pareció oírlo todo desde dentro y desde fuera, hasta el punto de que temió que el grito «Eres un mentiroso» lo hubieran oído en todo el

moshav, y a continuación también su llanto. Después llegaron los días durante los cuales mantuvo esa mirada, parecida a la de ahora, pero que le desapareció al cabo de unos meses después de haberse pasado largas horas tendida en su habitación y mirando al vacío -cuando él se asomaba siempre la veía así- como si estuviera leyendo un texto escrito en la pared. Ya entonces Nadav sabía que esa conversación telefónica había sido con el hombre que vio en la cafetería sentado con ella, con la cara tan resplandeciente como la de antaño, como la que ponía cuando los veía a ellos de niños corretear medio desnudos alrededor del aspersor, a él, a Talia y a Yael, o cuando se sentaba en el sillón de mimbre en la hierba, con las manos cruzadas sobre el vientre, como si protegiera a Ofer en su interior, y a veces cuando la veía abrazar a su marido, tocarle la mejilla o acurrucarse contra él en un rincón del sofá. Incluso años después, cuando el instinto le decía que aquel hombre ya estaba fuera de la vida de su madre -en más de una ocasión se había preguntado si Ofer y las chicas sabrían de su existencia- sentía vergüenza por haber sido testigo de la hipocresía de su madre. Por un momento se le ocurrió que podía entrar en la habitación de Ofer y decirle: «Mentirosa, tú también eres una mentirosa». Pero pasó el dedo por el borde pegajoso de la taza vacía sin moverse de donde estaba, miró por la ventana y se quedó esperando a que los otros regresaran.