Ahora, mientras miraba por la ventana y se preguntaba por qué tardaban tanto en volver, si otras personas se habrían despertado y habrían acudido al cementerio, Nadav sentía que se iba dibujando en él, en contra de su voluntad, una nueva sonrisa, aunque discreta, al recordar la mirada escéptica que su padre le había dirigido a su madre aquel día lejano. Ya entonces Nadav había notado que su madre iba a hacer dos sacrificios por éclass="underline" el momento, un sábado por la noche, y el lugar, el centro comercial, y todo para poder pasar un rato juntos los tres solos, un rato dedicado solamente a él, y la verdad es que eso lo había conmovido, aunque a la vez lo asustaba, porque su madre no era de esas personas que se sacrificaban así como así. Quizá la intención fuera buena, pero siempre se comprometía con una carga superior a la que luego podía soportar. De antemano le parecía que iba a poder con ello -Nadav había notado algo que no sabía expresar con palabras, y era lo mucho que ella deseaba dar esa imagen, ante ella misma, de persona dócil y flexible que sabe ceder en las cosas sin importancia que atañen a sus seres queridos, de no armarla por todo y de entregarse al prójimo-, pero después resultaba que no podía. Incluso cuando era un muchacho y se daba cuenta del esfuerzo que hacía, en ocasiones sentía piedad, aunque, por lo general, lo que sentía entonces era enfado. Porque una y otra vez, con toda su buena intención, su madre se metía en situaciones sin salida que a veces lo hacían sentirse incómodo y avergonzarse delante de extraños. De todas formas, siempre se sentía obligado a colaborar con ella, a ayudarla a ser así, condescendiente a veces, y hasta frívola -por volver a creer que esto o lo otro iba a ser posible-, como lo fue aquella vez en la cafetería con ese hombre con el que coqueteaba y hacía manitas desvergonzadamente a plena luz del día, para descubrir que con ella al final todos quedaban atrapados en una situación en la que el supuesto beneficiario terminaba por convertirse en víctima. Pero rechazar de entrada su propuesta -ver una película en el centro comercial un sábado por la noche- significaría despreciar su regalo, poner abiertamente en duda su sinceridad, es decir, ofenderla. Aparte de eso, frente al temor de que esa salida pudiera hacerse insoportable para él, temor que se confirmó más tarde, cuando vieron la riada de coches que fluía en dirección al nuevo centro comercial, surgía la pregunta de qué iban a hacer los tres juntos solos en casa. Así es que cuando se imaginó imponiendo su voluntad con el mando a distancia, los tres ahí sentados, oyendo el ruido que haría a cada mordisco que le diera a una de aquellas manzanas tan grandes y sus padres conteniéndose para no llamarle la atención por ello, no pudo negarse a ir.
Cuando llegaron en el coche al centro comercial con las entradas que su padre había comprado de antemano, resultó que allí no sólo se habían reunido los compradores de vísperas de fiestas, sino también decenas de manifestantes con camisas amarillas que, amontonados ante los muros de cristal, portaban unas enormes pancartas hechas con sábanas tensadas entre dos palos de madera en las que ponía en un rojo chorreante: «Éste es un país que se ceba en sus hijos y libera a sus asesinos», y otra que decía «Muerte a los árabes», llevada por un chico de espesa barba, tres niños y una mujer con pañuelo a la cabeza, de manera que ni siquiera se veía el principio de la cola de coches que serpenteaba ahí delante dividida en tres carriles. Por eso su padre les pidió que se bajaran en la puerta, separó su entrada de las otras dos, sacó la cartera del bolsillo y puso en la enorme palma de la mano de mi madre un billete de cincuenta siclos, mientras le decía a Nadav que comprara palomitas y que entrara con su madre en la sala.
Nadav recordaba que la había llevado de la mano mientras se abría camino entre las masas de gente que bajaban apretadas en el ascensor acristalado y que, cuando ella se soltó de su mano, él se había dado la vuelta para ver si la había perdido. Recordaba también, apoyando la cabeza sobre los brazos en la pringosa barra de madera de la cocina, que se había detenido un momento a saludar a Tamar, la de la clase paralela a la suya. Hasta que llegaron a la entrada del cine su madre había estado pálida, con la respiración agitada y el pelo, que hasta ese momento llevaba recogido en una coleta, se le había soltado y le caía con dejadez sobre el cuello de la gabardina cuyas solapas sujetaba con fuerza con ambas manos como si quisiera encerrarse dentro para protegerse de la marea humana y que ésta ni siquiera la rozara. Su madre odiaba que la gente desconocida la tocara, odiaba los gentíos y las aglomeraciones le resultaban insufribles. Después le tendió el arrugado billete de cincuenta con sus largos dedos, siempre cubiertos por una especie de capa blanquecina de polvo, de piedra o de cal, y mientras le señalaba el puesto de las palomitas le dijo en voz bien alta que sería mejor que también comprara un vaso grande de Coca- Cola.
Resultó que les había tocado un buen sitio, las últimas butacas de la fila, al lado del pasillo, donde le gustaba estar a su madre para, en caso de necesidad, poder salir de la sala sin molestar a nadie. La butaca del extremo la dejaron libre para su padre. La sala se encontraba ya bastante llena, pero las luces seguían encendidas. Las dos butacas de su izquierda, recordaba ahora Nadav, estaban vacías. Pero no por mucho tiempo, le pronosticó su madre y, en efecto, a los pocos minutos, al lado de su butaca, la penúltima, se plantó una pareja joven, los dos altos y guapos, y la chica, de pelo largo, se abrió paso como pudo y con cuidado hasta su asiento. El chico se había quedado meditando frente a Rajela, que se había encogido en el asiento y retiraba las piernas hacia atrás, medio incorporada, para dejarle paso. Él miró a su alrededor, como si buscara algo, y al final, cuando se decidió a pasar, no pudo evitar, de todos modos, darle un pisotón. Nadav recordó con toda claridad que antes de que ella, muy a su pesar, diera aquel grito ahogado de dolor, él ya se había imaginado que aquel chico le pisaría el dedo roto a causa del cual tanto le había costado esa noche poderse calzar las merceditas blancas. Parecería que el chico no se había dado cuenta del grito de dolor, pero al sentarse se inclinó hacia ella y le preguntó si la había pisado. Ella le contestó con un gesto afirmativo de reproche, a lo que él, sonriéndole con mucho encanto, le dijo: