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– Te está bien empleado.

Incluso ahora, nueve años después, se le cortaba la respiración a Nadav al rememorarlo, así es que levantó la cabeza de los brazos para volver a mirar por la ventana y seguir pensando en cómo en aquel momento a su madre se le congelaron las palabras en la boca. Y eso que ella siempre reaccionaba con una rapidez que dejaba bien claro lo pronto que tenía siempre el cuerpo y el pensamiento. En ocasiones Nadav la observaba cuando ella estaba escuchando algo especialmente complicado, como cuando el agente de seguros le explicó a ella y a su marido la razón por la que tenían que convertirse en sociedad limitada, momento en el que le pareció que ella era un mecanismo compuesto por un montón de ruedas dentadas que él veía moverse, girar a una velocidad sorprendente, y que cuando se detenían, antes de que nadie hubiera tenido tiempo de digerir nada, significaba que ya estaba lista con un resumen perfecto que soltaba en cuatro palabras, impaciente, como si todos pudieran participar de su rapidez de pensamiento, siempre en tensión, y de su capacidad de concentración. Mientras que en aquel momento, en la sala de cine medio en penumbra -en la pantalla habían empezado ya a proyectar los anuncios-, Nadav pudo ver que la boca de ella se abría para contestar a aquel chico algo contundente, algo que le borrara la sonrisa, y que las palabras no le salieron. Se había quedado lívida, con los labios muy blancos, y por un momento Nadav temió que se fuera a echar a llorar, porque entonces, cuando Ofer todavía estaba con ellos, su madre lloraba con muchísima facilidad, sobre todo de rabia y de impotencia, o cuando la humillaban sin que ella entendiera el porqué. La sensación de que la habían ofendido inmerecidamente y que la habían tratado con maldad simplemente porque sí, incluso con una violencia arbitraria, la dejó completamente paralizada. Tuvo que ser él, entonces, el que furioso le preguntara al chico por qué no se había disculpado. Y cuando éste se encogió de hombros y se desentendió, incluso entonces Rajela permaneció en silencio y se limitó a posar la mano con delicadeza en el brazo de Nadav. Las luces de la sala se apagaron y su padre todavía no había llegado. La gente seguía entrando y él intentó concentrarse en un anuncio de Coca-Cola que le gustaba especialmente, por las maravillosas notas que lograban sacar a una orquesta formada por botellas y latas. Ella movió la cabeza con un gesto de condescendencia y se volvió para ver si llegaba su marido.

– Me da pena papá -susurró-, tener que encontrar aparcamiento en este zoológico -y después se preguntó, con un tono de completa incomprensión, cómo era posible que la gente acudiera a pasar el rato comprando en un lugar como aquél un sábado por la noche; Nadav recordaba ahora que en ese momento se había revuelto incómodo en su butaca porque también él y sus amigos, en más de una ocasión, habían ido a pasar el rato a «aquel lugar».

– ¿Qué tiene de malo? -incluso había intentado contradecirla, pero ella había zanjado la discusión con un gesto del brazo incontestable, acompañado de una mueca, y volviéndose de nuevo hacia la entrada.

En ese momento Nadav oyó que el chico le decía algo a su pareja y lo vio levantarse agarrándose el borde del chaquetón de cuero que llevaba, dispuesto a pasar por delante de él para salir de la fila. Fue entonces cuando, de repente, su madre se levantó, se quedó de pie delante de su butaca y declaró que no lo dejaría pasar si no se disculpaba. A la tenue luz que reflejaban los anuncios de la enorme pantalla podía verse la cara del chico deformada por el asombro. En la fila de atrás los espectadores empezaban a protestar porque no veían la pantalla. Entonces el chico sujetó a Rajela con ambas manos por los hombros como si pretendiera empujarla a un lado. La cabeza de ella le llegaba por el cuello.

– No le pongas las manos encima -le había gritado Nadav, y ahora, al recordarlo, había estado a punto de volver a gritarlo mientras apretaba con fuerza los puños contra la barra de madera de la cocina-, pero en ese mismo instante, su madre agitó con fuerza la mano con la que sostenía el gigantesco vaso de Coca-Cola y se lo tiró al chico a la cara. Nadav, ahí de pie muy cerca de él, le vio los ojos desorbitados y las pegajosas gotas escurriéndole por la frente, y entonces, con una especie de gesto instintivo, como si lo que lo hubiera mojado hubiese sido una lluvia torrencial, el chico se sacudió el chaquetón de cuero mientras la chica gritaba:

– ¡Le has tirado la Coca-Cola encima! ¿Estás loca o qué?

En la fila de atrás se levantó una señora que también se puso a gritar:

– ¡Me ha caído a mí también, me ha caído a mí!

La sala pareció iluminarse por un relámpago con la luz de un anuncio de muebles, y pudo ver a su madre ahí de pie, con los labios temblorosos y echando chispas por aquellos ojos tan conocidos y peligrosos. El chico le dijo:

– Dame tus datos, porque de ésta no te vas a ir de rositas.

– De darte los datos, nada -gritó su madre-, ni lo sueñes -y fue entonces cuando la señora de atrás le tiró de la manga de la gabardina sin dejar de chillar.

En ese momento la cortina se abrió y apareció un acomodador con su linterna iluminando los presurosos pasos del padre, que se quedó en el extremo de la fila, junto a la butaca que le habían guardado, y preguntó qué había pasado. Su madre se quedó callada y movió la cabeza de un lado a otro como queriendo decir que no merecía la pena contarlo ni gastar saliva en ello. Pero su padre volvió a preguntar, en ese típico tono suyo, entre temeroso y amenazante:

– ¿Qué ha pasado? -y a la luz de la linterna con la que el acomodador le iluminaba el rostro, Nadav pudo ver que estaba pálido y que en su ancha frente le brillaban unas gotas de sudor. Su padre, sujetando a Rajela por el brazo, le suplicó-: Ahora mismo me vas a decir lo que ha pasado.

El chico del chaquetón de cuero seguía allí y volvió a exigirle que le diera los datos. Pero su madre volvió a repetir:

– De darte los datos, nada -como si ésas fueran las únicas palabras que sabía decir. Su padre insistió tanto que finalmente ella tuvo que contarle lo que había pasado, que el chico la había pisado y que encima le había dicho «Te está bien empleado». Y en el momento en que le decía: «y entonces le he echado la Coca-Cola por encima», intervino la señora que tenía detrás gritando:

– ¡No sólo a él! ¡También me has salpicado a mí! Y yo no te he hecho nada, ¡me la has tirado por el traje! ¡Mira cómo me lo has dejado!

– ¡Y yo de aquí no me muevo sin sus datos! -intervino ahora el chico, que seguía de pie al final de la fila sin hacer caso de la chica que le tiraba con fuerza del brazo.

– Vámonos, salgamos fuera -le dijo mi padre al chico, con el tono especial que reservaba para los gamberros o para los que perdían los nervios. Su madre salió tras ellos mientras que él, por su parte, se quedó sentado, porque sabía que en momentos como ése no había con quién hablar y que, en el mejor de los casos, le volvería a tocar ser testigo de otra más de las batallas que sus padres libraban por cómo debían ser las cosas. Pero no pudo concentrarse en las imágenes del principio de la película, y al mismo tiempo no podía dejar de pensar en Tamar, que iba a la clase paralela a la suya y que había vuelto la cabeza hacia atrás para ver todo aquel espectáculo, y en la vergüenza que le daba. Por eso, de todos modos, abandonó la sala y se unió a ellos justo en el momento en el que su padre le lanzaba una mirada de advertencia a su madre y le decía con mucha calma-: Deja que yo me ocupe de esto -ella se mordió el labio inferior y se notaba que luchaba consigo misma para intentar obedecer y cumplir con el pacto no escrito que regía normalmente cuando negociaban los precios con los mayoristas de frutas y verduras para comercializar las cosechas, un pacto por el cual ella debía anularse a sí misma, borrar su presencia, y darle a él, sin saber lo que iba a hacer pero con la mayor confianza o, por lo menos, con la ilusión de la mayor confianza, carta blanca para hacer o decir lo que le pareciera-. Te lo ruego -le susurró su padre, y se permitió tomar al chico del brazo y apartarlo a un lado.