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Tres años llevaba Boris siguiendo los diferentes matices del cielo; también apuntaba en un cuadernito los cambios de tiempo, las fases de la luna, la distinta presencia de las estrellas, y seguía el curso del brotar y de la floración de las plantas y se entregaba con verdadero ardor a la gama de sonidos y ruidos que también describía en el cuaderno con una meticulosidad realmente obsesiva. Había aprendido a oír lo que para un oído profano resultaría absoluto silencio en la extensión de los campos, y una de las mañanas incluso le preguntó al secretario por el nombre hebreo de un pájaro nocturno cuyo ornamentado silbido, ascendente, descendente y ondulante en el medio, despertaba en él a veces una punzada de añoranza, y otras, por lo insistente y empecinado que sonaba, algún que otro breve estallido de risa. Se quedaba escuchando el croar de las ranas, el repentino ladrido de uno de los perros, que arrastraba tras de sí un sinfín de ladridos de otros perros, y había aprendido a distinguir entre los ladridos sin propósito alguno que emitían los perros únicamente para activar sus cuerdas vocales y los ladridos intencionados provocados por los ruidos repentinos de un coche que pasara o por los pasos lejanos de alguna persona. Había descubierto los jabalíes (una vez, en verano, oyó de repente unos extraños ruidos como de succión, ronquidos y escupitajos, una especie de sonidos que le recordaron la ruidosa manera de comer de unos viejos desdentados, y cuando salió y dio la vuelta alrededor de la garita vio, en la parte de atrás, junto a las parras, una hembra de jabalí rodeada de sus jabatos que mordisqueaban las uvas agraces y después las escupían con gruñidos de desagrado), y durante unas cuantas noches siguió con interés los maullidos de pánico de un cachorro de gato que había trepado a uno de los árboles del camino y de ahí a lo alto del cobertizo de los tractores, y ahora no sabía cómo bajar. Pero lo que más le gustaba era el susurro de las copas de los árboles. Cuando el viento soplaba se oían los eucaliptos y podía verse entonces el vertiginoso baile de sus vainas marrones de forma alada que caían de los árboles floridos en tonos amarillos al borde de la carretera.

Transcurrió cierto tiempo hasta que el secretario del moshav dejó de dirigirle aquellas miradas escépticas. Un día incluso le palmeó amigablemente el hombro mientras le decía: «Eres un buen tipo, Boris, estamos muy contentos contigo, de veras, muy contentos». Su perseverancia y tesón, la ausencia de exigencias y quejas por su parte, unido al hecho de que no se hubiera producido ningún problema de seguridad relevante desde que había empezado a trabajar, lo hicieron merecedor de una confianza que él supo ganarse sin esfuerzo, ya que no sólo no sufría en absoluto, sino que disfrutaba de aquel trabajo. En el pequeño apartamento de la Agencia Judía en el que vivía en la aldea vecina, en un cuarto alquilado a una familia de inmigrantes más veteranos que él, del que hacía meses que planeaba marcharse en cuanto encontrara un lugar para él solo, la falta de espacio y el alboroto no le permitían estar a gusto consigo mismo. Hacía unas semanas que el secretario le había preguntado si no preferiría vivir en una caravana en el barrio que colindaba con el moshav en lugar de en aquel cuarto alquilado, e incluso le había insinuado que era posible que quedara libre una casita de las que había al final del moshav que Boris podría alquilar por un precio módico, posibilidad que lo tenía entusiasmado y hecho un manojo de nervios: vivir en una casita blanca, tranquila y rodeada de un patio que él convertiría en jardín. Se pasó largas horas fantaseando con las flores que plantaría en él, hasta que se ordenó a sí mismo dejar aquello, no fuera a ser que se hiciera demasiadas ilusiones sobre algo de lo que estaba casi seguro de que no iba a materializarse.

Boris Tabashnik había inmigrado a Israel después de muchos años de haber estado soñándolo, y no porque fuera un sionista convencido sino porque, cuanto más mayor se hacía, y especialmente durante los años que había estado en la cárcel, su identidad judía se había ido reafirmando en él, de manera que se fue convenciendo de que ésa era la causa de la sensación de extranjería y desarraigo que experimentaba siempre, aunque fuera una personalidad conocida en San Petersburgo, su lugar de residencia desde estudiante. A pesar de las cosas que había oído acerca de las dificultades por las que pasaban los nuevos inmigrantes de la Unión Soviética que llegaban a Israel, y a pesar también de que sabía que la idea que él tenía sobre la libertad de expresión y la pureza de la existencia no se correspondían con la realidad, se imaginaba a sí mismo encontrando un hogar en Israel y, en ocasiones, hasta contemplaba la casa, es decir, una casita blanca rodeada de jardín bajo un cielo muy azul y muy puro, y a sí mismo a la puerta con una plácida sonrisa, la sonrisa de quien se sabe por fin en su verdadero lugar. Tras su divorcio, y después de que su hijo hubiera formado su propia familia, ya no había nada que pudiera retenerlo. Fueron a recibirlo al aeropuerto representantes de la Agencia Judía y unos viejos amigos que lo habían conocido en la Unión Soviética, por lo que aquella noche estuvo muy emocionado y no renunció a sus esperanzas de comenzar una nueva vida y de tener un futuro completamente abierto. Se esforzó por borrar algunas imágenes que vio ya en el aeropuerto y apartó de su mente el «aguarda, aguarda, que esto no es tan agradable» que oyó de camino a casa de los amigos que lo alojaron durante los primeros días que siguieron a su llegada. Pensaba en cómo se enriquecería allí su hebreo, una lengua tan anquilosada en su boca, y cómo haría nuevos amigos, a la vez que no creía, a pesar de que lo habían prevenido, que el papel de extranjero que antes le había impuesto su judaísmo se lo iba a imponer ahora su identidad rusa. Aunque no tuvo que pasar mucho tiempo para darse cuenta de que el desprecio y la indiferencia con que lo trataban en la oficina de absorción volvieron a despertar en él la conocida sensación de extranjería y rechazo, eso y el recelo y el desagrado que le manifestaba el tendero del ultramarinos del barrio, un anciano encorvado que incluso un año después de conocerse volvía una y otra vez a contar el dinero que le entregaba Boris mientras repasaba los productos, como quien está convencido de que lo han engañado pero no puede demostrarlo. «Así es como trata a los clientes rusos», le dijeron los miembros de la familia en cuyo apartamento había alquilado un cuarto, porque el hombre había oído que venían de un lugar de gran carencia económica y que lo único que ahora deseaban era resarcirse de ello. Un gran desengaño le produjo también su primer encuentro con la intelectualidad israelí en una fiesta a la que lo había llevado un poeta israelí nativo, un hombre mayor y muy bien considerado cuyos poemas también eran conocidos en la Unión Soviética, donde habían impactado a Boris, quien incluso había traducido algunos de ellos al ruso y les había puesto música. La fiesta había sido organizada para celebrar la publicación de una antología de cuentos de escritores inmigrantes traducidos al hebreo, y Boris, de pie junto a su anfitrión a la entrada de la enorme sala, entre un montón de personas, pudo identificar de inmediato a sus conciudadanos por la forma de permanecer de pie al reunirse y formar un pequeño corro, por la vestimenta de dos mujeres poetas, la más vieja de las cuales llevaba unos lujosos y anticuadísimos ropajes de los que emanaba un fuerte olor a naftalina, y por los desorbitados ojos que posaban en el poeta de baja estatura que sujetaba con una mano una botella de vodka mientras sobre el hombro reposaba, en aparente descuido, un abrigo grande y negro, echaba la cabeza hacia atrás y se reía con voz potente incluso cuando el anfitrión se puso a pronunciar unas palabras en un hebreo sencillo para felicitar a los escritores cuyas obras veían la luz en hebreo por primera vez. Boris experimentó con acritud hasta qué punto le resultaba ajeno el hebreo hablado y sintió su impotencia para responder a las preguntas que le hacían sobre su trabajo y su vida en la Unión Soviética. Incluso cuando la que se las formuló fue una mujer guapa con un vestido largo de color negro y un velo plateado y ligero que le cubría los hombros, que acercaba su cara a la de él con interés, notó Boris que su propia indiferencia y la dificultad de la lengua lo paralizaban. Pero tampoco entre el grupo de los rusos, que sostenían una discusión política con sus anfitriones, fue capaz de hallar sosiego. Durante la discusión, que iba animándose, los rusos lanzaron sobre el anciano poeta local unas acusaciones referentes al esnobismo israelí, y después continuaron hablando, en medio de un enardecimiento mesiánico, del Gran Israel, mientras Boris permanecía entre ellos escuchando aquel extraño hebreo que salía de sus bocas y comprendiendo que el desarraigo y la exclusión eran su verdadero destino, que no dependía de su condición de judío o de su condición de ruso, sino de su incapacidad, por alguna razón que escapaba a su entendimiento, de identificarse con ningún grupo o de pertenecer a él. Ni siquiera congeniaba con sus compañeros de trabajo en la revista rusa, cuyas intrigas y patente persecución del honor y el reconocimiento en el seno de la sociedad rusa, así como su odio y amargura contra los israelíes, despertaban en él un sentimiento de repulsa por el que también de ellos se fue alejando, de manera que rechazaba sistemáticamente las invitaciones a veladas de lectura de poesía rusa que siempre derivaban en unas exaltadas conversaciones, tan conocidas, manidas y patéticas que para mantenerlas alimentaban los hablantes su enardecido discurso a fuerza de unas cuantas copas de más. Tampoco acudía a los encuentros ni a las conferencias del club de inmigrantes de Rusia, así que permanecía solo la mayor parte del tiempo, excepto una vez a la semana, cuando tenía que acudir a las oficinas de la redacción de la revista, aunque ahí volvía a sentirse diferente y completamente desconectado, ahora en un mundo nuevo en el que había puesto unas esperanzas que se habían evaporado y en el que también se había ahogado su sueño de lograr el acercamiento a alguno de los nativos del país. Solamente el cielo, ese cielo tan azul del lugar, permanecía tal y como él se lo había pintado a sí mismo en la Unión Soviética.