Выбрать главу

– Sí se puede -dijo su padre muy pausado-. Lo que no se puede hacer es corregir el mundo y eso, a tu edad, ya tendrías que saberlo.

Nadav abrió la puerta de atrás y se aferró a ella. No se decidía a salir, como en realidad estaba deseando hacer.

– Si fueras más… más… menos cobarde y no tuvieras tanto miedo de armar un escándalo, podrías… -el llanto interrumpió las palabras de su madre. Pero enseguida se rehízo, abrió la puerta y, cuando tuvo las dos piernas fuera del coche, dijo con dureza-: Ahora no podrás dormir por las noches por si aparece con unos matones y nos machaca el coche. Si llama, quiero hablar con él, tú no eres mi dueño. Esto es asunto mío. Me voy a ocupar de él como a mí me parezca.

– De acuerdo -dijo su padre cerrando el coche. Permanecían de pie cada uno a un lado del vehículo.

– Lo digo muy en serio -insistió su madre, mientras Nadav iba delante de ella hacia la puerta de atrás de la casa.

Dos días después, cuando sonó el teléfono a la hora de comer y todos vieron a su padre asintiendo con la cabeza y mirándola con recelo, balbuciente y vacilante, su madre alargó la mano y le exigió que le pasara el auricular. Los hermanos de Nadav, que ya habían regresado, miraban alternativamente a su padre y a su madre, hasta que Yaeli preguntó de quién se trataba y Nadav, bajando la vista, se refugiaba en la sopa. Entonces oyó a su padre decir en tono conciliador, con una especie de regocijo pretencioso y sin el menor temor:

– Te paso a mi mujer -y vio que su madre le arrebataba el auricular-. Quiere trescientos siclos por daños morales -dijo su padre con el miedo reflejado en sus bondadosos ojos castaños-. Háblale bien -le pidió-, con personas como ésa lo mejor es no tener ningún trato, porque lo pueden meter a uno en un buen lío.

– Espero que estés arrepentido de cómo te comportaste -le espetó su madre-, porque la verdad es que estuvo más que feo.

– Pero ¿qué es lo que hizo? ¿De quién se trata? -preguntó Yaeli.

– No tiene ninguna importancia -le respondió su padre con desgana-. ¡Tu madre es tan inocente! -suspiró en un susurro.

Enseguida la oyeron gritar:

– ¡Pues entonces no tenemos nada de que hablar! Eso es puro chantaje, tú no eres más que un criminal, y si vuelves a llamar aquí, aunque sea una sola vez, te juro que te las vas a tener que ver con la policía, y no te atrevas a… -se quedó con el auricular en la mano, y a Nadav le parecía que el tono de la línea desocupada resonaba por toda la estancia-. Me ha colgado -dijo ella sorprendida-, me ha colgado el teléfono -colgó ella misma el auricular, con delicadeza, y se quedó mirándolos-. Ése es el sistema -dijo-, esto ya se ha convertido en norma: se comete un delito y después se acusa a la víctima. Dice que quiere trescientos siclos -le dijo a su padre en tono de incredulidad-, por daños físicos y morales, ¿te lo puedes creer?

– Rajela -le dijo su padre-, pero es que no entiendes nada. Ahora ya no nos va a dejar en paz, hasta pueden venir él y sus amigos y hacernos mucho daño…

– No sabe dónde vivimos y además no pienso arrugarme sólo por si sus amigos… De todas formas, no van a venir, ya verás cómo no volvemos a saber nada de ellos, y si quieren venir, pues que vengan.

La verdad, pensaba ahora Nadav mientras se levantaba porque había oído el ruido de un motor y de unas ruedas en la tierra, la verdad es que ella había tenido razón. Nunca más oyeron nada de aquel tipo, aunque meses después su padre todavía siguiera guardando los coches por la noche en el cobertizo y considerara muy seriamente si instalar un sistema de alarma. Y a veces, cuando algo iba mal, si por ejemplo descubría un pinchazo en una rueda o una manguera de riego que perdiera agua, se le encendía en los ojos la lucecita de la sospecha, hasta el punto de que Nadav estaba convencido de que su padre creía que aquel chico y sus amigos los habían encontrado y se estaban vengando de ellos.

Nadav abrió la puerta de atrás de la casa y se quedó allí esperándolos. De la camioneta de los Efrati salió su padre y después el abuelo, que inclinó la cabeza hacia la ventanilla y dijo algo que Nadav no entendió, dio un golpecito en el techo del vehículo y Efrati giró el volante y se marchó. Su padre caminaba en silencio con la cabeza gacha y los hombros más encorvados que nunca. El abuelo dejó la pistola que había sacado del cinto encima de la mesa del comedor, se frotó las manos, suspiró y dijo:

– Ya está. Todo arreglado. Hemos ido de casa en casa. Hemos despertado a Efrati y a todos los demás para que no se lo cuente otro. Lo más importante es que hoy mismo lo van a arreglar todo y lo van a dejar exactamente igual que estaba, y lo que ha pasado no va a salir de aquí. Se lo han tomado relativamente bien. Le he dicho a Julia que le dejaremos las flores de alrededor de la tumba como las tenía antes, exactamente igual. Tenemos suerte de estar hablando con gente normal que entiende que alguien pueda… que pueda perder la razón por un motivo así.

Nadav pestañeó y apartó la mirada.

– Pon agua a hervir, por favor, Nadavi -le dijo su padre-, que ya son las cuatro y media y hoy también nos espera un día muy duro.

– En el juicio no hará nada -prometió el abuelo-, voy a hablar con ella.

– Bienaventurado el que cree -dijo su padre, echándose hacia atrás contra el respaldo de la silla y cubriéndose el rostro con las manos.

4

Un adormilado policía de regimiento, con la camisa que le salía con descuido por fuera de unos pantalones muy arrugados, se dignó, de todos modos, a hacer el saludo militar mientras abría perezosamente los portones de hierro oxidado que llevaban al aparcamiento de la casa verde, pero el juez Neuberg pudo apreciar también el desprecio lleno de inocencia que encerraba su reprimida sonrisa a la vista de la contradicción que suponían las dimensiones de su enorme cuerpo, enfundado en el uniforme de teniente coronel muy bien planchado pero que amenazaba con reventársele a la altura del vientre, y todas aquellas condecoraciones tan relucientes, con el Mini-Minor descapotable que entraba renqueante en el aparcamiento emplazado junto al camino que llevaba hacia el patio de la casa. Aquella chatarra era el coche de su mujer, que se empeñaba en no cambiarlo por nada del mundo, pero esa mañana los planes de ella de salir fuera de la ciudad lo habían obligado a él a utilizarlo. Por el cruce de calles junto al que se encontraba el edificio había pasado con mucha parsimonia un carretero que guiaba un caballo enganchado a un carro cargado de ajos tiernos y que interrumpía por completo la circulación, de manera que por su culpa llegaba tarde. Era tal la preocupación por el retraso y sentía tal embarazo por la curiosidad que podía despertar en el policía de regimiento aquella visión inesperada, casi excéntrica, del juez de distrito, un teniente coronel de la reserva al que todos esperaban expectantes porque iba a presidir un juicio tan importante, y resultaba que se permitía aparecer en un Mini-Minor de doce años, cuya rechinante portezuela cerró con ímpetu para después ni molestarse en echarle la llave.

Oía un molesto pitido en los oídos y notaba la piel irritada a causa de los nervios y el cansancio. Con las primeras luces del amanecer lo habían despertado los mirlos con su gritón piar, unos mirlos que estaban anidando mientras luchaban contra un pájaro desconocido que se había posado en un cable del tendido eléctrico, entre la palmera y el granado del jardín de su casa, de manera que ahora se encontraba sumido en esa clase de agotamiento que hace que los sentidos de una persona lo capten todo como si de algo fastidioso se tratara. En esos momentos los ruidos que no se encuentran en el lugar adecuado se aprecian como un griterío, a pesar de que en otras circunstancias puedan hasta resultar agradables, aunque sólo sea porque sabemos, por un conocimiento teórico, que en ellos puede haber belleza. El enojoso rumor que llevaba ya zumbando en su interior desde hacía unas horas no hizo más que acrecentarse a la vista de los arbustos que habían brotado en el descuidado jardín, alrededor del árbol grande que parecía un ciprés pero que era otro árbol cuyo nombre había olvidado. El exasperante abandono en el que se encontraba la magnífica casa que dominaba aquel cruce tan concurrido se conocía ya por las grietas que aparecían en la fachada, pintada de un infantil color verde de cremoso helado, color que había dado nombre al edificio, que se estaba desconchando en los muros sin remedio. Aquella dejadez era la primera impresión con la que se topaba quien lo mirara, y alcanzaba también al enorme jardín, que cada primavera brotaba de una manera salvaje como signo de insistente protesta contra quienes no se molestaban en arreglarlo ni cuidarlo.