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Rafael Neuberg llevaba toda la mañana reflexionando sobre las cosas que podrían prolongar el curso del juicio, duplicar o triplicar su duración, y no era precisamente en la madre en la que pensaba. No es que no hubiera pensado en ella en absoluto: cuando la reconoció al entrar en el edificio supo que su presencia no iba a hacer las cosas sencillas, pero no se imaginó que llegaría a comportarse como después lo hizo.

El juez Neuberg subió parsimoniosa y pesadamente tres tramos de escaleras desgastados, agarrándose a la barandilla y suspirando de vez en cuando, de camino hacia el segundo piso, que era donde se hallaban las salas de justicia. Cuando llegó arriba, se detuvo en una galería abierta junto a una columna de piedra y miró hacia fuera. Torció el gesto. Sólo la pared exterior era verde, mientras que la interior, lo vio de nuevo al volver por un instante la cabeza, era amarillenta, de un color arena feo pero realmente muy adecuado para un edificio en el que se desarrollaban juicios militares, unos juicios que el juez Neuberg consideraba como una molesta obligación y un desperdicio de su talento como magistrado puesto que no propiciaban el desarrollo de un pensamiento jurídico profundo. Una repentina ráfaga de viento le impidió encender el cigarrillo. Puso la mano a modo de mampara, lo encendió y tiró la cerilla al cilindro de latón torcido lleno a rebosar de una turbia agua de lluvia. A la primera calada se vio asaltado por una gran debilidad. Se sentó en el banco que había junto a la balaustrada de piedra gastada, asegurando a la oficial de la sala, que le había hecho un gesto echando la cabeza hacia atrás desde el interior de la misma, que enseguida iría a reunirse con los jueces adjuntos que mientras tanto habían ido llegando, y miró hacia la calle y hacia el terreno que había enfrente. El profundo foso que habían excavado para luego construir estaba rodeado por una valla de chapa galvanizada, y al otro lado del terreno vacío había unas casas muy arregladas pintadas de color amarillo pastel y de un rosa llamativo. En la oficina del vicepresidente estaba prohibido fumar, recordó de pronto mientras miraba las baldosas descoloridas y el charco, que resplandeció al darle de lleno un rayo de sol que se rompió en miles de esquirlas policromadas. Al otro lado de las amarillentas puertas de madera -que también se estaban cuarteando- y bajo la vidriera de colores de la ventana que había encima de esas puertas, una vidriera que inundaba el vestíbulo del segundo piso de una luz eclesiástica, continuaban los afilados restos de un ventanal que se había roto hacía ya unos meses. Tiró al cenicero el cigarrillo, del que sólo se había fumado la mitad, y entró por una de las estrechas puertas que estaban abiertas en la penumbra del vestíbulo interior. Un esqueje de «judío errante» sobrevivía como podía en un tiesto que alguien había colgado bien alto, junto a la sala número 1, cerca de la placa en la que se leía: «Al entrar y salir de la sala del tribunal tenga a bien ponerse firme y saludar a los jueces del estrado». Las hojas, de color morado verdoso, se aferraban solitarias y testarudas a la superficie de pintura amarilla al aceite de la pared que rodeaba el tiesto.

A pesar de que tenía intención de solventar lo más rápidamente posible todos los prolegómenos y abreviar el encuentro preliminar con los jueces adjuntos, a quienes para sus adentros llamaba «los colaterales», Rafael Neuberg se detuvo también junto al alféizar de la ventana de la galería cubierta que había al lado y se asomó para mirar hacia abajo, hacia el descuidado jardín con el pequeño estanque que, a pesar de las lluvias, estaba vacío, rodeado de hierbajos y cardos y con unas manchas amarillas de los crisantemos. A su orilla, sobre el ancho borde de piedra, estaban sentados un soldado y una soldado. El soldado fumaba y tenía la mirada perdida, mientras ella, sentada encima de sus piernas dobladas, con el cuerpo inclinado hacia él y gesticulando mucho, le explicaba algo con gran entusiasmo. «¿Por qué será que tan a menudo -se quedó meditando el juez Neuberg- se puede ver a una mujer, aunque sea una soldado joven, en realidad casi una niña, hablándole con vehemencia a un hombre que la escucha en silencio como si él no tuviera nada que decir? ¿Será que realmente no tienen nada que decir, o será que esa vehemencia, que ahora se puede apreciar tan bien en ella por cómo agita las manos y dobla su esbelto cuerpo, no deja posibilidad ni oportunidad alguna para que él diga algo?»

Le dio una suave patada a un aparato de aire acondicionado que habían dejado arrinconado en la galería interior, un aparato casi nuevo que estaba apoyado contra la agrietada pared. Lo único que hacía falta para que se hiciera evidente la potencial belleza del edificio, que parecía estar descuidado con verdadera alevosía, era enlucir y encalar las paredes interiores. Porque la balaustrada exterior de la estrecha galería, de piedra labrada con filigranas, no estaba rajada en absoluto y por fuera estaba pintada de un color verde muy bonito, mientras que por dentro se veían los restos del esfuerzo invertido hacía tiempo, incluso unos azulejos pintados de marrón, verde y blanco, y una acuarela representando la ciudad de Jaffa, que colgaba sorpresivamente en la galería pero escondida detrás de un cristal rajado y polvoriento. Además, los cables del sistema eléctrico aparecían desnudos en las paredes y en el suelo se alzaban montones de impresos y de carpetas de cartón vacías de color celeste, colillas y un vaso de poliuretano volcado, cuyo rastro de café petrificado llevaba hasta una cajetilla de cigarrillos Time aplastada. El aspecto del edificio era como el del ejército, volvió a reconocerse a sí mismo el juez Neuberg. El ignominioso aspecto del edificio es lo que confería a los que se encontraban dentro de él ese aire de impasibilidad y de parsimonia que no era más que la tapadera de un silencioso y prolongado abatimiento. Por esa dejadez y esa suciedad que había por todas partes era quizá por lo que la oficial de la sala arrastraba su andar con semejante apatía. Y puede que también fuera por eso por lo que los distintos representantes de la acusación y de la defensa que actuaban en ese edificio balbucían sus razones sin entusiasmo alguno, ya que no hacían más que pensar en el momento en el que podrían salir de él hacia su otra realidad. Entre los muros de ese edificio no existía el amor por la justicia, sino una especie de condescendencia silenciosa, carente de cualquier propósito, que imponía cierto toque de acidez en lugar de la belleza que podría revelarse -aunque muy de vez en cuando- en un debate legal serio y fundamentado. Aunque quizá habría que ver las cosas completamente al contrario: puede que precisamente estos juicios, limitados por la simplicidad de la ley castrense, la repetición de los mismos argumentos -las dificultades económicas como motivo de una deserción, una «primera vez» como atenuante por haber fumado drogas-, quizá fuera eso lo que hacía que el edificio tuviera ese aspecto, aunque, en ocasiones, como ese día, tuvieran lugar en él unos hechos significativos. Pero tampoco éstos serían capaces ahora de borrar la esencia de aquel espacio, de quitarle de encima la apatía. Ni siquiera con vistas a un juicio tan importante y fundamental como el que iba a iniciarse ese día, se habían molestado en limpiar el pasillo interior, y ahora tendría que pasar por él todos los días y ver aquel abandono que a sus ojos era una prueba palpable de la molicie que allí reinaba. En la luna de la ventana se reflejó de repente su imagen, de dimensiones casi monstruosas: los rasgos faciales sobre un cuello corto y grueso, la nariz pequeña y ancha, que se veía aplastada como la nariz de una estatua africana, y los labios, cuya desmedida carnosidad apuntaba a un deseo pasional que él sabía que no poseía. Los ojos ni se le veían tras los cristales de las gafas, por la deformación del cristal, se consoló a sí mismo, mientras se encaminaba ya a la oficina, zafándose de emitir un juicio serio sobre el abandono en el que tenía sumido a su propio cuerpo.