A causa de los jueces adjuntos, dos oficiales del ejército sin conocimientos jurídicos que debían estar en el tribunal, y debido a la instrucción que necesitaban recibir y que el juez Neuberg consideraba como una obligación molesta y embarazosa, se demoraban ahora los tres en la oficina del vicepresidente. El juez Neuberg, sin embargo, empezó a explicar las principales líneas del procedimiento y la naturaleza del acta de acusación, con eficiencia y claridad, mientras se esforzaba por dominar el rechazo que le producía siempre en estos casos la presunción de que pudieran enseñarse y argumentar en unos pocos minutos todas las sutilezas jurídicas adquiridas con tanto esfuerzo durante años de lecturas y de profundas reflexiones. Ojalá que esos «colaterales» fueran esta vez de los que aceptaban de inmediato su autoridad sin poner objeciones desde el mudo reconocimiento de su propia ignorancia. Por las punzadas de hambre y el estado general de incomodidad en el que se encontraba, tuvo que esforzarse por poner buena cara y parecer animoso cuando empezó a explicar, como era su costumbre, algunos de los puntos fundamentales, por ejemplo, que cuando el legislador había dicho «hecho» se refería también a incuria. Señaló que el acta de acusación se basaba en las directrices del derecho militar superior como consecuencia de las indagaciones de la policía militar de investigación y que el artículo 290 de la ley de enjuiciamiento militar, cuyo asunto es la elaboración de las actas testimoniales, estaba relacionado con el juicio y que en él se dice -el juez Neuberg, a pesar de que se sabía de memoria el artículo en cuestión, empezó a pasar hojas y más hojas de las que llevaba grapadas en una carpeta de cartón verdoso que había sacado de su cartera, unas hojas cuyos bordes estaban ya manchados y arrugados, y les leyó el escrito de la versión originaclass="underline"
– «El testimonio de una investigación previa deberá ser leída en voz alta en presencia del testigo y firmada por éste y por el juez investigador», «la declaración del acusado que no esté bajo juramento es considerada como alegación».
También les leyó, despacio pero con énfasis, el artículo 291 (A), que trata de la validez de lo expresado por el acusado en la investigación previa, y les explicó que «lo dicho» se refiere a cualquier declaración del acusado o a cualquier otro indicio del que pueda obtenerse información, por ejemplo, un gesto, el movimiento de un párpado, su forma de expresarse, incluyendo, y aquí el juez se puso a buscar un ejemplo y agitó la mano con desdén mientras decía:
– Incluida cualquier gesticulación de la mano del acusado, es decir, que si su lenguaje corporal expresa algo, también debe tenerse en consideración -porque Rafael Neuberg creía de verdad, tal y como les estaba explicando, que en ese juicio podían llegar a plantearse preguntas acerca de la procedencia de los documentos de la investigación previa, y les advirtió sobre el artículo B, en el que se dice-: «La declaración del acusado, como se indica en el artículo menor (A), no deberá ser utilizada como prueba contra otro acusado a no ser que haya sido realizada bajo juramento» -y también añadió que a pesar de que la declaración del acusado en la investigación previa sea válida como prueba en el juicio contra el acusado, basta con su contemplación en el protocolo de la investigación previa si la ha firmado el juez, tal y como corresponde, para conferirle validez. Después les enseñó que toda declaración del acusado que sea testificada por cualquier persona bajo juramento será aceptada como prueba en los tribunales-. Y ésta -continuó ilustrando sus palabras- es la excepción más notable referente al testimonio de lo que se ha oído, porque, como es sabido, cualquier otro testimonio de oídas no es dado por válido.
Los jueces ayudantes lo miraron intentando concentrarse cuando les recordó a toda prisa lo importante que era que escucharan muy atentamente lo que dijeran los testigos y que debían esforzarse por evitar interrumpirlos, a no ser que desearan aclarar algún punto, y asimismo les advirtió de que en un tribunal militar se dependía menos de las reglas referentes a las pruebas de lo que se podía depender en un tribunal ordinario.
– Eso no acabo de entenderlo muy bien -reconoció el teniente coronel Katz-. ¿Qué quiere decir eso exactamente?
El juez Neuberg le explicó entonces que a pesar de que en la ley de ordenamiento militar exista un artículo bien claro que determina que es necesario aportar documentos originales que avalen cualquier asunto, el juez militar tiene permitido aceptar una copia. Y acto seguido les leyó los distintos apartados del acta de acusación, los instruyó brevemente acerca de las diferencias entre homicidio y muerte por omisión, y con cierta solemnidad les nombró el actus reus, la acción criminal, se apresuró a traducir, la acción física propiamente dicha, y les explicó la mens rea, el «state of mind, la responsabilidad», es decir, la disposición, el estado de ánimo con que se ha llevado a cabo la acción cometida.
– ¿Sería posible pedirle que pusiera un ejemplo? -le preguntó el mayor Weizmann.
El juez accedió suspirando, y después explicó que si alguien comete alguna acción mientras duerme, por ejemplo:
– Supongamos que, sin que se dé cuenta, se le cae una pistola cargada y se le escapa un disparo, es decir, que tenemos aquí un actus reus pero en absoluto podemos hablar en este caso de mens rea.
El mayor Weizmann asintió muy convencido.
– Negligencia criminal -dijo el juez Neuberg mirando primero el rostro moreno de Amnon Katz, el teniente coronel, suboficial de la escuadrilla de mantenimiento, y después el tupé dorado del hermoso mayor Moshé Weizmann, oficial en jefe del cuerpo motorizado de una base de la aviación en la zona norte-, la negligencia criminal es provocar la muerte por negligencia y, en realidad, significa homicidio. Por ejemplo -añadió muy deprisa-, si alguien conduce bebido a ciento treinta kilómetros por hora por una zona urbanizada y atropella a alguien que está cruzando por el paso de peatones, se le juzgará como si hubiera estado jugando con material explosivo o con unas granadas.
Los ojos grises del mayor Weizmann lo observaban en medio de una gran concentración, mientras volvía a asentir con la cabeza.
– El factor de la falta de intencionalidad al provocar la muerte de alguien por falta de cuidado, por apresuramiento o por indiferencia pero que no llega a ser negligencia criminal -continuó el juez-, ése es el artículo sobre el que aquí se va a juzgar. Y este artículo -añadió mientras miraba la ventana- nos obliga a pensar en cuestiones como la obligación de no ser descuidados y la cabal comprensión del término desidia. La desidia es un estado de ánimo, y cito literalmente -anunció el juez con voz solemne-: «en el que una persona comete una acción que otra persona razonable y corriente en esas mismas circunstancias no hubiera cometido».
El mayor Weizmann, con su tupé dorado, aquellos ojos grises y sus dos cicatrices -una pequeña debajo del labio inferior y otra larga sobre la ceja derecha-, que conferían a su rostro una pertinaz virilidad hollywoodiense, se quedó mirando al juez Neuberg y le preguntó, no sin ciertas dudas, que qué era, en realidad, una persona razonable.