El juez Rafael Neuberg suspiró y miró el reloj. En ese momento no podía de ninguna manera acometer una tarea de ese tipo. Pensó que podía alegar que su estado de salud no se lo permitía, pero decidió garantizar al mayor Weizmann que al finalizar la reunión le haría llegar material escrito que pudiera dar respuesta a todas esas importantes preguntas. De cualquier modo, le aseguró que hoy no iban a llegar a tratar los asuntos más significativos, pero podía citarle fragmentos de un veredicto del Tribunal Superior de Justicia que versaba sobre ese tema. Sacó, pues, de la cartera una carpeta blanca de cartón, la hojeó y murmuró que su Excelencia el juez Susmann decía ahí algo fundamental con respecto a esa cuestión, y se puso a leer en voz alta:
– «En realidad esa persona nunca habría nacido, sino que vendría a ser como una especie de Golem creado por el tribunal para tomarlo como medida y calcular así el comportamiento que se debe exigir a las personas. Aunque el criterio para medir algo así sea objetivo, no puede decirse que el comportamiento esperado posea unas características concretas, y existen además otros factores, los individuales, que no serían cuantificables. Esto se encuentra, sin embargo, fijado en el artículo treinta y cinco, donde se habla de "una acción que una persona… no llevaría a cabo en las mismas circunstancias, y huelga decir que las circunstancias son de lo más variadas y cambian de un asunto a otro".»
El mayor lo miró con una mezcla de descontento y de asombro, como si hubiera esperado algo más, sonrió discretamente y asintió con la cabeza.
– Es importante recordar -dijo el juez en un tono solemne- el paralelismo entre la pena por daños, es decir, el artículo treinta y cinco, y el resultado de muerte por omisión. Las comprobaciones para establecer las compensaciones por daños -resumió Rafael Neuberg- afectan igualmente a los casos de omisión.
En respuesta a la expresión de no haberlo entendido que inundó el rostro del teniente coronel Katz, el juez suspiró y dijo:
– ¿Les pongo un ejemplo? -y los dos jueces ayudantes asintieron a la vez-. Tomemos, por ejemplo, un caso de responsabilidad por accidente laboral -dijo el juez Neuberg-. Un ingeniero que tiene a su cargo a un grupo de trabajadores que está instalando una línea de alta tensión en el aeropuerto le pide a un obrero que suba hasta el cable de alta tensión, y cuando el obrero sube se electrocuta y muere. Por un lado, el Estado, es decir, la policía, investiga si ha existido algún tipo de negligencia que haya llevado al obrero a la muerte, es decir, si el responsable no comprobó si previamente se habían realizado todas las desconexiones necesarias en el tendido eléctrico. Después surge todavía otra cuestión, considerar si se trata de una negligencia común o de negligencia criminal, porque si fuera criminal -aclaró el juez-, sería acusado de homicidio.
– ¿Y qué relación tiene con los daños? -preguntó el teniente coronel Katz con una expresión de estar muy confundido.
– Ah -continuó el juez-, si el tribunal declara al responsable de las obras culpable de haber provocado la muerte del obrero, la viuda de éste presentará una demanda de indemnización por daños y perjuicios, pero para obligar al ingeniero responsable a hacer efectiva una indemnización hay que demostrar que hubo negligencia, de manera que la sentencia referente a la indemnización servirá entonces como supuesta prueba de las conclusiones efectivas que conlleve, por lo que se transfiere todo a un juicio criminal cuyo asunto es el de negligencia por omisión -los jueces ayudantes parecían perplejos y exhaustos, de manera que el juez Neuberg, que ahora empezaba a dudar de que hubiera sido buena idea el ejemplificar lo complicadas que eran las cosas, se levantó y, dirigiéndose hacia la puerta, dijo-: Ha llegado el momento de empezar.
Entraron por un despacho lateral. Primero iba el teniente coronel Katz, hombre de baja estatura y muy moreno, cuyas pobladas cejas protegían unos ojos de una claridad y pureza extremas, y que llevaba su planísimo vientre bien ceñido con el cinturón del uniforme militar pulcramente planchado. Fue el primero en entrar y se sentó en el extremo más próximo a la pared, casi en un rincón debajo de la bandera del Estado. Tras él iba el juez Neuberg, que intentando borrar el eco de su andar pesado y torpe se sentó justo debajo del símbolo del Estado y empezó a buscar bajo la mesa algo donde apoyar los pies. El último en tomar asiento, junto a la puerta y muy cerca de la pantalla del ordenador, fue el mayor Weizmann, a quien el juez Neuberg había puesto para sus adentros el apodo de «el guapo».
Rafael Neuberg miró a la mecanógrafa. Desde su asiento elevado detrás de la mesa vio su pelo claro recogido en una trenza hecha con descuido, sus dedos esperando sobre el teclado, y supo que también ella contribuiría a retrasar notablemente el ritmo de las sesiones; y es que él siempre sabía, gracias a unas señales que sólo él apreciaba, el aspecto de la persona y la forma de los dedos, profetizar si la mecanógrafa escribiría deprisa o despacio y si habría necesidad de corregirle las faltas de ortografía del hebreo. Por la expresión tensa que se dibujaba en el rostro de la soldado supo que no se trataba de una persona experimentada, así es que dejó escapar un suspiro de resignación.
«Lo decide el ordenador», le había contestado una vez el presidente del tribunal militar cuando le preguntó qué criterio se seguía para llamar a los jueces de la reserva para unos días determinados y no para otros. Nadie sabía en realidad qué lógica regía el hecho de que unos juicios fueran adjudicados a unos jueces y no a otros, de la misma manera que nadie conocía los principios en los que se basaban para confeccionar las listas de abogados de entre los cuales los soldados podían escoger para contratar sus servicios. Tampoco estaba muy claro cómo se decidía quiénes serían los otros dos miembros del tribunal, simples jueces ocasionales, militares sin preparación jurídica alguna, que por el hecho de sentarse a sendos lados del presidente del tribunal eran denominados jueces adjuntos, pero que tenían el mismo poder de decisión que tendrían si fueran juristas, tanto para dictaminar como para fallar sentencia. También por ellos, se puso a pensar ahora el juez Neuberg mientras respondía a los efusivos saludos de la oficial de la sala y de los soldados que lo esperaban en la secretaría, habría tenido que evitar este juicio. Un caso que en un tribunal civil, o incluso en uno provincial, podía resolverse en diez o veinte sesiones corría aquí el peligro de alargarse durante meses si se topaba uno con un juez adjunto sabihondo con iniciativas propias que exigiera detalladas y complicadas explicaciones acerca de la ley de enjuiciamiento militar.
A la edad de cuarenta y ocho años, cuando podría esperar que empezaran a espaciarle y reducirle los días de servicio como reservista, después de haber llegado a un acuerdo tácito que consistía en un solo día de servicio al mes en juicios breves y sencillos, resultaba que, de repente, se encontraba con que lo habían llamado para ser presidente del tribunal en un caso que podía alargarse durante meses. Sin embargo, bien era verdad que no había podido negarse ante el expreso deseo del presidente del tribunal provincial, quien a su vez se había visto obligado a pedírselo por las presiones de un tercero que había mostrado su expreso deseo de que él se ocupara del caso, tal y como se lo formuló con toda delicadeza a Rafael Neuberg, petición que procedía de muy altas instancias militares, de manera que se había visto obligado a redistribuir los expedientes que debían ser tratados durante los meses siguientes por él entre sus ilustrados colegas y ejercer él mismo de presidente en un juicio que el presidente del tribunal provincial había definido con contención como «un juicio significativo por los asuntos fundamentales que puede llegar a poner sobre el tapete». No es que el presidente del tribunal provincial pronunciara grandes palabras de elogio sobre el juez Rafael Neuberg ni sobre su especial talento, pero sí insinuó, después de hacer varias muecas de amargura con sus finos y amedrentados labios, que en un juicio como ése iba a ser muy importante alcanzar un alto nivel de profesionalidad y que, sobre todo la presencia del juez Neuberg elevaría el concepto que el público tenía sobre la justicia en el ejército israelí. El juez Neuberg sabía también que desde que había sentado precedente al fallar una sentencia según la cual el apelante, acusado de haber cometido un delito por omisión según el artículo 340 del código penal, fue condenado a cinco meses de cárcel y a nueve de prisión condicional a lo largo de tres años, se había ganado la aprobación unánime del Tribunal Superior de Justicia por lo que eran muchos los que lo consideraban una verdadera autoridad en el tema. El presidente recordó ahora también el especial tratamiento del que este juicio en concreto debía ser objeto y que tenía que ver con la situación legal de la familia de la víctima. El ejército, por su parte, había razonado su petición alegando que conocía muy bien la actuación del juez Rafael Neuberg sobre el terreno, en otras palabras: el pasado militar y la experiencia de mando del teniente coronel (en la reserva) Neuberg -así se decía- resultan de gran relevancia y podrán ser de gran utilidad en este juicio que todos esperamos finalice a la mayor brevedad posible.