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Así fue como, a pesar de que Rafael Neuberg tenía el presentimiento claro de que tendría problemas, y a pesar de que sabía que el juicio iba a durar hasta sus vacaciones anuales -que hacía ya seis meses que pensaba dedicarlas a terminar por fin su libro sobre la cuestión de la responsabilidad implicada en las causas de muerte de facto o por omisión, un libro en el que llevaba trabajando cuatro años-, a pesar de todo ello, no pudo rechazar la petición que le había hecho el presidente del tribunal provincial, aunque éste le había repetido varias veces que sólo debía aceptarlo por convencimiento y no por obligación, pero ambos sabían muy bien que el cargo de vicepresidente iba a quedar vacante en el plazo de un año.

Hacía veintitrés años, una vez finalizados sus estudios universitarios de segundo ciclo, cuando Rafael Neuberg se había encontrado ante la encrucijada de qué rumbo tomar, había comprendido que la enseñanza del derecho a estudiantes cuya única meta era tener éxito como brillantes abogados en el ámbito privado y que sólo veían sus estudios como un medio que les reportaría pingües beneficios, le producía un fuerte rechazo y no le iba a satisfacer en absoluto si se trataba de su única ocupación en la vida. Escogió, sin embargo, quedarse como profesor en la facultad de derecho, sobre todo por la posibilidad que le ofrecía la enseñanza de poder llevar a cabo una labor investigadora que le permitiría una reflexión abstracta sobre la justicia. A causa de la atracción que sentía por los aspectos teóricos de la ley, había renunciado asimismo a dejarse llevar por las tentativas de prestigiosos abogados de engatusarlo y atraerlo como socio en sus propios bufetes, y, sin dudarlo ni un instante, había declinado al mismo tiempo participar de las grandes ganancias económicas de las que hubiera podido disfrutar al convertirse en un colaborador imprescindible, como le prometían. Todo ello lo rechazó sin la más mínima duda, porque la idea de verse ocupado día tras día como abogado en asuntos de bienes inmuebles, contratos o recaudación de fondos realmente lo deprimía.

El verdadero deseo de Rafael Neuberg era el de dedicarse al derecho en su sentido más profundo y fundamental. Ya en sus días de estudiante había aprehendido el significado del término «fundamental» en relación con el término «derecho», entendido no como algo que tenía que ver con «justicia», en el sentido que esta palabra tiene para una persona profana en la materia, sino como un método que a pesar de que a los ojos de los que lo observen desde fuera pueda resultar en su esencia y lógica un método retorcido, quisquilloso y tortuoso por sus muchas premisas, a él se le antojaba como un sistema magnífico y puro por su carácter científico y lógico, libre de toda sensiblería. Que el mundo sigue su curso y que la justicia se revela en él sólo unos momentos, como una especie de estrella fugaz que brilla durante un instante para enseguida desaparecer, eso lo comprendió ya al inicio de sus estudios y, gradualmente, esa certeza fue engendrando en él la profunda convicción -como se acepta una sentencia- de que no solamente sucede que el mundo al completo no es como tendría que ser, sino que la esencia de su fealdad puede llegar a manifestarse precisamente en un tribunal. Una vez que hubo aceptado estos principios, ya no volvió a analizar la relación concreta que podía guardar cada descubrimiento con respecto a esa fealdad o desperfecto de la realidad, sino que se limitó a alejarse de ello y, para facilitarse la labor, erigió un muro separador entre él y la realidad, que construyó con el estudio de la ley, con su cabal comprensión y con su esforzada capacidad para desentenderse de todo lo que pudiera distraerlo de ello. Tanto que para defenderse de forma más eficaz de cualquier rastro que quedara en su conciencia de los defectos del mundo, de la idea de que todo tiene una existencia parcial y pasajera, quiso protegerse también con su propio cuerpo, que se hinchaba cada vez más.

La gordura del juez Neuberg, que desde lejos le confería el aspecto sereno de quien vive entregado a los placeres de la mesa, no era más que una expresión de la terrible angustia que padece quien se niega a reconocer sus ansias de perfección y, por el contrario, las reprime hasta que se convierten en una especie de isla interior profundamente hundida, cuyos gemidos acalla ahora la grasa que separa al hombre de su blando interior y a éste del mundo exterior. La irresistible atracción del juez Neuberg por la comida de Oriente Próximo y por los helados italianos no emanaba de un exceso de sensualidad. Aunque bien es verdad que era muy exquisito con la comida, incluso hasta podría decirse que quisquilloso, el persistente abandono en el que mantenía su cuerpo provenía de algo completamente opuesto al deleite. También con él, como con otros muchos idealistas, podía uno confundirse y considerarlo un ser apático e incluso pusilánime al verlo ahí sentado, en su papel de juez, rechazando con impaciencia alegaciones que a unos oídos corrientes les sonarían muy humanas y morales, mientras que él sabía muy bien que no se trataba más que de evidentes tentativas de desviar la atención del verdadero meollo del asunto, que consistía en la resolución del caso basándose en las pruebas y en una clara formulación del veredicto. Por ser fiel a ese principio sabía muy bien que cerraba los ojos a muchos asuntos humanos que en ocasiones eran absolutamente decisivos para las personas que se encontraban ante él, algunas de las cuales -también de eso era consciente- sentían que su mundo se les venía abajo por completo al no ser escuchadas. De manera que para, a pesar de ello, no desviar su atención del núcleo de la cuestión, evitaba pensar cada vez más en esas personas concretas y se mantenía alejado especialmente de la compasión y del deseo de fallar sentencias que satisficieran a los involucrados en el juicio: hacía tiempo que había descubierto que eran incapaces de apreciar la sabiduría que encerraba un determinado veredicto suyo ni de entender la altura intelectual a la que él quería llegar.

– La sala estará llena -le había advertido a la oficial de la sala, mientras todavía se encontraban en la antesala-. Las ventanas no se pueden abrir por el ruido de la calle y el aparato del aire acondicionado está estropeado y tirado ahí fuera. ¿Dónde se ha visto que un aparato que no tiene más de un año se esté pudriendo en una galería? -lo dijo en tono de reproche y, como si bromeara, se golpeó la cintura cuyas carnes se derramaban desvergonzadas por encima de la cinturilla del pantalón, mientras miraba con melancolía las pastas secas preparadas en el plato junto a las tazas de café. Hizo una inclinación de cabeza ante el fiscal togado, que en sus tiempos había sido alumno suyo, y se preguntó a quién más conocía de los que estaban allí.