Los dos acusados -ambos oficiales con el grado de teniente- se encontraban de pie uno al lado del otro delante del estrado. El juez Neuberg les preguntó el nombre, el de sus padres, su número de registro personal, su graduación y su unidad, escuchó las respuestas, miró de reojo la pantalla, le hizo un gesto de asentimiento a la mecanógrafa con la cabeza y después, se puso a leer despacio y con una voz clara y sugestiva -mirando alternativamente en dirección a los acusados y en dirección a la pantalla, para cerciorarse de que la mecanógrafa seguía el ritmo- el acta de acusación por la cual se les acusaba a ambos de homicidio por omisión, de graves daños y de comportamiento inadecuado a su rango.
Primero le dictó a la mecanógrafa las disposiciones que determinaban los delitos y después los detalles de las circunstancias, indispensables, así lo explicó, para establecer la naturaleza de la acusación. Se solazó escuchando su propia voz -mientras, se dio cuenta de que tampoco el mayor Weizmann apartaba los ojos de la pantalla- señalando la fecha y la hora, el nombre de la base del Ejército del Aire y las circunstancias en las que en el curso de un día de la instrucción semestral que se lleva a cabo con los soldados nuevos, el recluta Ofer Avni falleció en la pista de aterrizaje a causa de una red destinada a frenar a los aviones que deben realizar un aterrizaje forzoso. El acusado, el teniente Yitzhak Alcalay, era el comandante que ese día se hallaba en la torre de control. El acta de acusación dice que, una vez finalizada la instrucción teórica, los soldados se dirigieron al extremo de la pista de aterrizaje para observar sobre el terreno cómo funcionaba la red de frenado. El artilugio estaba constituido por dos cables, uno superior y otro inferior, entre los cuales había una red y dos émbolos.
– Émbolos con be -le llamó el juez Neuberg la atención a la mecanógrafa, y después siguió leyendo la descripción del funcionamiento del mecanismo, cuyos émbolos o pistones se elevaban al apretar un botón desde la torre de control, momento en el que se abría una red de una altura de siete metros a lo ancho de la pista. En la base, remarcaba el acta de acusación, existía la tradición de terminar el último día de instrucción con un juego que popularmente se había ganado el nombre de «la ruleta de la red»: uno de los soldados se prestaba voluntario para ser amarrado a uno de los cables de la red, le sujetaban las manos y los pies al cable con unas esposas y la cintura con una cuerda, y después, a la orden del oficial de instrucción, el artilugio era activado desde la torre de control. La red se elevaba y el soldado, ahí atado, era catapultado con ella hacia las alturas-. «El recluta Ofer Avni y la recluta Galia Schlein» -continuó leyendo el juez el acta de acusación- «se agarraron al cable superior de la red de frenado en un punto muy próximo a las barras de elevación y, en contra de lo que había sido costumbre en casos anteriores, no fueron sujetados ni con esposas ni con cuerda alguna. Uno de los acusados, el teniente Noam Lior, ordenó que la red fuera elevada; el otro acusado, el teniente Yitzhak Alcalay, que se encontraba en la torre de control, presionó el botón y, en contados segundos, Avni y Schlein fueron lanzados a una altura de siete metros. Debido a la potencia del impulso los dos se soltaron de la red y fueron a caer sobre la pista. Ofer Avni, que resultó herido en la cabeza, murió en el acto, y Galia Schlein resultó gravemente herida y se encuentra hasta el día de hoy en proceso de recuperación y rehabilitación».
El mayor Weizmann le tocó el brazo al juez Neuberg, inclinó la cabeza hacia la pantalla del ordenador y posó un dedo muy largo sobre una de las líneas escritas.
– Escriba recuperación -ordenó el juez Neuberg a la mecanógrafa-, se ha dejado usted esa palabra -ella se ruborizó, se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y tecleó con presteza.
El juez Neuberg miró a los acusados, que se encontraban de pie frente a él, y al grupo de abogados, que permanecían apretados en un rincón detrás de la pequeña mesa de madera que había a la izquierda del banquillo de los acusados; también dirigió una mirada hacia el flanco situado a la derecha de los acusados, donde se encontraba sentado, con las piernas cruzadas, el fiscal togado, un teniente coronel joven y prematuramente calvo, cuya amplísima frente y fina voz todavía recordaba de cuando le había dado clase en la facultad de derecho. Junto al fiscal revolvía unos papeles una oficial gordezuela con la graduación de capitán. Ahora el juez Neuberg se aclaró la voz y preguntó a los acusados si reconocían su culpabilidad.
El teniente Noam Lior, un muchacho bajo con el pelo negro muy pulcramente cortado, encogió sus anchos hombros, bajó la cabeza y dijo:
– No la reconozco.
El teniente Yitzhak Alcalay, más alto que él, pecoso y de cabello claro, se puso muy firme, tensó el cuerpo, levantó la cabeza, miró con unos enormes ojos castaños directamente a los ojos del juez Neuberg y dijo con una voz muy clara:
– No la reconozco.
– Escriba que los acusados se declaran inocentes -le ordenó el juez Neuberg a la mecanógrafa, mientras seguía con la vista las palabras que iban apareciendo en la pantalla, para finalmente dar un suspiro y echarse hacia atrás contra el respaldo del asiento. El teniente coronel de las fuerzas aéreas, el «colateral» que se había acomodado como había podido en un rincón debajo de la bandera de Israel, se incorporó un poco y cruzó los brazos.
Un pesado y angustioso silencio inundó la sala cuando el fiscal, respondiendo a un gesto de la cabeza del juez Neuberg, se levantó y se quedó allí de pie. Pero antes de que levantara la cabeza de los folios que estaba ojeando y antes de que al juez Neuberg le diera tiempo a darle instrucciones a la mecanógrafa, se levantó la mujer, la que estaba sentada en el segundo banco, entre el chico joven -quien por las facciones y el tipo de pelo supuso que era su hijo-, y el hombre del bigote. Al otro lado de este último, en el extremo del banco más próximo a la puerta, estaba sentado el hombre que la había contenido junto a la secretaría, y que también ahora la miraba con desesperación mientras alargaba el brazo hacia ella. Pero en vano, porque la voz de la mujer resonó fuerte y clara cuando gritó:
– Señoría, éstos no son los acusados que deben ser juzgados aquí, porque no son más que las piezas más pequeñas de todo el engranaje. Algunos de los verdaderos culpables se encuentran en esta misma sala escuchando con la mayor desvergüenza cómo otros van a ser condenados en su lugar -el juez Neuberg, que tenía fama de no perder jamás los estribos en el transcurso de un juicio, le ordenó a la mecanógrafa, que mantuvo las manos en el aire por encima del teclado mientras lo miraba confundida, que se detuviera y no añadiera nada, y a los jueces adjuntos les indicó con toda tranquilidad que hicieran caso omiso de lo que habían oído.
Después, Rafael Neuberg miró directamente a los ojos de la mujer, que lo miraba a él fijamente, pero no se precipitó a reprenderla y ni siquiera le hizo una advertencia. En aquel momento se daba perfecta cuenta de que todos los ojos se habían movido expectantes de ella hacia él, y comprendió que lo que ahora hiciera determinaría el resto de su actuación. Sentía verdadera aversión hacia los altercados que se producían en su juzgado, pero tampoco podía ver en esta mujer a una alborotadora corriente, además de que tenía muy claro que por el buen transcurrir del juicio no debía tratarla como tal. Había algo en su manera de permanecer ahí plantada, con aquellos ojos rasgados que irradiaban desesperación y los brazos extendidos hacia delante, que le impidió durante un buen rato decirle absolutamente nada. Apartó, pues, la mirada, la dirigió hacia la pantalla y en un tono muy tranquilo, como quien habla con un enfermo terminal, le pidió que se sentara y le hizo saber que el tribunal no tendría en cuenta lo que había dicho. Pero ella no se volvió a sentar.