– ¿Por qué no se encuentran en la sala, junto con los acusados, el comandante de la escuadrilla y el comandante de la base? -exigió. El juez Neuberg miró el reloj de reojo. Tendrían que permanecer ahí por lo menos una hora más antes de que pudiera poner fin a la sesión. El mayor, el guapetón, seguía concentrado en la pantalla del ordenador cuando, de repente, emanó de él una fuerte y agria bocanada de loción para después del afeitado, con una potencia y una presencia demasiado obvias, y el añadir semejante nota de excitación en el aire que lo rodeaba irritó al juez porque ponía de manifiesto la indudable hombría del joven. Vio también que el brazo del chico que estaba sentado junto a la mujer se elevaba y tiraba de ella hacia el banco, pero la mujer lo apartó y continuó de pie sin apartar la vista del estrado, mientras que el hombre que se encontraba sentado en el extremo del banco la miraba muy fijamente y se enjugaba la frente, hasta que finalmente bajó la vista hacia el suelo. El juez esperó un momento y después volvió a pedir muy educadamente que se sentara y les permitiera continuar avanzando en el juicio. Ella clavó en el fiscal una larga y amenazadora mirada y se sentó.
Al juez Neuberg le parecía que la última hora se hacía interminable y que, definitivamente, cada segundo ponía a prueba su moderación y su contención. De nuevo, además, se dio cuenta de que el peso de los jueces adjuntos, con sus ideas y preferencias, lo obligaba a discutir sobre asuntos cuya normativa era obvia como si en realidad se tratara de cuestiones dignas de someter a análisis. En ese momento inició el fiscal el discurso de requerimiento, que había decidido comenzar con la lectura del informe de la comisión investigadora:
– A pesar de que las conclusiones del informe no son prueba concluyente -dijo-, a la luz de lo mucho publicado en la prensa sobre la investigación, me siento obligado a considerar esas conclusiones -levantó la vista de los papeles y la posó en el estrado del tribunal mientras soltaba en tono de justificación-: Es evidente que no las voy a tener en cuenta como pruebas -se detuvo un momento y carraspeó-, sino que voy a considerarlas dentro del contexto en el que estamos hablando.
Al instante, el abogado de Noam Lior se apresuró a levantarse para expresar su oposición a que se trajeran a colación las conclusiones de la investigación de la policía militar y las de la comisión investigadora como si fueran equiparables. En ese momento se inició la lucha entre el fiscal, que sostenía que todas las declaraciones de los testigos habían sido hechas bajo juramento y con la finalidad de que pudieran contribuir a esclarecer los hechos, como indica la ley «en este específico caso», recalcó, y el letrado que defendía al teniente Alcalay, que opinaba por su parte que los resultados de la comisión investigadora constituían material de segunda mano:
– Incluso cualquier alumno sabe que no debe nombrarlos durante el juicio, así es que protesto por el modo tan cínico en que el fiscal intenta aprovecharse de un material que no es admisible presentar aquí.
Después, añadió con voz enardecida que tampoco le había parecido «adecuado» colaborar en la investigación interna que se estaba llevando a cabo en una base en la que el específico componente social obligaba a las personas a borrar su responsabilidad y a cargar las culpas sobre los demás. Por su parte, así lo anunció, pensaba llevar testigos de peso para que hablaran de las presiones sociales y demás coacciones de que habían sido objeto y por las cuales se habían extraído unas conclusiones diferentes a las establecidas en un principio.
– Por eso -resumió el letrado-, no se deben tener en cuenta los resultados del cuerpo de investigación de la policía militar como si se tratara de una declaración legítima, ni siquiera para ser recordada aquí.
En el momento en el que el fiscal se empeñó en pronunciar la palabra «divertimento», que aparecía en el informe -pronunció la palabra rezumando verdadero veneno-, y los testimonios que demostraban que eran falaces las palabras «se prestaban voluntarios», referidas a la voluntad o no de los soldados de subir a la red, para añadir después la capacidad de persuasión, por no decir de coacción, que tenía la palabra «tradición» en aquella base, el abogado del teniente Lior hizo un mohín de desprecio y finalmente dejó volar el ruedo de su toga hacia un lado y se sentó ruidosamente frente al fiscal togado que permanecía de pie con el uniforme claro, tan delgado, alto y pálido.
El juez Neuberg explicó con brevedad a los dos jueces adjuntos, que inclinaron la cabeza hacia él, el desacuerdo que había entre la fiscalía y la defensa, ya que esta última pedía que se eliminara de las actas incluso la mención de las conclusiones de la comisión investigadora.
– ¿Debe decidirse ahora, en este momento? -preguntó en tono de lamento el guapo-. Tengo que pensarlo.
Pero el juez Neuberg le explicó que demorarse en tomar esa decisión retrasaría el juicio entero, a lo que el teniente coronel Katz asintió con la cabeza y dijo:
– Yo estoy a favor.
– ¿A favor de qué? -susurró el guapo.
– A favor de aceptar las conclusiones de las que habla el fiscal -le respondió, y después añadió-: Pero si se trata de una investigación llevada a cabo por el ejército, por unos selectos representantes suyos, ¿cómo no se va a tener en cuenta lo que hayan concluido? ¿Acaso van a haber mentido?
Mientras el guapo seguía dudando, se deshilachaba los mechones rubios y se pasaba el dedo por la cicatriz de debajo del labio, el juez Neuberg les advirtió que normalmente no es de recibo aceptar las conclusiones de una comisión investigadora como prueba, que sólo el tribunal puede llegar a sus propias conclusiones legales y que el mismísimo fiscal sabía muy bien que no se podía aceptar como documento judicial un acta escrita por otros, y que los argumentos del abogado eran los correctos cuando había dicho que las pruebas indicadas en el informe eran de segunda mano, de manera que de lo que aquí se trataba, en realidad, era del derecho a citar en el discurso de requerimiento las conclusiones del informe.
– Tenemos que oír las pruebas por nosotros mismos -les dijo en voz baja a los dos, que todavía tenían el cuerpo inclinado hacia él-. Y está muy claro que somos nosotros los únicos que vamos a poder sacar las conclusiones.
– ¿Entonces qué fin tiene la mera existencia de una comisión investigadora? -exigió saber el teniente coronel Katz-, porque para algo se investigará, ¿verdad?
El juez Neuberg le explicó, con mucha paciencia, que el informe de la comisión investigadora tenía por objeto cubrir las necesidades internas de aprender de los errores, y que a los investigadores de la policía militar sí se les iba a pedir que expusieran el testimonio de lo que habían visto con sus propios ojos, como en cualquier otro juicio, y que eran muy raros los casos en los que se aceptaba una prueba de indicios estimada si no podía llegar a ser prueba fehaciente. El guapo quiso saber qué era una prueba de indicios y el juez Neuberg le aclaró con desgana que se trataba de un testimonio probado por un hallazgo y que no merecía la pena llamar aquí a declarar a los miembros de la comisión investigadora.
– ¿Estamos obligados a decidirlo ahora? ¿Sin tiempo para pensarlo? -volvió a preguntar el mayor Weizmann, echándose hacia atrás su rubio tupé.
El juez Neuberg asintió y le explicó que resultaba imposible seguir adelante con el juicio sin haberse pronunciado en un sentido o en otro sobre esa cuestión.
– Se puede postergar la decisión hasta la próxima sesión y levantar la presente -añadió-, pero son ganas de perder el tiempo -concluyó.
El teniente coronel Katz se pasó la mano por la frente y asintió con la cabeza, mientras el guapo volvía a mirar la pantalla y decía: