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– Lo que usted diga.

En el momento en el que el juez Neuberg se disponía a comunicar la decisión tomada al respecto, la mujer se levantó y le gritó al fiscal, con su voz imponiéndose sobre la del juez:

– Pero ¿qué clase de fiscal es usted? ¿Al servicio de quién está aquí? ¿Por qué no dice nada de las modificaciones que se han hecho con respecto al primer informe? ¿Por qué no habla de las mentiras y de las supresiones del texto?

El juez Neuberg inclinó la cabeza hacia los jueces adjuntos y volvió a decirles con mucha calma:

– Hagan caso omiso de todo lo que no haga referencia exacta al tema en cuestión -y lanzó una mirada furtiva hacia la pantalla para cerciorarse de que la mecanógrafa no había tecleado las palabras de la madre. Después sentenció que las conclusiones de la comisión no serían tenidas en cuenta, ni siquiera como recurso retórico, y autorizó al fiscal a que llamara a declarar al investigador de la policía militar que se había desdicho de los hechos que reflejaba el acta de acusación. A las preguntas de la defensa, que fueron formuladas con gran brevedad, respondió el investigador describiendo que había llegado al lugar cuando los afectados ya se encontraban en la ambulancia y la red había sido recogida, de manera que los testimonios los había recabado de los soldados que estaban allí. Tras estas palabras, el juez Neuberg anunció que se levantaba la sesión por ese día, después se puso de pie, y con una presteza y agilidad que hasta a él mismo le sorprendieron, salió siguiendo al guapo hacia el pequeño despacho.

– No se la puede sacar de la sala -dijo el juez tajante cuando el teniente coronel Katz se quejó de las repetidas interrupciones de la mujer.

– ¿Y por qué no? -insistió el teniente coronel Katz.

– A una madre que ha perdido a su hijo no se le puede pedir que no asista al juicio -dijo el juez y, para su sorpresa, vio que el guapo movía la cabeza asintiendo.

– ¿Así se va a comportar durante todo el proceso? ¿Todos los días y en cada sesión? -dijo el teniente coronel Katz, que parecía no renunciar a su idea inicial-. Con todas esas interrupciones se pierde el hilo de la cuestión. ¡Y qué cosas más terribles dice de la comisión de investigación! No puedo por menos de sentirme ofendido cuando oigo esas palabras, porque yo mismo he sido miembro de distintas comisiones de investigación. ¿Y así va a ser todo el tiempo?

– Lo que vaya a pasar y cómo no lo podemos saber -dijo el juez Neuberg, que sentía una gran debilidad y sabía que iba a aplazar la dieta hasta después de ese juicio.

– Lo que temo -dijo el teniente coronel Katz- es que si esto sigue así ella logre influir en mí… No soy sordo… Es muy complicado, de manera que es posible que ella pueda… -sus palabras sonaron trémulas.

– No sólo es eso -dijo entonces el guapo, que se balanceaba en una silla junto a la puerta-, sino que nos resulta muy difícil estar viéndola, porque hace que nos sintamos culpables, y desde luego eso no resulta nada cómodo, aunque opino que no se le puede pedir que abandone la sala.

– La cuestión de las influencias externas y el término sub judice son asuntos de los que sí es conveniente que hablemos -accedió el juez Neuberg-, porque este juicio también estará presente en todos los medios de comunicación -palpó la carpeta de cartón en la que llevaba unas hojas de la ley de enjuiciamiento militar y prosiguió-: Yo… Nosotros, como jurisconsultos instruidos y experimentados, nos encontramos liberados de esas cosas, es decir, de las influencias de ese tipo. Y no solamente porque la situación en la que se nos exige ignorar cosas que oímos a lo largo del juicio sea una situación frecuente como, por ejemplo, si a medio juicio hay un alegato nuevo entre las partes, hay que borrar de la mente cosas que ya hayamos oído y asimilado, sino también por la experiencia acumulada. En esto hay que ser completamente pragmático, tratar de un modo lógico las cuestiones jurídicas y evitar prestar atención a todo tipo de factores externos. Y si existe alegato o si uno de los acusados se desdice de su declaración de inocencia, incluso entonces será necesario hacer caso omiso hasta de los datos significativos y lógicos que hayan sido presentados en el juicio.

– Pero esa madre, de cualquier modo… Soy un ser humano… -balbució el teniente coronel Katz-, soy incapaz de… ¿No se le podría impedir que…?

– Podemos continuar hablando de esto fuera de aquí. Si quieren ustedes comer algo, conozco un lugar aquí cerca… un lugar excelente -dijo el juez Neuberg, y enseguida se sintió turbado porque se dio cuenta de que el entusiasmo que había imprimido a su voz lo había delatado.

El guapo miró el reloj y asintió, porque a él sí le interesaba continuar con el tema. El teniente coronel Katz también decidió acompañarlos. Y así fue como los tres fueron testigos de la escena que se estaba desarrollando en el vestíbulo: ahí estaba ella, entre tres reporteros militares, y muy cerca, a un lado, se encontraban también el joven y el viejo del bigote, y el otro hombre, el mismo que antes había intentado impedirle a ella que extendiera la pancarta y que ahora estaba apoyado en la pared observándola fijamente -el juez Neuberg sospechaba que se trataba del marido, pero no tenía pruebas que así lo avalaran, de manera que lo seguía considerando como el hombre que había intentado evitar que ella mostrara a los cuatro vientos aquella pancarta-, el mismo que luego bajó el rostro hacia el suelo, cuando la voz de su mujer, potente y clara, volvió a repetir las palabras:

– ¡La partida está vendida! ¡Esto, más que un juicio, es puro prejuicio! -mientras bajaban por las escaleras el juez oyó además, con toda claridad, la palabra «asesinos».

5

Por el espejo retrovisor de la furgoneta, que todavía estaba en el aparcamiento de tierra que había enfrente de la casa verde, Yánkele Avni vio el pálido rostro de su hijo, sentado en la parte de atrás, al lado de Rajela, y de paso también observó discretamente la cara de su suegro, que iba delante, a su lado. Se miró las manos que reposaban sobre el volante, aunque sin verlas, y después volvió la cabeza hacia atrás y miró a su mujer. Rajela permaneció en silencio y dirigió el rostro hacia la ventanilla para seguir con la vista a los jueces, que avanzaban con parsimonia en dirección a la calle principal.

– ¿Quieres que conduzca yo? -preguntó Mishka, mientras se retorcía los extremos de su bigote blanco, como era su costumbre cuando estaba tenso-. Me parece una tontería estar así con el motor en marcha, gastando gasolina.

– No es necesario -dijo Yánkele-, enseguida nos vamos.

Sin embargo permaneció sentado tal y como estaba, con las manos ardiéndole y paralizadas reposando sobre el volante. Puede que realmente fuera mejor que dejara que su suegro o su hijo condujeran. Pero en ese momento ni siquiera le quedaban fuerzas para levantarse del asiento y pasar a la parte de atrás del vehículo, ya que las piernas le temblaban de pura debilidad. En realidad, tampoco podía hablar, porque si empezaba, sólo Dios sabía dónde iban a terminar sus palabras. Llevaba ya una larga temporada viviendo con la sensación de que si se contenía lograría que todo pasara como si se hubiera tratado de una grave enfermedad. Había estado meses dominándose, con la esperanza de que todo se resolviera por sí mismo, y también porque temía que si hablaba seriamente con ella acabaría por destruir lo poco que todavía quedaba entre ellos. El día anterior, en el cementerio, se había dado cuenta de que cualquier cosa que hiciera no serviría de nada, ni tampoco su prolongada contención, y que la verdad era que lo mismo daba que hablara o que callara. Aunque, a pesar de todo, algo debería poderse hacer. En ese momento, sin saber qué decir, oyó de nuevo que de su interior brotaba aquel «Ya no puedo más», palabras que lo perseguían durante los últimos días, que le zumbaban en el cerebro sin cesar y que ahora se reproducían en su interior una y otra vez.