Rajela no dijo nada.
– Yo tampoco quiero que esto sea así -había elevado la voz y su suegro posó una mano tranquilizadora sobre su brazo. Estas últimas palabras vencieron una presa de contención espesa y fangosa y consiguieron que de repente lo comprendiera todo por sí mismo-. No es solamente que no pueda más -dijo ahora, volviéndose hacia atrás para mirar a su mujer-, es que tampoco quiero poder más. La vida para mí ha terminado, pero aun así quiero vivir, no morir. No está bien comportarse de esa manera, perder el control sobre uno mismo ahí dentro.
– Quién sabe lo que está bien y lo que no -dijo ella desde atrás, con una voz equilibrada y serena, como si no se tratara de la misma mujer que había estado gritando ante el tribunal, como si no llevara el pelo completamente alborotado alrededor del rostro, con todos los rizos de punta mientras el sol le iluminaba los reflejos blancos y grises, qué flacos tenía los brazos y qué hundidas las mejillas, y como si los ojos, que en otro tiempo tanto le habían gustado, no se encontraran ahora inundados de un odio que no había dejado de manar de ellos durante todos aquellos últimos meses-. ¿Quién puede decir ya qué es lo que está bien y qué es lo que no está bien? Hablas en nombre de los demás y ni tú mismo sabes lo que quieres.
– No me estoy refiriendo ahora al «qué dirán».
– Pero si es precisamente a eso a lo que te estás refiriendo, al «qué dirán», porque te avergüenzo públicamente, te hago sentir incómodo, y porque seguro que me tachan de loca.
Yánkele se dio cuenta, sin necesidad de mirar, de que su hijo se sobrecogía, y se preguntó si también él estaría pensando en el pasado, en los distintos momentos a lo largo de los años en los que se había hecho patente esa terquedad de la que era dueña, su incansable búsqueda de la justicia, la manera que tenía de dejarse llevar por la ira; se preguntaba si su hijo estaría recordando ahora de qué forma ella había luchado hacía diez años contra los miembros del moshav que estaban recogiendo firmas para impedir la construcción de un albergue para enfermos mentales en proceso de reinserción, cómo había arremetido contra el matrimonio Barkai cuando éste había explicado, en una de las reuniones convocadas con urgencia, que «si se llega a construir aquí cerca una casa para rehabilitar enfermos mentales, la gente empezará a marcharse y eso hará que baje el valor de las casas y de las tierras», y cómo también entonces se había puesto a gritar, sin ningún tipo de contención, que no sabía a qué venía aquello ya que de cualquier modo estaban nadando en la abundancia hasta el punto de no saber siquiera qué hacer con tanto dinero, y que había otras cosas en la vida más importantes que el valor de las casas y de las tierras, además de que precisamente el que tiene es el que debe dar; y cuando Barkai le contestó bromeando la consabida frase de que el comunismo había que pasarlo como mucho a los veinte, ella había tirado la silla hacia atrás al levantarse furiosa y lo había amenazado con que no lo iba a consentir, y en el camino de vuelta a casa le había advertido que si él no la ayudaba a detenerlos en sus propósitos se marcharía de casa, del moshav, y los dejaría a todos plantados. En aquella ocasión se salió con la suya, lo mismo que hacía tres años, cuando la había tomado contra Eliezer, el secretario del moshav, porque éste había expresado unas palabras de sospecha y de desprecio sobre el vigilante nocturno ruso que acababan de contratar. Verdad era que Eliezer le había estado diciendo algo a Mishka, pero ella, que se encontraba junto al fregadero y oyó la conversación, se dio la vuelta, se secó las manos en el delantal que le protegía el vestido azul de tablas (porque por aquellos días todavía se preocupaba de vestir bien, y los ratos que no estaba en el barracón, entre sus esculturas, caminaba con paso ligero enfundada en vestidos floreados ceñidos con unos anchos cinturones que le marcaban su esbelta cintura), bajó las escaleras hasta el salón, se plantó delante de ellos y dijo: «¿Qué tiene que ver el pelo largo con las chicas, y tener acento extranjero en hebreo con la responsabilidad?». Después pronunció unas cuantas frases incendiarias acerca de los prejuicios y del complejo de superioridad, y es que ella siempre era así, cosa que Yánkele le disculpaba en su interior, lo mismo que le pasaba por alto los arrebatos de mal carácter que se apoderaban de ella durante temporadas enteras, achacándolo todo a su condición de artista. Pero durante los últimos años la situación se había agravado muchísimo en lugar de suavizarse. Y desde la muerte de Ofer todo aquello parecía no dejar de manar de ella hasta convertirse en una especie de frío anillo de piedra. Desde lo de Ofer resultaba imposible permanecer a su lado sin sentir ese soplo helador. Nadav recordaría con toda seguridad momentos como aquéllos -Yánkele sabía que los recordaba, porque esa memoria suya, casi mágica o en cualquier caso no del todo natural, no le permitía mantenerse al margen-, recordaría incluso todos los acontecimientos de los que hubiera sido testigo, ya que, sin saber por qué, casi siempre le había tocado a él ser testigo de esos enfrentamientos. Cuánto sentía Yánkele tenerlo, también ahora, como testigo siempre silencioso, para no ponerse de parte de ninguno de los dos, y quién sabía lo que estaría pensando, su querido Nadavi, y lo que sufriría. También lo sentía por Mishka, e incluso por ella, a pesar de que las cosas que había gritado durante la vista seguían resonándole en los oídos una y otra vez, porque continuaba teniendo frente a sus ojos el obstinado rostro de ella mientras gritaba: «Éstos no son los acusados que deben ser juzgados aquí», y él sabía con toda certeza que, a pesar de los gritos, ella mantenía la mente completamente clara, que lo tenía todo muy bien medido, que actuaba siguiendo un calculado plan y no por un impulso repentino. De cualquier modo, aunque su locura fuera sistemática, no dejaba de ser locura, una enajenación llena de sufrimiento que iba sembrando a su alrededor una gran destrucción, nada más que destrucción.
– Me creas o no -le dijo con voz muy suave-, porque eso ya da lo mismo, qué me puede importar que se me crea o no, no se trata de que tu comportamiento resulte incómodo, sino de otra cosa completamente diferente.
– ¿Qué? ¿Qué otra cosa? ¿De qué otra cosa se puede tratar entonces?
– Pues… Es que yo no siento lo mismo que tú, todo eso que te hace decirles lo que les dices. Lo que yo siento es algo diferente.
Lo podía haber llamado pena o tristeza, pero al mirarla se dio cuenta de que no podía pronunciar en su presencia aquellas palabras: pena, tristeza, duelo, pérdida. Ésas eran palabras que el rostro de duras facciones de ella y la amenazante postura de su cuerpo arrojarían con fuerza contra quien las pronunciara, como si quisiera darles a entender: «No me digáis nada, que ya lo sé todo». Y eso fue lo que impidió que ahora Yánkele las pronunciara. Y no solamente ahora, sino durante todo el tiempo que había pasado desde que llegaron a comunicarles la noticia. ¡Cuánto se había alejado de ella! ¿Cómo era posible apartarse tanto de una mujer a la que había tomado cuando no era más que una muchacha, con la que había traído al mundo cuatro hijos y con la que había perdido uno para siempre? ¿Cómo era posible dejarla sola? ¿Y cómo era posible que ella lo dejara solo a él? Sin darse cuenta, ella lo arrastraba a todo eso sin dejarle elección posible. La actitud de ella era lo que impedía que él pudiera vivir su dolor. No le podía decir a su mujer que lo que él deseaba era poder sobrellevar su dolor a solas. Porque le habían quitado a su niño, al hijo de su vejez, al bebé que había llevado a hombros por la huerta y al que miraba con ojos soñadores, hasta el punto de que había que hacerlo volver en sí gritándole: «Eres como un niño, Elifelet». En ese mismo momento, ahora, detrás del volante, irrumpía en él golpeándolo el vivísimo recuerdo de dos manitas manchadas de barro sujetando una tortuga grande y vieja a la que silbaba suavemente, le cantaba canciones y le hablaba con la idea de poderla persuadir para que sacara la cabeza de la concha; y dos brazos delgaditos cargando con un cachorro de perro, y en otra ocasión, sin miedo a las púas, mordiéndose el labio inferior, también un erizo; y sus imaginativos juegos -ser un bandolero en medio de la plantación de pomelos o sujetar el mango rajado de la azada como si fuera la espada de un caballero-, a los que arrastraba a todos los niños con la inocencia más pura iluminándoles el rostro mientras lo seguían y cumplían todas las órdenes que él con tanto entusiasmo les daba en medio del juego, y que se creían a pies juntillas porque él se creía esos mundos que su imaginación sin límites creaba; y las casas, palacios y fortalezas que construía con hileras de sillas, y los innumerables cojines con los que hacía la torre de vigilancia y la colcha que decidía convertir en tejado. Recordaba su cuerpo largo y esbelto, y su fino rostro; hacía muy poco que había empezado a afeitarse. Yánkele se estaba asfixiando en su asiento, frente al volante de la furgoneta que no lograba mover; ahora le colgaban las manos sin propósito alguno porque veía, mirando fijamente hacia delante, al niño que tenía al lado, frente al espejo del cuarto de baño, con una amplia sonrisa, imitando todos los gestos de su afeitado, de eso hacía sólo unos meses, y hasta podía oír la voz de Ofer, que una mañana había notado más ronca, diciéndole desafiante: «Compruébalo, pasa la mano y mira qué lisa me ha quedado la cara». Era incapaz de mirar la estatua del muchacho que ella había colocado en lugar de la lápida, porque le parecía una especie de Ofer paralizado y eternamente joven, como volando al viento. Así era exactamente como había que haberlo hecho, alto, esbelto y delicado. Y esa palabra que habían dicho hacía un rato en el juicio, al leer el acta de acusación, «fue proyectado». Pensar en él así, golpeado contra el duro suelo de la pista. Estrellándose. Había visto una expresión de asombro en la parte inferior de su rostro muerto. Yánkele se secó los ojos húmedos con el dorso de la mano. Aunque tuviera que pudrirse él solo con su dolor, no estaba dispuesto a seguirla por el camino que había tomado.