La mujer que caminaba por la carretera era la primera persona en mucho tiempo que había despertado su interés, después de haber estado pensando que en su interior se había secado y apagado ya hasta el deseo de sentir curiosidad, porque sabía que el interés que uno muestra por el prójimo puede hacernos vulnerables. Le resultaba cómodo defenderse de ese modo y se sentía a gusto así, a pesar de que sabía que ese ostracismo personal, con todas las renuncias, contenía algo de sabor a muerte. Desde el comienzo del otoño, la presencia de la mujer se convirtió, dos veces cada noche, una al ir y otra al volver, en el suceso más excepcional y enigmático, a la vez que el único fijo en el transcurrir de sus noches. Pero como nunca había hablado con ella y durante mucho tiempo no supo quién era, y ni siquiera sabía hacia dónde se dirigía exactamente -aunque, cuando en más de una ocasión la había seguido con la vista y la veía alejarse por el recodo del camino, creyó que se dirigía hacia los campos de trigo, al otro lado de los cuales se encontraban las plantaciones de cítricos que estaban cerca del cementerio-, no podía considerar su aparición como algo seguro o incuestionable. Aunque precisamente la falta de certeza y la falta de dominio sobre la situación era lo que despertaba en él una esperanza tensa y un sentimiento que le aceleraba los latidos del corazón. Hasta que supo de quién se trataba lo tuvo no poco intrigado la pregunta de adónde se dirigiría y por qué siempre después de las doce de la noche, como si esperara a que todos se hubieran dormido, y cómo era posible que nunca volviera la mirada hacia la garita, hacia la puerta que siempre se encontraba abierta.
Hacía ya unas semanas que se había atrevido a seguirla cuando desaparecía tras el recodo de la carretera, y había llegado tras ella hasta los naranjales, con los ojos siempre clavados en aquella silueta. Pero entonces lo había asustado el pensar que ella pudiera darse la vuelta y descubrirlo, y también lo había asustado su propia actitud, el hecho de espiarla, así es que había regresado rápidamente a la garita de vigilancia sin haber averiguado nada sobre ella ni el propósito de su paseo nocturno. Le había visto la cara unos pocos días antes, cuando había ido a cobrar el sueldo que le entregaba el secretario del consejo de la federación. Entonces había aparecido de repente con la cara descubierta y la cabeza alta. Él se encontraba junto al gran ventanal de la planta baja del edificio de la secretaría y la reconoció desde lejos por el abrigo de capucha, por la silueta alta y esbelta y por el paso largo. Y como quien observa con curiosidad una imagen prohibida, casi se sobresaltó al ver, mientras ella se acercaba, la melena de rizos espesos y oscuros, sembrados de unos hilos canosos, esparcida al viento, y al distinguir un rostro delgado y abatido con unos pómulos afilados y dos ranuras, dos líneas claras y estrechas por ojos.
– ¿Quién es esa mujer? -se atrevió a preguntar al secretario, quien dejó por un instante de hacer sus cálculos y siguió la mirada del vigilante nocturno.
– ¿La conoces? -le preguntó asombrado, y después se rascó la cabeza y suspiró-: Es nuestra querida Rajela, Rajela Avni -y volviendo a mirar hacia la ventana añadió-: La hija de Mishka, ¿te acuerdas de Mishka? El hombre que te recibió el primer día, ¿lo recuerdas? El que te llevó a dar una vuelta por el moshav y te explicó en qué consistiría tu trabajo.
– El de la pistola -dijo Boris Tabashnik-, el hombre de la pistola y el enorme bigote a lo Stalin. A veces va a verme y habla un rato conmigo en ruso. Su nieto ha muerto en el ejército, me lo contó al principio del invierno.
– Sí -dijo el secretario-, era hijo de ella, el pequeño, una desgracia, una terrible desgracia; Mishka es uno de los miembros más veteranos del moshav, de los primeros en llegar aquí, y ella es la mujer de Yánkele, el que te hizo los trabajos de electricidad.
Después añadió que se trataba de una importante escultora, y mientras trazaba en el aire las líneas de un cuerpo imaginario, dirigía hacia Boris una mirada interrogativa, como si quisiera comprobar si lo había entendido. Boris asintió.
– No muy lejos de aquí, junto a los melocotoneros, tiene una pequeña casa en la que trabaja, un estudio. Acude allí todos los días, y también tiene alumnos a los que da clase -y como si hablara consigo mismo, añadió-: Antes de que ocurriera la desgracia a veces saludaba. Pero desde entonces no saluda. Tampoco deja que arranquen los melocotoneros. ¿Has visto lo viejos que son? -Boris miró las ramas secas, con flores de un delicioso color rosa, que se retorcían sobre unos troncos que parecían carbonizados-. Están completamente negros, muertos, no van a dar ni un solo fruto que merezca la pena. Estas flores son pura mentira. De ellas no van a salir más que unos minúsculos frutos incomestibles. Habría que arrancarlos y dejar que la tierra repose, ya se lo he dicho, y además ella lo sabe perfectamente. Pero no quiere. Esta huerta la plantaron en el tercer cumpleaños del hijo, juntos, con el niño. Donde ha habido melocotoneros viejos, ya no se pueden volver a cultivar melocotones. La tierra no lo permite, se resiste. Ella sabe muy bien que ahí ya no habrá más melocotones. Por las noches no duerme, va al cementerio.
Boris ya no preguntó más. Tampoco dijo nada acerca de los paseos nocturnos de ella. Pero ahora tenía claro que lo sabían, aunque ella se figuraba que no la veían salir ni entrar. Por eso tenía la impresión de estar robándole su secreto, al ser un testigo fortuito y oculto de cuya existencia ella nada sabía, un espía que la seguía. Si le hablaba de ello a alguien, estaría traicionándola.