Esta vez la leyó con más atención, como si esperara extraer de ella inspiración para ponerse a escribir. Con todas sus fuerzas intentó aplastar en su interior la semilla del dolor que empezaba a brotarle en el corazón, pero a pesar de ello no pudo regresar al fichero de trabajo. Se levantó y volvió a dirigirse a la taquilla de metal, se sirvió una copa de coñac, se asomó a la ventana para ver que empezaba a clarear ligeramente, tomó un buen trago, y entonces nació en él una convicción aterradora -quizá era la primera vez que se la formulaba con palabras- y es que, para que su resolución llegara a resultar realmente significativa, tenía que tratar en ella los asuntos sobre los que había escrito Rajel Avni. Las citas que acababa de preparar le parecieron ahora completamente ajenas a la larga lista de otras cuestiones de peso que él mismo se había propuesto ignorar hasta ahora. Veía ante sus ojos el rostro de Rajel Avni y los de sus compañeras, las madres que habían perdido a sus hijos, y también el torturado rostro del padre del acusado Noam Lior, y quizá por primera vez en su vida profesional se permitió a sí mismo meditar largamente qué es lo que sentía por los culpables y quién era realmente el responsable de que aquella desgracia hubiera podido ocurrir. Se encontró a sí mismo analizando en profundidad el problema principal, que ahora creía haber detectado en cierta negligencia en la elaboración del acta de acusación. Estuvo pensando en la manera más adecuada de formular la cuestión de la responsabilidad de los altos mandos, mientras en su cabeza resonaban las protestas del teniente coronel Katz sobre la moda del momento, que consistía en no responsabilizar de sus actos a los oficiales de menor graduación. Con la mayor franqueza y una humildad que nunca antes había conocido en él, se preguntó si realmente no tendría razón Rajel Avni cuando decía que el teniente coronel Katz lo único que pretendía era salvar el honor de los altos mandos.
Volvió a atraer hacia sí el mazo de fichas, se puso delante una de ellas y ojeó una cita de una sentencia de Jason Lawrens y las observaciones que él había garabateado junto a la cita, en las que explicaba que, a pesar de que no se podía sacar de esta cita ninguna enseñanza definitiva ni excesivamente valiosa, sí se desprendía de ella que todo juego peligroso conlleva la obligación de que los participantes tomen las medidas de seguridad necesarias los unos para con los otros, puesto que no todo comportamiento que encierra una situación de peligro se convierte al instante en un comportamiento culpable. Sólo un comportamiento que conlleve un riesgo más allá de lo razonable se encontrará dentro de esa categoría «con la condición de que hubiera estado en manos del actuante haber seguido otro camino distinto al que tomó»; con la sensación de un inmenso vacío leía ahora las frases que con tanta atención y tanto amor había copiado de la sentencia del caso de Jason Lawrens: «El tribunal tiene la obligación de advertir de la existencia de juegos que ponen en peligro la vida humana, como es el caso de la "ruleta rusa", y de censurar ese fenómeno. Sería impensable que un tribunal contribuyera -con su silencio- a perpetuar la existencia de un juego tan mortal. El tribunal tiene que expresar una postura inequívoca de oposición a ese juego ya que los ojos de la sociedad están puestos en sus decisiones». También en él, como representante del tribunal, estaban puestos en este momento todos los ojos, pensó con temor, ahora que el eco de la voz de Rajel Avni volvía a resonar en sus oídos. Y al oír el carraspeo del testigo teniente coronel Malka, como si aquel hombre se encontrara en persona allí mismo, intentó envolverse de nuevo con todo el material que tenía delante y leyó una observación que había anotado en una ficha marcada con un círculo azul -que significaba que la cita requería ser meditada de nuevo por si no era adecuado utilizarla- sobre las reflexiones de un juzgado de primera instancia en las que aportaba algunos ejemplos de veredictos de otros países en los que los tribunales se habían abstenido de condenar a los acusados de resultado de muerte en casos similares al que él trataba. Después dejó la ficha en un rincón de la mesa, en el montón de las que eran dudosas.
Con todo lo que le había dicho a la señora Avni acerca de la ausencia de relación entre el juicio y la justicia, la verdad es que sería deseable y necesario que hubiera cierta correspondencia entre ambas cosas. Porque era inadmisible que sólo tuviera ante sí la ley y nada más que eso. Aunque la señora Avni no tenía razón del todo desde el punto de vista humano -porque no cabía duda de que también los mandos de baja graduación tenían su parte de responsabilidad con sus subordinados-, cierto era que los modelos de conducta y las normas morales había que fijarlas a partir del ejemplo personal que daban los altos mandos. De nuevo empezaban a bullir en él los pensamientos que había logrado acallar en el juzgado, que se materializaban en la pregunta «¿En qué nos hemos convertido?», y que ahora amenazaban con no abandonarlo jamás. Se tomó el coñac que le quedaba en el vaso, suspiró, se obligó a reaccionar y se recordó a sí mismo el lugar que ocupaba en el mundo. El impulso del comienzo interrumpido, el placer que había conocido al escribir las resoluciones, todas esas cosas, ahora lo reconocía, no eran más que ritos vacíos a los que había que renunciar. Desde una profunda humildad, como quien está obligado -porque para él no hay elección-, iba ahora a cumplir con lo que tenía encomendado. Y no disponía de más idioma para lucirse que el lenguaje seco de la esfera judicial, el mismo que hasta hacía pocas horas todavía creía que encerraba cierta belleza.
Ya brillaba plenamente la luz del día cuando el juez Neuberg introdujo los veinte folios, escritos con tinta negra y una letra redonda y clara, en su vieja cartera de piel marrón. Sabía que, aunque no hubiera aportado innovaciones esenciales, había terminado de escribir la parte más difícil de su resolución, la parte fundamental, la judicial, la que trataba las cuestiones de la relación de la ley con temas como la previsión, la precaución, la responsabilidad, la seguridad, la comparecencia y, sobre todo, el tema más complicado de todos: el de la compensación; porque en los delitos con consecuencias hay que mostrar la relación causal entre el incumplimiento de una obligación y los daños, y en este caso los daños tuvieron una consecuencia mortal. El ruido del motor del camión de la basura se impuso ahora al canto de los pájaros y el espíritu del juez Neuberg no hallaba reposo: a pesar de que esa noche ya había demostrado que existía una relación de hecho entre la negligencia determinada más arriba y las consecuencias, durante la noche siguiente tendría que reunir todas sus fuerzas para redactar observaciones fundamentales acerca de las normas de seguridad en el Tsahal y, sobre todo, en lo referente a la decisión de no llevar a juicio al comandante de escuadrilla y al comandante de la base, porque de eso iba a resultar imposible seguir escapando.
12
Una bandada de pájaros pasó muy cerca del gran ventanal del juzgado. Las palabras del juez Neuberg, que leía la resolución, se mezclaron con un suave soplo de aroma de algas y peces, un olor gris verdoso que la acompañó al abandonar la sala del juzgado. A pesar de que había oído las palabras del juez y captado la recriminación hacia los «conformadores de las normas», en palabras suyas, a pesar de que había oído nombrar explícitamente los fallos que se habían dado en el comportamiento del comandante de la base, que debía haber sabido dar ejemplo, y a pesar, de nuevo, de que no se había perdido las palabras del juez, en un hebreo muy ceremonioso, acerca de los temores que sentía por el futuro de todo el ejército de Israel y por las desgracias que podrían seguir sucediendo si «no se llevaba a cabo un ejercicio de autocrítica», a pesar de todo eso, no halló consuelo alguno en todas esas palabras. Aunque hubieran llevado a juicio al comandante de la base, existen grandes dudas de que hubiera podido desandar el camino que a sí misma se había impuesto, de que hubiera sido capaz de reconciliarse con la vida y vivirla con una fe renovada y enmendada en medio del tipo de orden establecido en el mundo. Y es que a partir de un momento dado de la vida de una persona, ésta se comporta como cuando una bala es disparada con una pistola, que ya no puede volver sobre sus pasos.