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Tuvo que abrirse camino entre las mujeres que se encontraban sentadas en su fila. Éstas alzaron hacia ella una mirada interrogativa y ella torció los labios en una sonrisa de disculpa cuando pasaba por delante de Rut Kahane y Julia Efrati. Cuando se coló por el mínimo espacio que quedaba entre ellas y el banco que tenían delante, se dio un golpe en las rodillas con el tablón, y la sensación de dolor pareció llegarle de un lugar muy lejano. En la galería abierta el olor de antes se hizo más potente y, durante un momento, se detuvo y se apoyó en la columna de piedra, admirada de cómo el mar se colaba por todas partes, cruzaba calles y restaurantes, verdulerías, tiendas, coches y casas y llegaba hasta ese lugar, preñado de designios, trayendo consigo la vaga pero tentadora promesa de que la vida seguía existiendo, o que él, en todo caso, sí seguía ahí. Se diría que la estaba llamando, que no es indiferente a su existencia, porque le traía hasta allí, hasta su persona, hasta sus mismísimos orificios nasales, la salinidad de las algas, los peces y las olas.

En el interior de su cabeza se mueve ahora una luz cegadora y resplandeciente envuelta en unas suaves ondas de calina de color gris rosado, telones y más telones que no pueden con esa luz deslumbrante. Nadie más que ella sabe de su existencia. Anda deprisa, como cualquier otra persona corriente, con la espalda recta, y nadie se compadecería a su paso, sino que la saludarían con respeto, como la chica que se encuentra detrás del mostrador a la salida de la casa verde, que, sonriéndole, le tiende su carnet de identidad a cambio del resguardo rosa que sus manos muertas, insensibles, palpan hasta encontrar, sin palabras, en el bolsillo interior del bolso. El yo muerto que lleva dentro es quien le guía los pasos, a la vez que sonríe al ver el carnet de identidad que se guarda en el bolso en el bolsillo del pantalón, como si fuera una persona viva destinada a vivir. El policía de regimiento la saluda con la cabeza y al mirarlo, mientras sigue andando, la pierna tropieza con un gancho de hierro afilado y oxidado que sobresale junto al portón. A través de su vestido fino nota el arañazo, y al palparlo y mirarse la pantorrilla, descubre una brecha profunda y ancha. Pero la sensación de dolor ya no existe. Toda la carne está muerta, aunque las piernas la conducen con la obediencia de unas piernas inteligentes hasta el aparcamiento, y hasta el coche, y con unos gestos sosegados, sujetándola con las dos manos, introduce la llave en la cerradura; con esas manos que también saben verter con sumo cuidado gasolina por los rincones del pasillo y hacer una pila a sus pies con las carpetas marrones. Es la que ha muerto en su interior la que mueve los músculos de la cara hasta ponerle una sonrisa de indulgencia, disculpándose a sí misma, a esos ojos que han confundido los manojos de llaves, a esas manos torpes que intentan abrir con la llave que no es, que se empeñan en abrir la puerta del coche con la llave de casa y luego con la de su estudio.

Ahí está, sentada en el asiento del conductor con las manos apoyadas en el volante. El parabrisas mira hacia el portón de salida del aparcamiento de las visitas. Entre las manchas de polvo que hay en el cristal, distingue la figura del juez Neuberg y las de los otros dos jueces que salen con paso lento, que se detienen antes de llegar al aparcamiento interior, como si estuvieran pensando si darse o no un paseo de mediodía. Han levantado la sesión. Si con el pie apretara bien fuerte el acelerador, hasta el fondo, podría tirarlos al suelo y poner fin a su arrogante modo de estar, tan tiesos. El pie roza el pedal del acelerador y el coche gruñe. Su mano agarra el freno de mano que ha olvidado soltar. No merece la pena. Ellos no tienen la culpa, los comprende, son de los que cumplen con su trabajo fielmente, si hasta habría que compadecerlos.

¿Cómo es posible que pueda estar viviendo todo eso con tanta indiferencia, mientras unas manchas ardientes fluyen de una bola de luz cegadora y se convierten en resplandecientes puñales que se abren camino haciendo estragos, atravesando los suaves telones de un rosa grisáceo? Y el dolor en el pecho, que se hace insoportable. Se pone la mano en el pecho y abre los dedos bien abiertos, pero en vano, la mano no la libera. Porque no es en la carne donde se encuentra el dolor, sino en un lugar que no se puede tocar. Y ella, que creyó que fue entonces cuando todo se partió en dos, cuando quedó destruido, sin existencia siquiera, entonces, cuando estuvo ante los tres que le llevaron la noticia. Pero después revivió el espacio del pecho, el hueco vacío que queda entre los órganos. Detrás de las costillas, detrás de los pulmones, no en el corazón, ni en los hombros, sino dentro, el dolor navega por ella, que todavía respira, ligeras y rítmicas revolotean sus respiraciones, dentro nada se mueve, aunque ella sigue respirando despacio. Y el corazón late. Como debe. Además, quien la mire verá sólo su caparazón, el cabello recogido con una goma amarilla y gruesa que encontró en el cajón de la mesa de Ofer, con su cara delgada y arrugada que se ve reflejada en el espejo retrovisor, la mano firme que acerca el mechero al cigarrillo, y el pie que aprieta con moderación el acelerador cuando el semáforo se pone en verde. Porque nadie ve el fuego y el humo, ni el edificio que se desploma sobre sí mismo entre unas llamas muy rojas, y carbón y fuego en las carpetas marrones cuyas cubiertas se están calcinando mientras se enroscan hacia dentro ardiendo y quemándose, y las pavesas negras que vuelan por el aire y se desintegran hasta desaparecer. Y la brecha que se ha abierto en la pantorrilla, que le está manchando de sangre el vestido, y la mano que la palpa a ciegas, el escozor de la herida que sangra es sólo una certeza que le dicta el entendimiento, pero no algo que sienta. Qué extraña es la carne, sordomuda, ni oye ni habla. Tampoco sabe nada. Igual que un muerto. Sólo por dentro, en el espacio que no tiene nombre ni lugar en el mapa y es como si en él no existiera nada que pudiera doler, sólo duele ahí. Duele como cuando lo pisan a uno con un pie muy grande calzado con una bota negra de trabajo. Pero ella se va deteniendo en los semáforos, pone el intermitente antes de virar y se mete en la carretera de Ayalon y desde ahí va hacia el sur, en dirección a Ashdod, y ahora aumenta la velocidad, adelanta, vuelve a poner el intermitente, le pita a un camión que ha intentado cortarle el paso. Hay algo en ella que la hace sonreír, está sonriendo, lo sabe. Sólo que nada tiene sonido, el mundo entero es sordomudo, mudos son los cláxones de los coches, mudo también el grito del camionero que agita la mano, pero ella sabe que ha gritado, que ha querido llamarle la atención, que la ha increpado. Todos son unos enormes peces mudos. De los coches sale mucho humo, pero las ruedas y los motores están en silencio. Unas manchas rojas se le cruzan ahora sin permiso, silenciosas e imparables, a su aire, por toda la cabeza, manchando de púrpura brillante los suaves telones, tan dulces, rosados y grisáceos. Por su culpa, por culpa de las manchas rojas, aprieta el acelerador con todas sus fuerzas. Tiene la prisa de una enamorada, el aturdimiento la invade. Hasta hay algo de alegría en todo eso, en el baile de las manchas rojas. Porque dentro de poco desaparecerá el dolor que nada tiene que ver con el corazón de carne, ni con las costillas, ni con los pulmones, ni con el diafragma, ni con el resto de los órganos del cuerpo que dibujaba en las clases de dibujo hasta sabérselos a la perfección.

Una luz de mediodía de principios de verano emana también resplandeciente desde la negra carretera. Pero ella prefería cierta penumbra, no una completa oscuridad. No. La luz del atardecer. Una bandada de pájaros vuela en círculo en lo alto. El cielo está claro y azul. Sin una nube. Sólo los pájaros. Vuelan en grupo formando una escuadra encabezada por una flecha, también ellos constituyen una señal que indica que hay que marcharse de aquí. Sangre en la mano y sangre que mana de la pantorrilla y sangre que mancha su vestido. Caravana de coches ante el paso a nivel de la vía del tren.