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– Porque no había otra posibilidad -le respondió sin mirarlo-. No se podía quitar y luego tirarla, porque ahí estaba escrito su nombre, la fecha, y esas cosas no se tiran de cualquier manera. ¿Cómo iba a deshacerme de una piedra que cubría una sepultura? Imposible. Y con ellos no hay manera, lo hemos intentado todo, no son más que unos mentirosos, unos embusteros. Creí que ellos y yo… Creí que conmigo ellos… Creí…

Los dos permanecieron en silencio durante un rato.

– Hay una comisión funeraria en memoria del soldado -dijo ella de repente y con amargura-, que tiene su procedimiento y reglamento propios. La lápida de un soldado tiene que tener sesenta centímetros de largo por cuarenta y uno de ancho. Exactamente. Las medidas y lo que se escribe en el mármol es absolutamente sagrado para ellos. Nombre, graduación, la fecha del calendario hebreo y «caído». Siempre me pareció que eso estaba muy bien, que era estupendo que fuera igual para todos, que así es como debía ser, si hasta… hasta me gustaba… me parecía que esa igualdad era una especie de… como la unión del pueblo… que todos somos iguales… una sola familia… no se me ocurría que pudiera ser de otro modo, pero ahora… esa mentira…

Se quedó callada y los dos prestaron oídos al ruido de un coche que se aproximaba. Enseguida aparecieron las luces de los faros en la ladera de la colina. Ella miró hacia el otro lado del seto.

– Han oído la detonación -dijo, con la voz muy tranquila-. Quizá sea mejor que te vayas para no verte metido en un lío.

Boris siguió callado y permaneció donde estaba, incluso cuando las figuras de tres hombres llegaron al portón. El primero que se acercó, y muy erguido, fue el viejo, el del bigote, Mishka se llamaba, el que había acudido a hablar con Boris durante sus primeras noches de guardia y que hacía unos meses le había hablado de su nieto en un ruso que rechinaba, porque empleaba palabras que él no había oído hacía años. Tras él entró el hombre que le había hecho los trabajos de electricidad y que el secretario había dicho que era el marido de ella, y siguiendo a ambos apareció un chico joven, de unos treinta años, que, al acercarse a la luz, Boris se dio cuenta de lo mucho que se parecía a ella, el mismo rostro largo, aunque sin rastro de abatimiento y sin los hombros encorvados, pero, por lo demás, una copia de ella en joven.

– Tú llévala a casa, que nosotros volveremos a pie dentro de un momento -le susurró el anciano al joven.

2

A pesar de que la entrada era ancha, se quedaron los tres uno detrás del otro. El primero en aparecer había sido el padre, que iluminó la lápida y luego a ella con su enorme linterna, para a continuación volverse hacia atrás y susurrarle algo a su hijo; después deslumbró al vigilante nocturno, que permanecía allí de pie echándose hacia atrás su abundante pelo gris que se le había revuelto. Rajela no había esperado que fuera a quedarse. Creyó que aprovecharía la ocasión para salir huyendo y librarse de toda responsabilidad. Pero ni siquiera parecía asustado, sino que permanecía ahí, clavado al suelo, con una mano por encima de los ojos a modo de visera para protegerse de la luz, mientras ella seguía con la vista a su padre, que avanzaba con precaución hacia donde ellos estaban. Los tres habían aparecido como si estuvieran al acecho, como si se pasaran las noches en estado de alerta y espiándola. La luz de la linterna la deslumbró también a ella, a pesar de lo cual pudo notar el alivio que reflejaba el rostro de su padre por el hecho de haberla encontrado sana y salva, y también por la decisión que éste había tomado de afrontar todo aquello con calma, de dominar la situación y arreglar las cosas. Mishka era muy conocido por saberse manejar en situaciones de emergencia.

Apartó la mano de la pistola que llevaba entre el cinturón y el cuerpo, y se fue acercando a su hija despacio, como si a pesar de llevar la linterna tanteara el camino, como si se preparara para cualquier reacción inesperada de ella, no fuera a ser que le saltara encima o cometiera cualquier otra locura. Cuando dirigió el haz de luz hacia la superficie desnuda y humeante que hasta hacía un momento había sido un arriate florido, Rajela pudo ver que el rostro de su padre había adoptado aquella expresión de gravedad que se reservaba para las situaciones realmente difíciles y que se manifestaba al cerrar los ojos un instante y hacer una mueca con toda la cara: se chupaba las mejillas como si se las estuviera mordiendo por dentro y tragaba saliva rápidamente, de manera que su abultada nuez se movía de arriba abajo. Rajela no podía negar que sentía un irrefrenable deseo -escuchaba con asombro aquel suave latido en su interior- de echársele a los brazos y dejarse llevar finalmente por la explosión de llanto que todos esperaban de ella impacientes. No porque hubiera oído a Zeev Spigel explicarle a su mujer: «Tendría que sacarlo fuera y desahogarse, no es sano guardárselo todo dentro, necesita llorar, no es normal que una persona no llore cuando le sucede una desgracia como ésa», sino porque siempre había sido una mujer que lloraba con facilidad -unas veces de pura emoción, de alegría o al ver algo inesperadamente bello, y otras, de rabia o por sentirse ofendida, por cuestiones importantes o nimias-, y que sabía muy bien que el llanto era una válvula de escape. Pero ahora esa solución le parecía humillante por ser demasiado simple, y además se contradecía con lo que tenía intención de hacer, de modo que se rebelaba en su interior ante la necesidad que sentía de dejarse acariciar la cabeza por su padre, de que la consolara y le asegurara que todo iba a ir bien si se le daba tiempo al tiempo. Eran precisamente los firmes pasos de él y el saber con bastante certeza lo que iba a decir -diría, por ejemplo, que las lápidas vecinas que se habían roto las arreglarían en una semana, le prometería hablar con las familias, se comprometería a arreglar el asunto con la comisión funeraria y con el departamento de los caídos del Ministerio de Defensa, lo arreglaría todo para que les permitieran mantener la escultura donde estaba y no intentaría convencerla esa misma noche de que modificara la inscripción, porque eso empezaría a hacerlo empleando todo tipo de machaconas artimañas transcurridos unos cuantos días- lo que le facilitaba vencer la tentación de volver a ser su niñita: no, no pensaba ceder ni un milímetro ante las posibles buenas palabras que trataran de aplacar el odio que sentía.

Un renovado torrente de furia la inundaba al ver a su marido junto a la tumba, porque aquel cuerpo tenso y los brazos cruzados mostraban de forma clara su reprobación mientras observaba la escultura sin pronunciar ni una sola palabra. Rajela sabía con absoluta precisión lo que él estaba pensando, y lo primero era que no había contado con él, que no le había dicho nada, que no habían acudido juntos a la sepultura para, también juntos, colocar la escultura. Tampoco reconocería ahora que si ella lo hubiera hecho partícipe de sus intenciones, si le hubiera pedido ayuda, él se lo habría impedido de la forma que fuera. Porque le habría dicho, de la misma manera que lo hizo cuando se cumplieron los treinta días de duelo, con esa voz quebrada e inexpresiva que tenía desde que les dieron la noticia, que debía tranquilizarse y no seguir adelante con su propósito. Como se lo había dicho, aunque con otras palabras, cuando ella había salido huyendo del cementerio al ver la lápida que les habían traído. «No tiene ninguna importancia», había intentado conmoverla, «si de cualquier modo él ya no está aquí, Rajela, las personas no somos sólo un cuerpo, también tenemos alma. Siempre has dicho que el cuerpo no es más que una jaula de carne. Alguien como tú no debería aferrarse de ese modo a los símbolos externos y una lápida y una tumba no son más que algo externo, si tú misma lo has dicho un sinfín de veces. Tú misma has dicho también que los Efrati cuidan de la sepultura de Yuval como verdaderos idólatras». «Déjalo estar», le habría dicho si se le hubiera ocurrido contárselo, «ni hablar de volarla, ¿te has vuelto loca o qué? Lo que podemos hacer, si te empeñas, es seguir luchando por la vía convencional». Y si ella le hubiera recordado -aunque él lo sabía muy bien- que el caso de su requerimiento ante el Tribunal Superior de Justicia se vería aplazado sine die, por lo que sus posibilidades eran nulas, tal y como se lo había expuesto el abogado, entonces él le habría dicho: «De todas maneras vamos a seguir esperando hasta que nos concedan el permiso por la vía legal y si eso no es posible, lo dejaremos y acataremos la sentencia, porque lo que no vamos a hacer es quebrantar la ley como unos hooligans cualquiera. El hecho de que ellos sean unos criminales no nos da derecho a nosotros a serlo también; ahí están las leyes y los jueces, así es que al final la verdad saldrá a la luz. No te olvides de que no estamos solos, en el comité funerario en memoria del soldado hay otros padres que han perdido a sus hijos, igual que nosotros, y que también tienen sus deseos, mientras que la inscripción de la lápida no es importante, nada es importante, porque hemos perdido a Ofer y nada nos lo va a devolver». Sintió una punzada de piedad al verlo, con su enorme cuerpo, agacharse, inclinarse hacia delante, soltar los brazos, que hasta entonces había tenido cruzados, y apoyar la frente en el rostro del muchacho de piedra. Permaneció así, sin decir nada, como se había quedado el día en el que depositaron allí a Ofer, sin moverse, sin hacer un gesto, ni siquiera cuando aquel hombrecillo del traje negro y manchado le había rasgado la ropa en señal de duelo, con delicadeza, cuando con unas tijeras le había cortado el cuello de la camisa azul, tampoco entonces había pestañeado, hasta que lo llamaron para recitar la oración fúnebre, oración que leyó muy despacio y bajito, con la voz inexpresiva que le había brotado la mañana que vinieron a decírselo. Pero se arrancó de raíz la piedad que acababa de sentir por él, antes de que consiguiera ablandarla y despertarle unas dudas que en estos momentos no se podía permitir, precisamente el día antes de que se iniciara el juicio.