Выбрать главу

Todas esas cosas las ve a través de un fuego que cubre el parabrisas. Fuego y columnas de humo mudas, estallidos y derrumbes. Piedras, hierro y madera carbonizada. Y las carpetas, marrones, quemadas, ardiendo. El fuego avanza quemándolo todo. También la sonrisa de turbación de Malaji, y la mirada inteligente y apática del juez Neuberg, que también estará allí, mudo, sin palabras, impotente, ante el edificio en llamas. Y ella, en la acera de enfrente, entre la gente, detrás del cinturón de protección del ministro de Defensa. Está viendo el edificio en llamas y a ella misma se ve dentro, su silueta se aprecia perfectamente desde la oscuridad, iluminada por el fuego. Arde deprisa ahí dentro. El fuego le lame los pies fríos y a su alrededor se amontonan las carpetas marrones, y al otro lado de la calzada el rostro abatido y aterrorizado de Malaji. El juez Neuberg mueve sus gruesos labios como un pez, sin que ni un solo sonido salga de él, porque se ha quedado sin palabras. Lo mismo que el fiscal, que, medio atragantado, mueve la nuez de arriba abajo sin pausa, con los brazos abiertos y gritando sin voz. Y alrededor del edificio, murciélagos blancos de papel, el papel en el que ella misma había escrito pidiéndole al ministro de Defensa una promesa de palabra y por escrito. Tres promesas: que pusieran en manos de personas ajenas al ejército las investigaciones sobre accidentes ocurridos en él, que llevaran a juicio al comandante de la base y que le permitieran dejar donde estaba la escultura y la inscripción que había en la tumba de su hijo. Ahora pasa un tren. Un tren muy corto, perdido. Locomotora y un vagón. Machacando a toda velocidad unos raíles negros flanqueados por campos pintados de verde, amarillo y marrón. Un barracón de madera junto a la vía y una fosa excavada cerca, con piedras y basura en su interior. Le falta el aire, se asfixia por el fuego. Y una potente voz le grita dentro que por qué no. Sí. En el incendio. Un ultimátum. Para así acallar el dolor. Así. El acorde final. En medio del estruendo. Así es como hay que aplacar el dolor en el pecho, que es como un bloque, como una bota negra de trabajo, que pretende reventar lo que ni siquiera existe, una especie de vacío que nada tiene que ver con el cuerpo. Los coches de los bomberos, los de la policía, el ministro de Defensa retorciéndose las manos, la cara del funcionario Malaji, el rey del funcionariado, deformada por el desconcierto, extenuado por completo. Porque él nunca se lo habría imaginado. Que todas las carpetas marrones se quemarían con los pies de ella, y las cerraduras y los manojos de llaves fundiéndose con el calor, y el gris verdoso de las taquillas metálicas fluyendo a torrentes. También las puertas de madera. Todo quemándose, desintegrándose, licuándose, fundiéndose. Y es que esa imagen, en vez de acallar el dolor en el interior del pecho, lo aumenta con las llamas, tan altas, con el vertiginoso remolino de los murciélagos blancos de papel que cada vez es más frenético, esos murciélagos que ella lanza por la ventana del despacho de Malaji y que revolotean en el aire. Aviones de papel que los niños hubieran echado a volar, pequeñas cometas desnudas y calvas. Aterrizan sin hacer ruido, sobre las aceras grises ahí abajo, en medio de la penumbra que las llamas iluminan. Luego se hará un gran silencio.

Los camiones de los bomberos permanecerán allí en silencio y quietos, los bomberos flotando por el aire alrededor de las escalas y de las mangueras haciendo movimientos lentos, como sumergidos en el agua, y los policías -porque también habrá policías- llevarán unos pequeños conos de metal, se los acercarán a los labios gesticulando mucho con las manos, pero ni un sonido se oirá. Y las puertas de madera reventarán, las enormes cristaleras estallarán en mil pedazos, las estructuras de hierro se fundirán y todo el piso se vendrá abajo. Pero nadie estará allí, en el interior del edificio, solamente ella, ardiendo, quemándose en medio del fuego que le sube por los pies con la combustión de las carpetas marrones que se enroscan sobre sí mismas, caen, encogen, hasta convertirse primero en pavesas negras con forma de mariposas y, ya después, en nada. Como si nunca hubieran existido. Y en la acera de enfrente, a una distancia prudencial, estará el ministro de Defensa proclamando promesas tranquilizadoras, pequeñas mentirijillas, con ayuda del megáfono que le ha tendido un policía. Pero su voz no se oirá, sólo el ruido del fuego y del edificio atrapado entre las llamas, sólo ellos cantarán, reventando, derrumbándose, el canto de la ruina y la destrucción. Habrá muchísimas personas, en silencio, pero no en grupos, cada una sola, aisladas en ese momento. Despacio y sin hacer ruido, dejarán caer al suelo las bolsas de la compra, los cestos y los bolsos, irán aflojando dedo tras dedo hasta soltar las asas y dejarlo caer todo y, después, alzarán la vista y lo sabrán. Ya no podrán decir que no ha pasado nada. Nada ha sucedido. Ya no podrán quedarse sin decir nada. Se verán obligados a saberlo y conocerán el pavor en sus propias carnes. Las manos, desnudas, se les petrificarán en el cuello, en la garganta, en la boca, ahogando un grito. Y los telones que los separan de ella, telones de hierro, telones de cemento, se derrumbarán uno tras otro, y todos los visillos y todas las mamparas desaparecerán por completo. Y cuando retiren las mano de sus bocas, unas manos grandes y otras pequeñas, blandas y duras, marrones, blancas y negras, y se les abra la boca, llegarán las hojas blancas, revoloteando en círculo a su alrededor, llenas de vida, de vida propia, y se abrirán camino hacia esas bocas abiertas. Entonces esas personas masticarán el papel, lo triturarán en segundos y se lo tragarán. No, no a su pesar, sino como se toma una pócima sin la cual no se puede vivir. Las desearán, querrán engullir esas hojas que ella escribirá y fotocopiará en la fotocopiadora vieja que tienen en el sótano. Porque en el sótano empezará todo el maclass="underline" primero verterá la gasolina por el suelo, después por la planta baja y por el primer piso, y luego le prenderá fuego a todo. Y no abrirá más que una ventana, de las que dan a la calle, para arrojar por ella los papeles blancos y que éstos vuelen hacia la libertad. Lo hará todo con la mayor eficiencia, con movimientos bien pensados, con gestos precisos, y en ese momento arderá y el dolor cesará.

La barrera se levanta. A lo lejos, la locomotora sigue pitando. La caravana de coches que se ha formado ante la vía del tren empieza a avanzar despacio. La luz de un día luminoso al mediodía, una luz esplendorosa. Con esta luz no, ni en completa oscuridad. Cuando se enciendan las farolas de la calle. Cuando la ciudad se encuentre todavía envuelta en una suave luz, azul y gris, porque ése es el momento en el que los colores se estremecen de verdad. El fuego empezará antes de que oscurezca, y su rojo y su negro se disolverán primero en el gris violáceo y dorado de la luz que se apaga temblando en el mundo, y después lo envolverá todo. Y sólo quedarán los papeles, blancos y delgados, ligeros, sólo, y la explosión de las cosas que estallen en el fuego, y entonces el dolor de dentro cesará, porque ya no puede soportarse por más tiempo. Ligera como una pluma, como el pedazo de papel blanco, como una cometa blanca, volará hacia el fuego, y la carne no le dolerá, se desplomará, primero como una mariposa negra, hacia dentro, hasta desaparecer, y sólo dejará atrás unos huesos blancos y resplandecientes, un montículo de huesos, lo está viendo. Y el dolor cesará, entonces desaparecerá el dolor.

El coche se encuentra ahora delante del portón del moshav. Unos arbustos de rosas rojas, amarillas y moradas rodean la garita del vigilante. Está cerrada. Hannah Horowitz le grita algo desde el jardín que hay cerca de la casa de sus padres, pero ella no lo oye. Hannah Horowitz, con la mano sobre el escote de su vestido de cuadros amarillos y blancos, como si ya fuera otoño, se sujeta también los bordes de la chaqueta verdosa que se pone por el frío de las mañanas, se aproxima hacia ella, se toca ligeramente su ancha nariz, tuerce los labios, de cuya comisura pende un cigarrillo, deja escapar el gruñido de siempre y, sosteniendo en una mano un vaso vacío y con la otra tendida hacia delante, empieza a hablar.