– Azúcar -dice, y vuelve a tocarse la nariz y a emitir el mismo gruñido- hasta mañana -dice Hannah Horowitz, mientras la mira entrar muy deprisa en la casa. Entonces le explica, con una voz suave y monótona, que no hay, que su padre no usa. Pero Hannah Horowitz le dice-: Cuando tu madre estaba en esta casa… siempre… -y se retira el cigarrillo húmedo de los labios. El verde suave del césped que rodea la casa de sus padres. Hannah Horowitz se marcha a casa. El vuelo de su vestido desaparece por detrás del emparrado de la valla. Nadie viene. Nadie va. Sus manos escarban en la tierra húmeda que hay entre las begonias de flores rosa, y ahí está la llave. La puerta de atrás de la casa de sus padres rechina. Dentro, la sala de estar desprende un olor antiguo, de los de antes. Huele a tarta de manzana. Y en el dormitorio, en el cajón de la cómoda del lado de su padre, está la pistola. El metal está fresco y es más ligera de lo que creía.
Sus pasos son livianos, devuelve la llave a su lugar, en la tierra de las begonias. En ese lugar hay una sombra muy dulce, al otro lado del césped. Una ligera brisa sopla de pronto, de manera que no suda.
De camino hacia el cementerio, en coche, levanta una pesada mano para saludar a los que la llaman desde un tractor lejano, y también a Shimshon, el de los ultramarinos, también a él, que avanza por el camino, lo saluda con un gesto de la cabeza. Como lo haría cualquier otra persona. Y es que el cielo está tan azul, el césped tan verde, y las moscas bailan en un alegre vuelo porque tienen calor. Sólo ella tiene mucho frío. A pesar de que el sudor le cae ahora por la cara, tiene muchísimo frío. Una nubecita asoma a lo lejos. Y ahí están los melocotoneros, sin un solo fruto. Y el mundo, tan sereno y tan hermoso. Cuando se renuncia a él, se aprecia su belleza. Junto al edificio de la secretaría hay alguien que le dedica una sonrisa vacilante mientras se pasa la mano por el pelo. Es Boris. Está completamente segura, ha ido a por la llave. Es curioso que vaya a ser precisamente él quien viva en la casa vacía de los padres de Meirke. Es curioso cómo van sucediendo las cosas. La casa que era el hogar proscrito de un revisionista va a ser ahora la morada de un inmigrante nuevo, de un ex comunista. Le devuelve una sonrisa petrificada, y también lo saluda con la mano. Él se dispone a acercarse, pero ella aprieta el acelerador. Ahora no puede hablar con él. No debe darse cuenta. Pero el aspecto de él y su tímida sonrisa le sugieren la palabra derrota. El dolor es por haber sido derrotada. El juez no tiene la culpa, ni tampoco Malaji. Así son las cosas cuando ya se abandona todo, aparece el dolor que se encontraba oculto en su envoltorio de piedra.
Ni con fuego, ni con ruido ni con columnas de humo. Sólo el suave sonido del silencio. De él sólo le llega una pregunta: «Qué lástima, ¿no?» -durante un instante experimenta cierto asombro-, «¿cómo es que no lo siente?». En la voz de Boris resuena la palabra lástima. Boris se lo habría impedido si ella se lo hubiera permitido. Imposible, le dice sin voz al fino silencio. A mí ya me resulta imposible. La carretera negra serpentea y las plantaciones de cítricos muestran su oscuro y profundo verdor. La tierra está marrón y seca. Ni un fruto ni una flor que rompa su verdor. En el cementerio el sol ilumina las lápidas. Ahí está la lápida de Yuval Efrati. Y la que han puesto al lado. La devolvieron. Y la fecha internacional y el nombre de su hermana Tamar siguen grabados, como estaban. Con el tipo de letra que Julia escogió.
Lo que ya no está es su escultura. Un charco de sol reposa sobre el rectángulo de piedra que han vuelto a poner en su lugar. Se sienta encima. No hay un sitio en el que apoyar la cabeza, con tanta luz. Una luz que perfora, que ciega. La cara de su madre se inclina desde lo alto sobre ella, y su voz, suave, canturrea una nana rusa, hiililulilu. La pistola. La mano fría. El disparo no lo oyó nadie.
Nota de la autora
En la conciencia de la población israelí se relaciona la locución «ruleta de la red» con un accidente en el cual falleció Amir Melet, bendito sea su recuerdo, y la batalla que libró hasta su propia muerte su madre, Shulamit Melet, bendito sea su recuerdo, a lo largo del juicio y después de él, contra las instituciones para la preservación de la memoria de los militares fallecidos del Tsahal.
Piedra por piedra es una novela de ficción para cuyo proceso de escritura he utilizado los hechos que la prensa publicó sobre ese caso. A pesar de que Shulamit Melet, su familia y su hijo Amir han formado parte de mi vida durante unos cuantos años, los acontecimientos que aquí se narran no tratan de ellos exactamente. Nunca conocí a Shulamit Melet ni hablé con nadie de su familia. Además, a pesar de haberlo intentado, no llegué a conseguir leer las actas de las sesiones del tribunal militar, ni me entrevisté con ninguno de los jueces, testigos, acusados o resto de implicados en el caso. La figura de Shulamit Melet y el asunto de la ruleta de la red se desprendieron hace tiempo de su contexto concreto y han pasado a ser una parábola. Esta parábola y nada más es lo que he querido contar aquí.
Batya Gur
Batya Gur