Los dos militares se quedaron con los abrigos puestos y sólo el hombre de civil -después, cuando la cogió de la mano para tomarle el pulso, resultó que él era el médico, naturalmente- se quitó el abrigo corto de lana negra que llevaba puesto y lo dejó a su lado, en el sofá. Rajela, a quien se le había nublado la vista y ante cuyos ojos correteaban unos puntitos rojos y negros que conocía muy bien, porque aparecían cuando se incorporaba demasiado rápido, asintió con la cabeza. De pronto se había quedado sin voz. No le salía ni para preguntar por lo que había pasado. Fue el teniente coronel quien se lo dijo. Primero de forma breve y luego detalladamente.
El trigésimo día de duelo, cuando se encontraba junto a la piedra de forma rectangular intentando arrancarla de la tumba con sus grandes manos -la furia le daba una fuerza que nunca se había imaginado que tuviera, aunque la piedra, de todos modos, no se moviera-, oyó como surgiendo de la niebla la voz de Talia, su hija mayor, una voz suplicante, «mamá, mamá, basta, mamá, mamá», mientras Yaeli, su hija pequeña, le tiraba del brazo. Junto al grupo de soldados que permanecía firme a un lado, estaba tirado el azadón grande, ella hizo ademán de ir a cogerlo, pero Talia, como si adivinara sus intenciones, se interpuso en su camino con sus brazos gordezuelos y blandos y aquel vientre que apuntaba hacia delante con sus seis meses de embarazo, mientras les hacía señas a su hermana y a su hermano. Así, la vergüenza siguió allí sobre el polvo mientras su marido, su padre y sus hijos vivos la arrastraban, empleando una enorme fuerza, para sacarla del cementerio.
Yánkele había visto la escultura incluso antes de que Rajela hubiera terminado de cincelar y de pulir el mármol. Una noche, hacía dos semanas, cuando Rajela abrió los ojos en su lecho, en el estrecho banco de madera sobre el que había extendido una fina colchoneta con la que se había hecho una especie de canapé en el que relajar un poco los músculos y dar reposo a los tobillos que se le hinchaban de estar tantas horas de pie -porque no podía tumbar la piedra por la altura-, lo había visto ahí delante, mirando la figura y sujetando con la mano el paño rojo con el que ella todas las noches, al terminar de trabajar, cubría al muchacho. No lo había oído entrar, porque por lo visto se había quedado dormida y una mano ancha y fuerte le había embutido entre los labios un puñado de tierra, no, no era tierra sino cal, no exactamente cal sino piedra machacada, puede que polvo de mármol, una mano que le llenaba la boca una y otra vez mientras la otra le sujetaba la nuca con fuerza para evitar que moviera la cabeza. Intentaba apretar los labios, pero aquellos potentes dedos se los abrían y le metían dentro más y más polvo y la boca se le iba llenando de esa cosa, aunque todavía quedaba espacio, como si el abismo que se le había abierto no tuviera fondo. Abrió los ojos, movió la cabeza y vio a Yánkele junto a la escultura. En un primer momento no supo dónde se encontraba.
– Nosotros tenemos la culpa -le dijo de pronto, con unas palabras que le brotaron en ese instante tomando la forma de una nube opresiva-. También nosotros tenemos la culpa -se corrigió-, no lo educamos como es debido. Lo criamos sin enseñarle a renunciar a caer bien. No sabía rebelarse ni llevarles la contraria a sus mandos -Yánkele agachó la cabeza y no dijo nada-. Eso no me lo puedo perdonar -añadió ella muy bajito.
Él, entonces, tensó los labios con una mueca que casi consiguió ser sonrisa y sentenció:
– Todos los padres que pierden a un hijo creen que no han hecho lo suficiente por él y, como no les falta razón, los detalles no tienen ninguna importancia -esas palabras de él vinieron a decirle que sentía lo mismo que ella.
La lluvia golpeaba el techo de latón, las gotas emitían un sonido de percusión y después resbalaban, una tras otra, hasta verterse en el cubo que Rajela había colocado bajo la gotera del techo. Yánkele posó la mano sobre el rostro del muchacho, como si quisiera cerrarle los ojos que ella le había dejado abiertos. El lugar del sueño, una casa grande y vacía con la fachada agrietada, ése era el lugar al que ella realmente pertenecía. Transcurrieron largos segundos hasta que se palpó los costados y recordó cómo había llegado a aquel estrecho banco de trabajo. A través de la ventana veía ahora la oscuridad. La vieja estufa de queroseno ardía con un fuego rojizo y unas manchas negras cubrían el enrejado. Los vapores del petróleo flotaban en el aire y una sequedad muy grande le enronquecía la garganta.
– Hay que abrir una ventana -dijo Yánkele, mientras observaba el cazo que ella había puesto sobre la estufa, agua con cáscaras de naranja, para humedecer y perfumar el aire. Un olor dulzón y pesado a cáscaras de naranja quemadas, mezclado con olor a polvo, impregnaba la estancia. Rajela notaba el cuello rígido y dolorido, y al levantar la cabeza, miró a su alrededor y vio que el agua del cacito se había evaporado, las cáscaras se habían secado hasta encogerse ennegrecidas y que en el fondo del cazo se había solidificado una costra marrón. Se levantó de un salto y, en medio del vértigo que le produjo el haberse incorporado tan deprisa, la golpeó la conciencia de quién era y de cuál era su vida, y la tenebrosa angustia de antes se le volvió a instalar en el pecho y en las caderas, que le dolían como si alguien estuviera encima de ella arrancándole las vísceras y haciéndolas pedazos. Alrededor de la escultura, que a sus ojos seguía siendo un bloque de mármol lleno de errores, se alineaban los cinceles, el martillo y el escarpelo en perfecto orden, como al final de un día de trabajo. Yánkele se le acercó y posó su mano sobre la de ella-. Es preciosa, Rajela -dijo-, pero… las medidas, habría que reducirlo, dejarlo en las medidas que nos han dicho, porque, si no, no nos van a permitir ponerlo; si lo dejas así va a romper con la línea… ya sabes cómo son… -y después escondió el rostro entre las manos.