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El episodio siguiente tiene lugar unos cuantos años más tarde, en Roma, y figura en la antología de textos que forman la segunda parte de este libro. Al igual que el de la posadera, aparece, convenientemente transfigurado, en la novela César o nada, y en toda su aparente desnudez, en las memorias de Baroja. En síntesis, el episodio consiste en lo siguiente: Baroja viaja a Roma y se instala por dos o tres meses en un hotel donde se alojan algunas damas distinguidas. Tras varias vicisitudes banales, Baroja intima con “una señorita italiana” a la que “se le estaba pasando la edad de casarse”. Finalmente ella le propone que la acompañe a Nápoles, donde piensa pasar el resto del invierno. Pero una vez más Baroja está sin dinero. Por no confesárselo, abandona el hotel una mañana sin despedirse de nadie. La escena tendría algo de Dostoievski y de Chaplin si no la empañara un cierto aroma de mezquindad. Sin embargo, la explicación resulta poco convincente. Se mire como se mire, es menos penoso y más gentil confesar la verdad que dejar plantada a una mujer con la que se ha llegado a tal grado de intimidad sin mediar explicación, sobre todo cuando ha sido ella la que ha formulado la proposición. Si Baroja no quería revelar la escasez de sus recursos, podía haber inventado alguna excusa. Por lo demás, cabía la posibilidad de plantearle el problema a la dama en cuestión y aceptar su hospitalidad: Baroja tenía unos treinta y cinco años, era un hombre formal, de conducta intachable, y por añadidura un escritor célebre, reconocido y tratado como tal en el pequeño mundo del hotel de Roma. Ni siquiera las más estrictas convenciones de la época habrían censurado que una dama se lo llevara de invitado a Nápoles. La resolución del suceso, tan expeditiva como descortés, más bien hace pensar que a Baroja le asaltó el pánico. Sin duda la “señorita italiana” no le atraía en lo más mínimo, pero la consideraba demasiado inteligente para ofrecerle un pretexto al uso. La verdad era que no se quería comprometer y le faltó valor para decírselo a la cara, lo que puede estar mal, pero no deja de ser comprensible. En César o nada, el trasunto de esta historia introduce un elemento de cinismo que lo tergiversa y al mismo tiempo lo aclara. El protagonista de la novela rechaza las proposiciones de una mujer rica, en cuya actitud se mezclan, a su juicio, los instintos carnales y el afán de posesión. La transformación literaria de este incidente leve y triste parece más veraz que la aparente descripción escueta de los hechos.

El tercer episodio, conocido como el de “la rusa”, también figura en la presente antología, y por partida doble. Es con mucho el más extenso, el más intenso y el que ha hecho correr más tinta a los biógrafos.

El episodio está fechado por el propio Baroja “a final de verano de 1913”. En una de sus repetidas estancias en París, Baroja frecuenta el salón de una dama rusa, joven, hermosa e inteligente, casada con un ingeniero de minas (como el padre de Baroja) a la sazón destinado en algún lugar del Cáucaso. La rusa no llega a los treinta años de edad; Baroja, que tiene cuarenta y uno, dice de sí mismo: “… es uno ya viejo, pobre y sin aspecto… Tiene uno que conformarse con estar en segundo término”. Y más adelante: “¿No se avergonzará usted de ir en compañía de un señor un poco viejo y un tanto raído?”. También frecuentan la casa dos amigas de la rusa: la mayor es “una muñeca sonrosada, como de nácar”; la otra tiene catorce años y toca muy bien el violín. Baroja coquetea con las dos hermanas bajo la mirada irónica de la rusa, a quien él, en el fondo, ama. A veces parece que en Les liaisons dangereuses y Lolita se ha colado don Hilarión. La historia, por supuesto, acaba en nada. Es un amor imposible, abocado a malentendidos, citas fallidas, desencuentros y, finalmente, a la separación. De nuevo el protagonista de los dos dramas queda hondamente afectado, confirmado en su desesperanzado balance de la vida. Curiosamente, el personaje real, Baroja, insinúa haber contemplado la idea del suicidio. No así el protagonista de la novela, que prosigue su melancólico deambular.

Ambos relatos, el de la novela y el de las memorias, coinciden hasta tales extresmos que no me parece ocioso reproducir aquí los fragmentos:

La Sensualidad Pervertida A la vuelta del camino

A los quince días de estar en París pensé que sería ocasión de visitar a la mujerona rusa que había conocido en San Sebastián. Miré su dirección y fui a su casa, en una calle del barrio de Passy; no estaba y dejé mi tarjeta. Pensé que la rusa no se acordaría ya de mí,, lo que no me preocupaba mucho; pero a los tres o cuatro días recibí esta carta, en francés: A los quince días de llegar a París pensé si sería ocasiónde visitar a la señora rusa que había conocido en San Sebastián. No sabía de quién eran las señas que tenía, si de la señora hombruna y pesada o de la otra. Una tarde que no tenía nada que hacer me dije: “Voy a ver dónde vive esa señora que he conocido en San Sebastián”. Siempre resultará que es la hombruna y la pesada, y no la otra, pero no me importa. Tomé un tranvía, llegué a un barrio lejano, a una especie de ciudad-jardín, pregunté al portero: la señora no estaba y le dejé mi tarjeta. Pensé que la rusa no se acordaría ya de mí, lo que no me preocupaba mucho. A los tres o cuatro días recibí esta carta en francés:

“Querido señor Murguía: he estado unos días en el campo; por eso no le he escrito a usted antes. ¿Quiere usted ve nir mañana, de cuatro a cinco de la tarde, a tomar el té? Tendré mucho gusto en verle. Leestrecha la mano, Ana de Lomonosof.” “Querido señor: he estado unos días en el campo; por eso no le he escrito a usted antes. ¿Quiere usted venir a casa mañana, de cuatro a cinco de la tarde, a tomar el té? Tendré mucho gusto en verle. Le estrecha la mano, Ana.” No sé si en una novela mía, titulada La sensualidad pervertida, la llamé a esta señora Ana; pero no se llamaba así.

Contemplé la carta: el papel azulado, la letra dibujada y modernista, un poco desigual, con cierto aire de languidez y fantasía. Contemplé la carta; la letra dibujada y modernista y un poco desigual, con cierto aire de languidez y fantasía.

Sólo un fenómeno paranormal explicaría que Baroja hubiera escrito el segundo texto sin tener el primero ante los ojos. Sin embargo, es enternecedora la ingenuidad con que pretende negarlo mediante la astuta frase: “No sé si en una novela mía titulada La sensualidad pervertida, la llamé a esta señora Ana”. ¿Cómo no va a saberlo si la está copiando palabra por palabra? ¿Y cómo no reconocer en la supuesta carta de la rusa el estilo de Baroja? Ahora bien, si, como es evidente, Baroja tuvo el texto de la novela a la vista al redactar el de las memorias, y como la novela data de 1920 y el tomo IV de las memorias de 1947, hay que concluir, o bien que Baroja copió la novela en las memorias, o bien que escribió los dos relatos apoyándose en un diario o una notas tomadas en el momento en que se produjeron los hechos. Esto último es improbable: en sus viajes Baroja tomaba notas ambientales para utilizarlas luego en las novelas, pero no parece que anotara sus experiencias personales, al menos de un modo sistemático. Si lo hizo, como no lo publicó, el manuscrito se habría perdido antes de 1947 (tal vez en el bombardeo de la casa de Mendizábal) o habría aparecido en Vera de Bidasoa. Lo más probable, con todo, es que Baroja refiera su relación con la rusa en el texto autobiográfico desgranando sus recuerdos, pero utilizando, a la hora de escribirlos, el fragmento de la novela al que habían ido a parar en su día esos recuerdos convenientemente novelados. No se puede exigir a un novelista que sea riguroso cuando utiliza sucesos reales para construir su mundo de ficción. Como ya he dicho antes, no hay peor manera de leer una novela que buscar en ella claves de la realidad mejor o peor disimuladas. En realidad, el falseamiento de la realidad constituye la esencia de toda novela, en la medida en que transforma una experiencia particular en otra universal o paradigmática. Otra cosa es el texto autobiográfico, que tiende, en la medida de lo posible, a mantener el carácter singular, particular y veraz de lo narrado. Cabe preguntarse si Baroja tenía clara esta diferencia. En cualquier caso, y a pesar de estos encuentros breves con otras mujeres, Pío Baroja acabó viviendo con su madre hasta que ésta murió. Baroja adoraba a su madre, pero la convivencia no parece teñida de un fuerte componente de dependencia material o afectiva. Baroja y su madre compartían en la casa de la calle Mendizábal, como ya he dicho, una planta bastante amplia, donde los dos vivían con independencia, atendidos por dos criadas. La empedernida soltería de Baroja, al margen de las opiniones que cada uno pueda tener al respecto, no era tan extraña entonces como puede parecer hoy en día. La pervivencia de un sistema familiar tradicional, ejemplificado en el caso de los Baroja en la casa-hormiguero de la calle Mendizábal, permitía a un hombre soltero disfrutar de los cuidados y comodidades de una vida compartida, sin necesidad de hipotecar a cambio su libertad individual ni asumir las obligaciones y responsabilidades de la vida familiar en una sociedad más presidida que ahora por incertidumbres de toda índole. En estas familias amplias, casi tribales, las penas y alegrías de unos eran vividas como propias por todos los miembros. Esto colmaba también en buena parte la vida afectiva. En el caso de Baroja, según se desprende del testimonio de su sobrino Julio Caro Baroja, aquél siempre consideró a éste como un hijo, y este sentimiento fue recíproco. Pese a todo, el no haber convivido nunca con nadie ajeno a su propia familia no le forzó a limar las aristas de su carácter ni a dominar su egoísmo innato. En el terreno sentimental, como en otros, Pío Baroja fue muy infantil toda su vida. Su inexperiencia con las mujeres probablemente era total en el aspecto físico. Josep Pla dejó escrito: “Su obra -que es enorme- no se podría explicar si su autor no hubiera sido un hombre muy casto”. Tal vez si su castidad no hubiera sido tan grande su obra no habría sido tan enorme, pero seguramente se habría liberado de un cierto infantilismo, que el propio Pla le reprocha en el texto que acabo de citar. Hay quien opina que su inocencia no era tan grande. Nadie, que yo sepa, lo considera un sátiro. Sea como sea, las mujeres aparecen continuamente en sus escritos, y es ahí, y no en las intimidades de su cama, adonde debemos dirigir la atención. Por supuesto, también en este terreno Baroja fue contradictorio, si bien aquí sus ambivalencias resultan más comprensibles. Enjuiciar a las mujeres es enjuiciar a todo el género humano, y sólo un bruto rematado puede tener a este respecto ideas claras e invariables. Por otra parte, me parece pertinente distinguir entre las opiniones de Baroja y su actitud como creador. En lo primero, Baroja no escapó al influjo de su época y su ambiente, es decir, a los viejos tópicos de la mujer casquivana, voluble, codiciosa, voluptuosa, irracional y causa de perdición de hombres incautos. Estos estereotipos no eran privativos de los cenáculos madrileños o del casino de Vetusta. Todo el mundo occidental participaba de ellos. Pero en España la cosa seguramente era peor. A juzgar por las manifestaciones escritas y de otro tipo que han llegado hasta nosotros, y salvo contadas excepciones, los españoles de aquellos años trataban a las mujeres con una mezcla de galantería, desdén y condescendencia de la que se sentían perfectamente satisfechos. El cinismo era la respuesta general de un pueblo reprimido a su impotencia. Baroja, por su modo de ser, difícilmente podía sumarse a esta postura. Con Silverio Lanza, un escritor contemporáneo de Baroja, mantuvo (o al menos así lo cuenta en sus memorias) el siguiente diálogo: