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– Amigo Baroja -me decía-, en sus novelas es usted muy galante y respetuoso con las damas. A las mujeres y a las leyes hay que violarlas para hacerlas fecundas.

[…]

– Mire usted, don Juán (se llamaba Juan Bautista Amorós), todo eso es literatura y literatura manida. Ni usted ni yo podemos violar las leyes y las mujeres a nuestro capricho. Eso queda para los César, para los Napoleón y para los Borgia. Usted es un buen burgués que vive en su casita de Getafe con su mujer, y yo soy otro pobre hombre que se las arregla como puede para vivir. Usted, como yo, tiembla si tiene que transgredir, no una ley, sino las ordenanzas municipales; y, respecto a las mujeres, tomaremos algo de ellas, si ellas nos quieren dar algo, que me temo que no nos darán gran cosa a usted ni a mí…

Puede ser que el diálogo sea apócrifo, pero aun así, es evidente que Baroja se atribuye a sí mismo esta posición, y que se siente ufano de ella. Por más que adoptara a veces las actitudes de gallito al uso, Baroja procedía de una cultura matriarcal, como es la vasca, y siempre vivió en un mundo construido y administrado por su madre y luego por su hermana Carmen. De los episodios sentimentales reseñados antes, se desprende que a Baroja las mujeres le producían un miedo cerval, pero no desprecio. Esto no quiere decir que no tuviera cosas malas que decir de las mujeres. A lo largo de sus escritos menudean las generalizaciones, los términos peyorativos y las censuras. Baroja era, sin duda, un misógino. También era un misántropo. A la hora de formular juicios negativos era muy igualitario. Las novelas de Baroja, que son un mosaico multitudinario, están abarrotadas de mujeres, aunque ninguna mujer desempeña en ellas un papel protagonista, con una salvedad notable, la de María Aracil, personaje central en la trilogía “La raza”, una de cuyas novelas, La ciudad de la niebla, está parcialmente escrita en primera persona femenina, un caso insólito en la obra de Baroja y en la literatura española de la época. De esto el propio Baroja era consciente.

Yo no he pretendido nunca hacer figuras de mujeres miradas como desde dentro de ellas, estilo Bourget, Houssaye, Prevost; esto me parece una mistificación, las he dibujado como desde fuera, desde esa orilla lejana que es un sexo para otro.

Es cierto. En su extensa narrativa, las mujeres sólo son personajes encontrados a lo largo del camino, seres humanos de muy distinta condición, social y humana; unas son inteligentes y otras estúpidas, unas buenas y otras malas, todas viajan en la nave de los locos que era para Baroja la Humanidad. A diferencia de las novelas decimonónicas, las heroínas de Baroja nunca tienen un secreto ni un pasado. Simplemente llevan a cuestas sus errores o los palos de la vida. Pero tanto por ellas como por los hombres que abarrotan sus novelas, y fueran cuales fuesen sus opiniones personales al respecto, Baroja siente, como autor, auténtica piedad por sus personajes. Sus defectos le irritan y no se reprime a la hora de lanzar denuestos contra ellos. Pero nunca es despectivo ni menos aún sarcástico, nunca pierde de vista que son sus iguales. Como Galdos, por quien decía no sentir ninguna admiración, y a diferencia de casi todos los escritores españoles de su tiempo, la mirada de Baroja sobre sus criaturas es compasiva.

III UN HOMBRE DEL 98

En 1898 España llevaba ya muchos años empantanada, en el sentido metafórico y literal de la palabra, en una guerra contra los insurgentes que luchaban por la independencia de Cuba, cuando el acorazado Maine de la marina de los Estados Unidos, enviado allí para proteger las vidas y los intereses económicos de la colonia norteamericana en la isla, estalló por causas que todavía hoy siguen envueltas en el misterio. Pero fueran cuales fuesen las causas del siniestro, el gobierno de los Estados Unidos atribuyó el incidente a una mina española, lo consideró un acto de agresión y aprovechó el pretexto para declarar la guerra a España. La guerra duró poco: en un combate naval en las Filipinas la flota norteamericana acabó impunemente con la flota española del Pacífico; en otro, librado frente a la bahía de Santiago y presidido igualmente por la mezcla de inferioridad técnica y el desatino que en la Historia de España suele recibir el nombre de heroísmo, con la flota del Atlántico. Por parte de los Estados Unidos, aquélla era su aparición en la escena mundial como potencia de primera magnitud. Para España, la despedida. Un imperio colosal, que había durado cuatro siglos, se desmoronaba con ruido pero sin esplendor, entre polvo y miseria.