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Yo siempre me he inhibido de la política, que me ha parecido un juego sucio de compadreo. Si a veces me he asomado a ella, ha sido por curiosidad, como puede uno entrar en una taberna o en un garito. Es posible que fuera así. Como novelista, Baroja siempre procuró conocer de primera mano los ambientes físicos y morales que se proponía describir y es normal que sintiera un vivo interés por el trasfondo de la política en aquellos años turbulentos. También es posible que no guardara un recuerdo placentero de la aventura o que no se sintiera orgulloso de su actuación. Tampoco hay que olvidar que en la década de los cuarenta, cuando Baroja escribió las frases que aquí se citan, no era en modo alguno aconsejable alardear de haber militado en un partido revolucionario y junto a un político como Lerroux, que propugnaba quemar los conventos y violar a las novicias.

ANARQUISTA DE CORAZÓN

En realidad, desde el punto de vista de la ideología política, Baroja picoteó en todo y no fue nada. Únicamente el anarquismo, en un sentido vago, entendido a su manera, no sólo despertó sus simpatías, sino que impregnó su pensamiento y su obra de un modo genuino. No hay duda de que Baroja conocía las doctrinas de Bakunin y de Kropotkin y las ideas de Fanelli y Ravachol, de que conoció personalmente a destacados anarquistas españoles, de que tenía entre los anarquistas españoles numerosos y fervientes lectores, pero su anarquismo era más bien una actitud existencial, más próxima al individualismo a ultranza que a un proyecto social, siquiera utópico. Lo que Baroja veía en el anarquismo era, en el fondo, una sensación íntima de desarraigo del ser humano, una carencia de todo sistema de valores. Los hombres, según Baroja, “son anarquistas, no porque tengan ideas libertarias o rechacen el principio de autoridad, sino porque piensan que, en el mundo hispánico, el individuo se sustrae a ese principio. La acción individual será así tanto la muestra de la libertad como la prueba de la arbitrariedad de esa libertad”. Así, en la extraordinaria trilogía “La lucha por la vida”, el protagonista deriva hacia el anarquismo no tanto por convicción, como de resultas de una vida errante, a caballo entre el proletariado y el hampa, dos categorías que en el horizonte social de Baroja con frecuencia se entremezclan y se confunden, y no por equivocación: el proletariado urbano de la época no sólo estaba separado de la burguesía por un abismo económico, jerárquico y cultural, sino que sus condiciones de trabajo eran tan precarias que a menudo había de procurarse la subsistencia por medios poco honrados. Para el hombre y la mujer que habían de vivir en los lúgubres y malsanos sectores del bajo mundo madrileño, el estar dentro o fuera de la ley a menudo dependía más del azar que de la voluntad. Pero aunque su visión de la injusticia y su compasión por quienes la sufren fueran sinceras, no hay que olvidar que Baroja construía con ellas un mundo literario que sólo puede incidir en el mundo real en la medida en que lo describe mediante la ficción, y por consiguiente, del mismo modo que sería inexacto reconstruir la vida íntima de Baroja al margen de las fantasías que pueblan sus novelas, también sería erróneo buscar una relación directa entre su obra de creación y su pensamiento político. Pío Baroja sólo quiso ser un escritor. Ésta fue su forma de estar en el mundo, y todas las acciones que llevó a cabo fuera de este contorno respondieron a un simple deseo de experimentación, a un error de cálculo, a los imperativos de las circunstancias o a impulsos personales (vanidad, codicia, afán de notoriedad, resentimiento) que pueden ser moralmente reprobables, aunque humanos, pero que no deberían influir en la valoración del escritor.

Por supuesto, su deseo de meter la nariz en todas partes y mantenerse al margen de todos los conflictos no le podía salir bien en un país y una época dominados por la violencia y el fanatismo extremos. Tampoco supo ver que lo que para él eran indagaciones intelectuales rayanas en la extravagancia, que salían de su fantasía para regresar a ella, tenían una influencia honda e irreversible en la vida social del país.

En este sentido, la actitud de crítica destemplada, tanto por parte de Baroja como de la mayoría de los intelectuales de su tiempo, había de resultar nefasta para España, precisamente cuando la democracia incipiente más necesitada estaba de cordura y serenidad. Por una parte es comprensible que a los idealistas del 98, que habían soñado con la regeneración de España, los terribles enfrentamientos civiles les produjeran decepción y desasosiego, que les repugnara la corrupción y el reparto de cargos y prebendas de un sistema de libertades civiles por el que habían luchado tantos años y en el que habían depositado tantas esperanzas.

Pero, por otra parte, y a la vista de los resultados, no se puede por menos de condenar lo que hay en esta actitud de impaciencia, de elitismo y, en definitiva, de irresponsabilidad. Como la mayoría de escritores y artistas, Baroja era hombre de orden. Más allá de su rebelión contra la injusticia, anhelaba la tranquilidad física y espiritual que le permitiera elucubrar y escribir. Cuando se produjo la crisis, no supo afrontarla con la necesaria entereza. Turbado y atemorizado por el espectáculo de la violencia cotidiana, por la pugna cada vez más virulenta entre la derecha y la izquierda, por la intransigencia de unos y otros, y fascinado por confusas teorías darwinianas y nietzcheanas, Baroja, como muchos hombres del 98, formados en una sociedad fuertemente jerarquizada, se dejó atraer por el mito del hombre fuerte que, según imaginaban, sabría estar por encima de los sectarismos y devolver a la sociedad la unidad y la avenencia necesarias. Cuando vieron de qué materia estaban hechos estos presuntos salvadores de la patria, ya era tarde para rectificar. Como no tenía madera de héroe, primero tuvo que huir y más tarde, claudicar y fingir, y aun esta actitud sólo le sirvió para sobrevivir en un estado próximo a la miseria moral. Ante la ruina de lo que había sido su mundo, viejo, enfermo y arruinado, trató si no de congraciarse con los vencedores de la guerra civil, al menos de no indisponerse con ellos y de ganarse el sustento sin claudicar de sus principios. En el bando franquista fue acogido con recelo, pero acabó imponiéndose el criterio de quienes veían en Baroja un colaborador tibio y poco fiable, pero sumamente útil de cara a la opinión pública europea, entre la que gozaba de cierta fama como escritor y hombre de pensamiento libre. A cambio de esta colaboración, le garantizaron su seguridad física y la de su familia y unos medios de subsistencia modestos, pero nada desdeñables en tiempos de hambre y guerra. Obligado a escribir artículos que justificaran la rebelión militar y las formas políticas que propugnaba el nuevo régimen, hizo equilibrios para redactar frases ambiguas que admitieran más de una lectura. Pero los tiempos no estaban para guiños al lector ni para juegos de palabras. Le presionaron para que se comprometiera de un modo más explícito y no quiso o no supo hacerlo. Entonces renunció a todo y regresó primero a Vera y más tarde, acabada la guerra, a Madrid para pasar allí el resto de sus días, apartado de cualquier actividad pública, salvo de los homenajes que regularmente se le hacían. Lo mejor de la inteligencia española había muerto o estaba en el exilio y había que recurrir a viejas glorias en estado de desguace para tener la sensación de que no todo había sido destrozado a cañonazos.

Así sobrevivió Baroja en los años ávidos y oscuros de la posguerra, habiendo abdicado de cualquier atisbo de ideología para defender un ideal ético estrictamente individual, suspendido en una especie de incerteza ética que sólo se justificaba por su senescencia, cada vez más irreal, una figura del pasado, un puente medio roto hacia otros tiempos duros pero más esperanzados, ahora reducidos a escombros. Había sido un león de tertulia y letra impresa y ahora sólo era un viejecito caprichoso, de quien ya no interesaban las opiniones atrabiliarias, sino las curiosidades. No tenía vicios, aunque le gustaba el vino, fumar un cigarrillo de cuando en cuando y tomarse un whisky. Era muy goloso. Escribía todas las mañanas, paseaba por las tardes y leía hasta la madrugada. Le gustaban los gatos. Y seguía publicando un promedio de dos libros al año.