No hace falta decir a cuál de estas dos categorías pertenecen los relatos de Baroja. Por supuesto, el convencimiento del autor era muy otro: casi todas las novelas de Baroja llevan a un final de carácter didáctico, invariablemente desesperanzado. Pero se trata de una convención literaria que el lector pasa por alto; de un empeño de Baroja, que era el peor crítico de su propia obra. En realidad, muchas novelas de Baroja no sólo carecen de desenlace, sino que suelen carecer de nudo y a veces carecen incluso de principio. Hay novelas de Baroja que empiezan a medio relato, de tal modo que el lector poco avisado tiene la impresión de haber caído por inadvertencia en la segunda o tercera parte de una trilogía. Otras veces, el mismo lector empieza a leer una trilogía por la segunda o la tercera entrega y no se percata de ello. Hay novelas con varios principios sucesivos: el encuentro de un manuscrito que narra las aventuras de un viajero que se encuentra con alguien que le refiere la historia de su vida o la de un tercero. A este escalonamiento de tramas pueden agregarse fragmentos de diario o correspondencia y en cualquier momento un personaje puede pronunciar un discurso o dar una conferencia que da al traste con el decurso de la historia inicial o poco menos. Tampoco es raro que el primer protagonista, a medio relato, tenga un encuentro con el autor del manuscrito encontrado o con el destinatario de las cartas.
De este modo la acción va cambiando de dirección, como un tren que al dictado de un guardagujas extravagante y travieso fuera recorriendo toda la vía férrea sin origen ni final.
Pero si Baroja reprobaba la falta de dramatismo de Azorín y la inventiva de Valle-Inclán, ¿qué creía estar haciendo un autor que proclamaba la pasión de escribir y un correlativo desdén por la Literatura en general?
EL HOMBRE MALO DE ITZEA
Todo escritor es por definición un individuo marginal, pero da la impresión de que Pío Baroja se sintió más marginal de lo que es habitual en estos casos. Como ya hemos visto, Baroja fue desde el punto de vista social, un desclasado. Así se consideró a sí mismo, y con razón, si aceptamos las reglas de este juego. Pertenecía a la burguesía, pero la personalidad y conducta pintorescas de su padre y los avatares de la fortuna mantuvieron a la familia Baroja en una especie de extrañamiento respecto del sector social que les habría correspondido. El propio Baroja se lamentaba con frecuencia de haber encontrado las puertas cerradas cada vez que en su juventud acudió en busca de ayuda a quienes deberían habérsela brindado por solidaridad de clase. Tal vez por esta razón buscó refugio inicialmente en signos de identidad tan peregrinos como la raza vasca. Para nosotros, sus consideraciones sobre la raza y la genealogía, por más que todavía hoy perduren en algunas ideologías atrabiliarias y entre algunos miembros de la aristocracia más apelillada, no revestirían el menor interés si Baroja en sus Memorias no les dedicara casi dos volúmenes.
Ante todo, no creo que haya que dar a esta manía mayor importancia que la que tiene. Cuando él las formuló, sus ideas sobre la raza, que hoy nos parecen, no ya disparatadas, sino siniestras, sólo eran vagas teorías, cuyas consecuencias tal vez se podían prever, pero difícilmente se podían imaginar. En muchos casos, y siguiendo fórmulas propias de la época, Baroja utilizaba el factor racial como un mero elemento descriptivo. Así, en el célebre episodio de la rusa, que el lector encontrará en la antología, Baroja atribuye a la braquicefalia de la raza eslava un carácter inseguro y voluble, y cita una teoría sobre la inferioridad de los braquicéfalos de dudosa solidez científica. Tampoco se trata de minimizar los prejuicios por el simple hecho de estar generalizados. De lo que se trata ahora no es tanto de valorar éticamente su actitud como de ver en ella una característica de su persona que puede arrojar luz sobre el escritor. Lo más probable es que en Madrid, donde quería hacerse un lugar, pero donde había de ejercer al mismo tiempo de intelectual y panadero, forzara algunos rasgos más o menos genuinos de la identidad vasca (cierta brusquedad en el hablar, la boina y media docena de frases en euskera) para compensar su apariencia anodina y su natural timidez y para dar realce a su persona. Más adelante, de regreso al País Vasco, adoptó una personalidad opuesta: la del veraneante cosmopolita o la de quien, habiendo triunfado en la metrópoli, regresa a su lugar de origen convertido en un objeto de interés local. Una pequeña farsa innecesaria, fruto de su doble temor a no ser admitido en ningún círculo y a verse comprometido por las normas de ese mismo círculo si lograba entrar en él, como le ocurría también con las mujeres. Este mismo desclasamiento, real o deliberado, según se mire, se da también en la obra literaria de Baroja. Quiso ser escritor por encima de todo, pero siempre fue consciente de su exigua formación intelectual, de su escasa experiencia vital y de su disociación con respecto al lenguaje. Lo primero lo resolvió poniendo en boca de sus personajes opiniones concluyentes que en el contexto de la narración podían pasar por ideas. Su falta de vivencias personales las suplió echando mano de historias ajenas. Con el lenguaje hizo una operación más complicada. Seguramente Baroja no era bilingüe funcional, pero no hay duda de que adquirió al mismo tiempo la percepción lingüística de las dos lenguas, la castellana y la vasca. Su padre tenía con respecto a esta última una actitud militante. Ya he dicho que había traducido poesía y zarzuelas del castellano al euskera. En la familia se hablaba castellano, al igual que en su entorno, y el castellano fue su lengua de cultura, pero la presencia, siquiera marginal, de otra lengua, está siempre presente en su estilo.
Tal vez de resultas de ello, nunca tuvo del castellano una posesión legítima. O tal vez sintió con respecto a la herramienta de su trabajo un genuino desapego que, por otra parte, se avenía con su carácter bronco y duro, poco propenso a los florilegios. Pero el hecho cierto es que Baroja, por decisión o por hacer de la necesidad virtud, entró a saco en el lenguaje literario de su tiempo y lo transformó de un modo tan radical que hoy en día el estilo barojiano nos parece perfectamente natural, y a quien lo inventó se le tacha de descuidado.