DECADENCIA Y MUERTE
A partir de la guerra, la trayectoria de la familia Baroja se convirtió en un continuo descenso por la espiral del hambre, la incertidumbre y la incomprensión. La casa de la calle de Mendizábal no había resistido la guerra civil. Un bombardeo la había destruido, y con ella buena parte de las pertenencias de la familia. Ricardo y Carmen Monné se quedaron a vivir en Vera. Carmen Baroja y sus dos hijos, Julio y Pío Caro, regresaron a Madrid, donde se reunieron con Rafael Caro Raggio, y se instalaron en un piso de la calle Ruiz de Alarcón. Caro Raggio pidió y obtuvo el reingreso en el cuerpo de Correos, al que había pertenecido antes de ser editor. Había vendido el solar de la calle de Mendizábal, había recuperado algunas máquinas y trató de levantar el negocio, pero no pudo. Murió al cabo de pocos años, en 1943. Para entonces Pío se había ido a vivir con los Caro Baroja a la casa de la calle Ruiz de Alarcón, de la que ya no habría de moverse hasta su muerte. Los últimos años de su vida los pasó Pío Baroja sumido en una atonía progresiva. Seguía escribiendo y paseando, recibía visitas en su casa todas las tardes y aceptaba bien que mal los homenajes que se le hacían casi a título postumo.
En este estado lo conoció Juan Benet, decrépito, quejumbroso, callado, rodeado de curiosos que acudían a tomar nota de sus rasgos seniles y de viejos y fieles amigos que desgranaban chismes y ocurrencias. Goloso, caprichoso, improvidente. Pío Baroja callaba y escuchaba, como hacen los individuos a quienes nada interesa y cualquier cosa entretiene. Mientras bandos opuestos trataban de ganar su figura para sus respectivas causas, él hacía como que no se enteraba, por despiste o por astucia, dispuesto a gozar ahora de aquella inocencia que, según él mismo, de niño no tuvo. Daba la razón a los unos y a los otros, y si decía algo era para apaciguar los ánimos de quienes podían hacerle daño. De estos años data su dilatada y confusa autobiografía. En ella se muestra, como siempre, polémico y combativo. Con todo se atreve, esgrime argumentos feroces y desacredita a unos contrincantes que él mismo se inventa. Pero ninguna opinión es tan precisa o tan coyuntural que pueda ponerle en apuros. Sus argumentaciones son fuegos de artificio y versan sobre asuntos que ya no importan a nadie. Es esta vaguedad, esta inconsistencia sistemática la que permitirá que el debate sobre Baroja siga vivo tantos años después de su muerte. Pío Baroja pasó los últimos tiempos de su vida con la cabeza totalmente perdida. Su estado general era muy débil, pero eran las pesadillas y los temores imaginarios lo que le hacían sufrir. De noche, según cuenta Julio Caro Baroja, se despertaba con tal ansiedad que hubo que poner a su disposición dos camas para que pudiera mudarse de la una a la otra y de este modo dejar atrás los terrores de un mal sueño, como una cruel caricatura de su aversión a permanecer mucho tiempo en un mismo lugar. Otras veces se despertaba con la angustia de llegar tarde a los exámenes de la Facultad de Medicina de San Carlos, donde había estudiado sesenta años atrás y de la que tan mal había hablado en sus memorias y en algunas novelas, sobre todo en El árbol de la ciencia. Otras veces se levantaba y trataba de huir del dormitorio, por lo que siempre había que dejarle la puerta abierta. En una de estas fugas precipitadas se cayó y se rompió el fémur. Sobrevivió a la operación varios meses, en estado comatoso, defendido por sus allegados de los intentos de hacerle volver al seno de la Iglesia católica. Murió irredento el 30 de octubre de 1956 y fue enterrado en el cementerio civil.
II BAROJA Y LAS MUJERES
Como él mismo dejó escrito en reiteradas ocasiones, unas veces llanamente y otras con reticencia, a Baroja le habría gustado mucho tener éxito con las mujeres. Hay que reconocer, sin embargo, que no hizo gran cosa por conseguirlo. Tal vez su vida sentimental o erótica habría podido ser menos árida de como él y sus biógrafos la pintan, porque no era un hombre desagradable en su aspecto físico, debía de ser un buen conversador, y la proverbial aspereza de su carácter se desvanecía en compañía femenina. Seguramente el principal obstáculo residía en su empeño por huir de todo compromiso. Si lo hacía para poderse consagrar íntegramente a su obra literaria o si se consagró íntegramente a esa obra de resultas de su magra vida galante es algo que nunca podremos determinar con certeza. Lo más probable es que los dos factores se potenciaran el uno al otro sin que ningún suceso externo alterase esta mecánica ni Baroja tomara en ningún momento la decisión de romper el círculo vicioso, bien por cálculo, bien por cobardía, bien por otra u otras causas. En la práctica, los caracteres son más importantes que la voluntad. El terreno afectivo de las personas siempre es un misterio: por recato no hablan de él, y si lo hacen, no se debe dar crédito a sus confesiones sin más ni más, porque incluso los más sinceros se equivocan o mienten, queriendo y sin querer. En vista de lo cual hay que hacer conjeturas que suelen revelar más sobre la personalidad de quien las hace que sobre la persona a la que se refieren. Pero tampoco es un asunto que se pueda obviar, sobre todo en el caso de Baroja, cuyas opiniones al respecto son variadas, contundentes y, como es habitual, contradictorias, y cuya trayectoria vital en este aspecto es formidable por omisión. Lo único que nos consta es que en los numerosos escritos autobiográficos de Baroja hay algunos episodios que podrían interpretarse en clave sentimental, episodios que luego él mismo había de evocar con la amargura con que se evocan las ocasiones perdidas, cuando ya es demasiado tarde, incluso para sacar provecho de la experiencia. Ya he dicho que Baroja se consideraba el menos agraciado de sus hermanos, y desde el principio de su vida pública adoptó un porte externo encaminado a corroborar esta opinión. En su forma de vestir y en su actitud siempre hubo un punto de apocamiento, como si ya de joven hubiera tenido prisa por convertirse en el anciano friolero que parecía más tarde, incluso en los meses más rigurosos del verano. Siempre fue vestido de pesimista. En sus años estudiantiles, Baroja parece haber estado más interesado en discutir y filosofar que en perseguir a las chicas. El ambiente universitario de la época era estrictamente masculino y en los ambientes femeninos que frecuentaban los jóvenes de la burguesía, los bailes y verbenas de modistillas, vendedoras y criadas, se sentía desplazado. Para tener un cierto éxito en aquellos lugares, donde imperaba una alegría desgarrada, había que hacer gala de todo lo que no era Baroja, muchacho provinciano de aspecto vulgar, meditabundo y perpetuamente preocupado. Es probable que la marginación ahondara estas características innatas de su temperamento. También es probable que sus experiencias como estudiante de medicina le hubieran mostrado los peligros de la lujuria y que este temor lo mantuviera alejado de las mujeres en general y de los burdeles en particular. No sabemos si los frecuentó o no, pero en sus escritos siempre se refiere a esta institución omnipresente en la vida española con distancia y aversión, como si viera una relación directa entre las sórdidas salas de hospital y “el triste proletariado de la vida sexual”: