Выбрать главу

Eduardo Mendoza

Pío Baroja

BAROJA, LA CONTRADICCIÓN

INTRODUCCIÓN

Cuando empecé a trabajar en el presente texto, lo hice partiendo de dos errores de concepción. El primer error consistía en pensar que Baroja ocupaba un lugar ilustre en la historia de la literatura española. No tardé, sin embargo, en percatarme de que no era así, o, al menos, de que no lo era en el sentido que yo daba a la expresión, esto es, al de haber entrado Baroja en el mausoleo de los escritores sancionados por el tiempo. Con grata sorpresa vi que Baroja seguía siendo un escritor actual, cuya obra se resistía a abandonar en las librerías el sector de “Narrativa” o incluso el de “Novedades” para ocupar otro más digno pero menos vivo en el de “Clásicos”. Con esto quiero decir que el lector no especializado sigue leyendo novelas de Baroja “de ida”, o “por saber qué pasa”, como las de cualquier otro autor contemporáneo, sin ninguna intención historicista o literaria, es decir, académica. Entre los novelistas españoles antiguos y algunos no tan antiguos, éste es un privilegio que, si no me equivoco, la obra narrativa de Baroja comparte únicamente con La Regenta de Clarín. Como uno de los propósitos de este texto es analizar las razones de esta permanencia, no entraré ahora en el tema, pero sí señalaré que, a mi juicio, estas razones son las mismas que han impedido que Baroja acabe de entrar debidamente en el panteón de los escritores ilustres. Su llaneza no requiere explicación ni su método parece encerrar secretos, lo que en cierto modo hace innecesarias las notas al pie de página y, en general, el aparato crítico. A la hora de analizar la obra literaria de Baroja, poco hay que decir, porque los defectos son palmarios y las cualidades, en rigor, se reducen a no tener ninguna, lo que en cierto sentido es un gran mérito. De modo que

Baroja ocupa un sitial entre los grandes escritores, pero nadie consigue explicar muy bien por qué.

El segundo error a que me he referido antes fue el pensar que, transcurrido medio siglo de su muerte, la supervivencia de Baroja, de haberla, sería estrictamente literaria, es decir, que perdurarían sus novelas, pero no su persona ni su ideología, salvo en el reducido círculo de los especialistas. También en este caso lo contrario es cierto.

Raro es el mes en que no aparezca un libro sobre el personaje de Baroja, sobre su conducta y sus ideas, y también es raro que estos libros no adopten con respecto a Baroja actitudes rotundas, no ya polémicas sino a veces militantes. También sobre este punto reflexiono a lo largo del presente libro, pero también adelantaré ahora algunas consideraciones preliminares al respecto.

La vida de Baroja no ofrece demasiados alicientes: fue un hombre retraído, metódico, monocorde. Sin embargo, vivió una época rica en sucesos y en consecuencias. Como escritor vio la luz en los alrededores de 1898, año de clausura del maltrecho imperio español, y vio pasar los años del regeneracionismo, de la dictadura, de la república y de la guerra civil. Como veremos, su participación en estos acontecimientos cruciales fue aparatosa, pero en realidad escasa, vacilante y ambigua. Aun así, dio testimonio preciso de los acontecimientos de su época y en todo momento expresó unas opiniones más impetuosas que radicales. Con todo, yo no creo que ni una cosa ni otra justifiquen plenamente el interés que suscita su figura de hombre público. Otros personajes, cuya intervención en aquellos años fue más decisiva, han merecido una ínfima parte de la tinta vertida en justipreciar la conducta y el pensamiento de Baroja. Es posible que el hecho de seguir vivo en el terreno literario provoque las reacciones citadas, como si todavía fuera posible pedirle cuentas por su actos y omisiones. Por lo demás, el fenómeno viene de antiguo. Baroja fue un auténtico superviviente de la guerra civil y sus secuelas. En la escasez y oscuridad de la inmediata posguerra, era difícil encontrar una figura de cierto peso que no se hubiera exiliado y cuya ideología no pudiera adscribirse sin reservas al bando de los vencedores. De las pocas excepciones, Baroja era sin duda la más popular. Por esta razón, vencedores y vencidos trataron de ganárselo para su causa, no tanto a nivel personal como simbólico. Este estira y afloja, del que el propio interesado se dejó llevar por una mezcla de apatía y conveniencia, generó una controversia que todavía colea.

Inconscientemente o, al menos, con una astucia instintiva, Baroja expresó, a lo largo de su extensa carrera, las ideas más opuestas e incoherentes. Fue anarquista y hombre de orden, enemigo de toda autoridad y partidario de los regímenes más totalitarios, humanista y racista, liberal e intolerante. Y no sucesiva sino simultáneamente.

De resultas de ello, de su obra se pueden extraer ideas o, por decir mejor, párrafos, que sustenten cualquier posición. Basta con leer varias de las muchas antologías de Baroja que circulan por las librerías para comprobar que la ideología de su autor depende de quien la haya hecho.

Visto en perspectiva, el balance no es halagüeño. Es fácil llegar a la conclusión de que Baroja, como persona, fue un tramposo, o un necio, o ambas cosas a la vez. Probablemente sólo fue un hombre apocado e inmaduro que, al igual que los personajes de sus novelas, se dejó llevar por los vientos y hasta por las brisas. En este sentido, no fue ejemplar, como lo fueron otros en los tiempos duros que les tocó vivir. Tampoco fue un traidor. En definitiva, todo esto pertenece al terreno resbaladizo de los juicios morales. No creo que haya que soslayarlos y menos aún ocultar la verdad, cuando la verdad puede establecerse, pero también creo que reducir la figura de Baroja a un muñeco de pimpampum por razones morales nos haría perder de vista su grandeza como escritor. Asimismo, por lo que se refiere al juicio controvertido de las generaciones posteriores, hay otra razón que me interesa más. Pese a su modernidad, la obra literaria de Baroja entronca con una forma de narración que pertenece al pasado, no tanto de la literatura como de las formas de la creación literaria. Las suyas son narraciones que no requieren ni admiten más definición que la que la propia palabra lleva implícita; son, en definitiva, narraciones que narran. Historias que se desarrollan ante nuestros ojos sin más estilo que el que toda época impone a sus hijos, no historias que sirven de soporte a una operación literaria. En casi todas ellas encontramos ecos del relato oral, que nos remite al origen de los tiempos o, al menos, a una época ya prescrita, cuando todavía el autor y el lector no se habían desdoblado en críticos. Hoy la mayoría de estas narraciones tal vez resulten insulsas o, en el mejor de los casos, juveniles. Los acontecimientos se suceden sin ton ni son, los personajes entran y salen al albur, todo se apunta y nada se fija. Pero algunas muchas de estas historias despiertan en el lector una curiosidad teñida a veces de nostalgia. Lo mismo ocurre con algunos fragmentos de narraciones cuyo asunto no nos interesa, pero en los que se producen momentos cuya fugaz aparición nos sorprende, nos domina y nos sobrecoge. En medio del caos asoma el arte.

La actitud académica moderna, que rehuye el ditirambo y busca la aplicación de una metodología universal y precisa, hace que quien se acerca a estas narraciones, choque con dificultades a la hora de aplicar cualquier método, pero no pueda sustraerse al deseo de desentrañar en parte su misterio. Por este motivo, la personalidad del narrador, el más insignificante de sus actos o la más desatinada de sus opiniones, son objeto de interpretación y debate.

Tras este afán no se esconde, o no siempre se esconde, un deseo inquisitorial, sino la convicción o la esperanza de que algo pueda arrojar luz sobre una obra inexplicable desde el punto de vista constructivo, pero cuyo poder de atracción resiste mejor que otras el paso de los años. En la cabeza del estudioso o del crítico (y todos lo somos, en mayor o menor medida) late la idea de que la obra de arte, especialmente la más inexplicable, por fuerza ha de responder a una combinación de elementos específicos, identificables y mensurables, y no al mero capricho de lo que se suele llamar inspiración, imaginación o talento.

No falta, por supuesto, quien disiente de lo que acabo de decir. Personas inteligentes y ecuánimes sostienen que Baroja es un simple escritor de novelas de aventuras. Pero ni siquiera estas personas le niegan un lugar en el panteón de los grandes escritores españoles. Ni habría por qué negárselo. Se le reconozcan o no méritos como escritor, la influencia de Baroja en la literatura española fue grande y aún perdura, si bien su papel consistió, fundamentalmente, en comportarse como un toro en una cacharrería. Tras el paso de Baroja, muchos de sus antecesores, la mayoría de sus contemporáneos y no pocos de sus sucesores, resultan engolados, presuntuosos, artificiales y, a fin de cuentas, aburridos a los ojos del lector actual. Si, como en las primitivas sociedades guerreras, el valor se midiera por el número de víctimas, Baroja ocuparía un lugar preeminente en la tribu de las letras. Por suerte, hay otros criterios en juego y también a ésos deberemos atenernos a la hora de emitir un juicio global sobre el autor de una obra tan extensa. Gerald Brenan, en su interesante, amena y lúcida Historia de la literatura española, dice que Baroja carecía de sentimiento estético (una característica que Brenan, en un gesto muy barojiano, atribuía a todos los vascos sin distinción), pero que poseía una innegable sensibilidad poética. No puedo evitar pensar que en el caso de Baroja esta distinción es tan útil como falsa. A mi juicio, Baroja representa dentro de la narrativa española un rumbo nuevo que luego la mayoría de sus seguidores optó por no incorporar a la corriente dominante. No se les puede reprochar: como ya he dicho, creo que es fácil disfrutar leyendo a Baroja, pero es muy difícil hablar de él con rigor e incluso con seriedad. También creo que a este fenómeno no es ajeno el propio Baroja, cuyo profundo sentido del humor fue y sigue siendo el mejor antídoto contra cualquier forma de sacralización. Aunque no hay duda de que Baroja fue muy celoso de su prestigio y de que anhelaba la gloria literaria como el que más, lo cierto es que en el fondo, por apocamiento o por orgullo, lo mismo da, no quiso tomarse en serio su obra ni que fuera tomada en serio por los demás.