En realidad, la pérdida de las últimas colonias de ultramar sólo era la culminación del inexorable proceso de desintegración del vasto imperio español, el final de un proceso sangriento, que debería haber producido en España más alivio que tristeza. Pero en aquella época, en la que el patriotismo era una pieza más importante de lo que es hoy en el engranaje emocional de los españoles, el llamado “desastre” del 98 afectó a la población en tanto que símbolo del ocaso definitivo de la antigua gloria.
Hoy, acostumbrados a ser ciudadanos de un país de segunda fila y con una noción distinta de las excelencias del colonialismo, tendemos a mirar con escepticismo la frustración de nuestros antepasados. Pero entonces no sólo debía de pesar en el ánimo colectivo la humillación, el temor al descalabro económico y la sensación de incompetencia y desgobierno, sino también otro factor. Vista desde el otro lado del océano, Cuba había dejado de ser en rigor una colonia para convertirse en una parte inseparable de la identidad colectiva. Muchas familias, a todos los niveles sociales, tenían con Cuba vínculos de parentesco: en casi todas las biografías y memorias de la España contemporánea aparece la figura de la abuela cubana o del abuelo que fue a Cuba y regresó cargado de una crónica personal exótica y probablemente falsa. El indiano, con su bagaje de exuberancia y nostalgia, es una figura relevante en el desarrollo urbanístico, arquitectónico y sentimental de muchas poblaciones costeras y algunas del interior. En este sentido, la pérdida de Cuba fue una terrible amputación de la que el país salió mermado, dolorido, indignado y con un sentido crítico especialmente agudo.
Pocos autores aceptan hoy la existencia de la llamada generación del 98, bautizada con este nombre por Azorín en 1913. El que la cultura oficial del franquismo la hubiera manipulado a su conveniencia produjo primero la revisión del concepto y luego su rechazo. Sin embargo, el concepto, o cuando menos la etiqueta, es tan usual que, a pesar de todo, cuesta desprenderse de ella, no sólo por inercia, sino porque en el fondo ofrece más ventajas que inconvenientes a la hora de determinar o incluso investigar ciertas actitudes. Por consiguiente, sin ánimo de entrar en una polémica que desborda los límites y la intención de este escrito, creo que sí puede hablarse de una generación del 98, al menos en el sentido temporal del término. La integraban intelectuales y artistas que iniciaron su andadura a finales del siglo XIX y bajo el influjo de acontecimientos históricos decisivos para la Historia de España y, sobre todo, para la concepción de la Historia de España. Estos individuos se formaron a la sombra de la crisis, y su pensamiento y su obra estuvieron influidos en buena medida por ella a lo largo de toda su vida. Esto no es decir gran cosa, en primer lugar, porque todo el mundo es hijo de su tiempo, y, en segundo lugar, porque la actitud de sus integrantes con respecto a la situación fue muy diversa, en ocasiones incluso antitética. En este sentido, realmente, no puede hablarse en rigor de una generación, ni mucho menos de un grupo. Pero también es cierto que todos participaron de la preocupación común por los avatares del país, que todos, en mayor o menor medida, se pronunciaron al respecto, y que la personalidad y la obra de cada uno influyó de un modo próximo en la de los demás. No es fácil saber si Baroja se consideraba a sí mismo miembro de esta generación, si siquiera si reconocía la existencia de la generación del 98, a la que en sus memorias definía, con su habitual benignidad, como “un grupo de bohemios cerriles, holgazanes, rebeldes y malhumorados”. Pero no es sólo el momento decisivo del 98 lo que hace que Baroja y otros como él adopten un papel crítico en los asuntos públicos del país. Entre finales del siglo XIX y principios del XX todo el mundo occidental estaba cambiando por diversos factores, el más importante de los cuales era la agitación social. Ya en 1882 se había fundado en España la Unión General de Trabajadores (UGT), de ideología socialista, y poco más tarde, en 1890, se había producido la primera huelga importante en la industria minera de Vizcaya. Pero el gran impacto sobre la sociedad en aquellos años lo tuvo sin duda el anarquismo, partidario de la eliminación radical del Estado, de la Iglesia, de la propiedad privada y del dinero; y también partidario de la acción directa, es decir, del terrorismo. En 1893 un anarquista llamado Santiago Salvador había arrojado una bomba en el Liceo, el teatro de ópera de Barcelona, causando una verdadera carnicería. Durante la década siguiente, menudearon en Europa los atentados contra destacadas personalidades de la vida pública. El presidente de Francia, Carnot, fue asesinado en 1894; Cánovas del Castillo, presidente del gobierno español, en 1897; la emperatriz Elizabeth de Austria, la célebre Sissí, en 1898; el rey Humberto de Italia, en 1900; el presidente McKinley, de los Estados Unidos, en 1901; Canalejas, en 1912. Más afortunado, el rey Alfonso XIII escapó indemne de la bomba que en 1906 le arrojó Mateo Morral, a quien Baroja tal vez había conocido personalmente o tal vez no, pero cuya figura campa por algunas de sus novelas.
Este cúmulo de huelgas, atentados, luchas callejeras entre bandos distintos o entre distintas facciones de un mismo bando y la brutal represión del poder constituido contra unos y otros, no era un telón de fondo idóneo para que los hombres del 98 analizaran con ecuanimidad la situación de España y esbozaran medidas cautelosas conducentes a su regeneración. A este fenómeno perturbador se añadiría al cabo de muy poco la primera guerra mundial y, posteriormente, la crisis de los sistemas democráticos en Europa. Era evidente que existía una crisis en todos los terrenos, pero nada hacía pensar que existiera además una forma de salir de ella. El mundo entero parecía condenado al caos. Baroja no fue una excepción a este desconcierto, que en su caso se vio agudizado por su peculiar idiosincrasia.
Ya he dicho antes que Baroja poseía un bagaje intelectual, unos conocimientos y una formación considerables para su época, sus circunstancias y, en particular, para la España cazurra de aquel tiempo, pero aun así, su formación no era suficiente ni adecuada para hacerse una idea cabal de la situación y ofrecer una interpretación ajustada. Esto no habría sido grave para alguien que se hubiera limitado a escribir novelas convencionales, pero entonces la vida intelectual no estaba tan compartimentada y de un escritor se exigían muchas cosas, o él se las exigía a sí mismo. Por este motivo, Baroja publicó innumerables textos teóricos sobre política, en los periódicos o en forma de ensayo, y en sus novelas y, por supuesto, en sus escritos autobiográficos, menudean los pasajes donde él o sus personajes filosofan, discuten y pontifican. Y, como no podía ser menos, este discurso en Baroja es aún más confuso, incoherente y contradictorio que otros.
Baroja fue un hombre influido por la filosofía. En sus escritos cita a menudo a Kant, a Schopenhauer y a Nietzsche, entre otros varios. Es evidente que tenía un conocimiento directo o indirecto de estos autores, a alguno de los cuales, como a Schopenhauer, había leído atentamente, pero es poco probable que fuera un buen conocedor de sus obras o un experto en filosofía. Ni siquiera es probable que su conocimiento proviniera de la lectura directa de la mayoría de los autores citados. Esta actitud, que en definitiva consiste en hablar de lo que se conoce mal y se entiende a medias o no se entiende, puede parecer frívola. Hoy en día la filosofía ha salido de la vida cotidiana y vive refugiada en círculos académicos, cerrados a todo aquel que no posea una sólida formación, que no sea, en cierto modo, un profesional de la filosofía. En tiempos de Baroja, esto no era así. La filosofía formaba parte de la vida intelectual de las personas, y si bien el andar por las tabernas y tertulias de café no redundaba en un mayor rigor de sus formulaciones, sí hacía que influyera de un modo efectivo en el modo de pensar y actuar de las personas. Por otra parte, Baroja intuyó que la novela moderna no sólo debía despojarse de la retórica literaria al uso, sino que debía incorporar elementos nuevos, que ya no bastaba con contar una historia consistente en la peripecia física o sentimental de los personajes, sino que la novela debía estar cimentada en las ideas y en su confrontación. Dicho de otro modo: al igual que los autores rusos que tanto admiraba, Baroja consideraba que el eje de la novela ya no podía ser una pasión amorosa, una ambición personal o un desliz social, sino el conflicto del hombre moderno en la encrucijada de la realidad y la ética, entre el mundo y la concepción del mundo que el personaje se ha hecho y a la que debe atenerse, por errónea que ésta sea, si no quiere disolverse en la nada. Con toda su aparente llaneza, Baroja había intuido las consecuencias que había de tener para la novela la muerte de Dios anunciada por Nietzsche y encarnada en los personajes de Dostoievski. De resultas de lo dicho, no podemos entender del todo a Baroja sin tener en cuenta estas influencias y sin conocer las fuentes de donde bebió, siquiera a pequeños sorbos.
De todos los filósofos mencionados, Baroja siempre manifestó una especial afinidad con Schopenhauer.
Yo no he tenido una formación filosófica mediana ni seria. He sido un aficionado. No he leído libros de filosofía de una manera ordenada y sistemática. Lo que no he entendido de primera intención, lo he saltado. Los dos libros que he leído bastante bien y han influido profundamente en mí han sido El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, y la Introducción al estudio de la medicina experimental, de Claudio Bernard.