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Baroja fue toda su vida un gran lector y en sus escritos autobiográficos abundan los comentarios sobre otros escritores. No son, en rigor, comentarios muy profundos y si algo enseñan, es más sobre Baroja que sobre los autores comentados.

En su olimpo particular coloca a Dickens, a Dostoievski, a Tolstoi, a Balzac y a Stendhal. No es una mala selección, y si entre sus favoritos no figuran algunos nombres imprescindibles, como le reprochaba Juan Benet, tampoco encontramos en su catálogo ninguno que hoy resulte anticuado. Por supuesto, tenía sus fobias: consideraba a Flaubert “premioso y pesado”, y soporífero a Proust. De Cervantes habla a menudo, pero da la impresión de que su Cervantes es distinto del nuestro, como sucede siempre ante la peculiar visión de Cervantes y el Quijote en la generación del 98. A Valle-Inclán, sin duda el más ilustre de sus contemporáneos, lo admiraba como escritor, pero lo consideraba un tarambana y un charlatán. Es interesante, a este propósito, la anécdota que Baroja relata en sus Memorias, y en la que los dos escritores aparecen retratados con bastante precisión.

Una madrugada, a eso de las dos o las tres, íbamos los dos [Baroja y Valle-Inclán] por la calle de Alcalá.

Al pasar por delante de un establecimiento que se llamaba el Palacio del Billar, donde se instaló más tarde el café llamado Lyon d'Or, vimos un hombre que se presentó de repente de espaldas en la puerta y que se derrumbó a pocos pasos de nosotros, quedando en el suelo. Inmediatamente apareció otro hombre con una navaja en la mano, que cruzó la acera y se quedó inmóvil en el arroyo con el arma en la mano.

La luz del arco voltaico de la calle le daba de lleno, se le veía lívido y temblando de terror. En el momento se le acercaron dos guardias de Orden Público, que salieron como por ensalmo, desenvainaron los sables y se acercaron al matador con aire decidido. El tipo de la navaja, matón cobarde, temblando de miedo, tiró el arma al suelo y se dejó atar.

A continuación se lo llevaron detenido, sin que opusiera la menor resistencia. Todo esto transcurrió en cinco minutos lo más.

El hombre que había caído en la acera estaba muerto, no ocurrió otra cosa.

Al parecer, Valle-Inclán urdió una novela en la que él desempeñaba como siempre el papel de héroe.

Ningún lector de Baroja dejará de reconocer con alborozo los anacolutos del tercer párrafo ni el detalle de la luz del arco voltaico que da de lleno al homicida. Pero seguramente lo más curioso del relato es la actitud de Baroja frente a la supuesta imaginación literaria de Valle-Inclán. Al leer lo que antecede uno tiene la impresión de que Baroja reprobaba el acto de imaginación mediante el cual un escritor, a partir de un suceso, crea otro, no tanto falso, cuanto transformado para hacerlo perceptible a la imaginación del lector y darle, en este sentido, un valor universal. En cambio, de Azorín, íntimo amigo de Baroja, dejó dicho: “Azorín está muy bien, pero es muy poco novelista. No le gusta el misterio ni lo dramático, huye de todo ello, y parece que su ideal es lo estático y la desilusión de la vida ante una luz clara”. Azorín, por su parte, pensaba esto de las novelas de Baroja: “No hay en todo el libro ni comienzo, ni apogeo, ni desenlace, ni concierto, ni método”. Estas opiniones encontradas de dos escritores muy próximos resultan útiles para enmarcar la peculiaridad del estilo barojiano. De hecho, Azorín llevaba razón en su crítica, pero pecaba de academicismo. Hay novelas que constan de planteamiento, nudo y desenlace, como prescriben los cánones, y otras que no. No se trata de una cuestión formal, sino de lógica interna. En una novela canónica, por así decir, el final es parte esencial del relato, explica lo sucedido, le da sentido y hasta cierto punto justifica la novela. A esta categoría pertenecen Crimen y castigo, Grandes esperanzas o Rojo y Negro. Otras novelas, por el contrario, discurren con organización, pero sin estructura, y su terminación tiene algo de arbitrario y a veces de artificial. Es el caso, por seguir con ejemplos ilustres, de Guerra y Paz, Papeles postumos del Club Pickwick, La cartuja de Parma, y, si mucho se me apura, del Quijote: que en un momento de su periplo don Quijote perciba su propia locura, poco o nada añade al personaje ni a sus andanzas y sólo propone al lector una conclusión a la que éste ya debería haber llegado por su cuenta, y de la que por muchas razones bien podría disentir. Son, en suma, novelas abiertas.

No hace falta decir a cuál de estas dos categorías pertenecen los relatos de Baroja. Por supuesto, el convencimiento del autor era muy otro: casi todas las novelas de Baroja llevan a un final de carácter didáctico, invariablemente desesperanzado. Pero se trata de una convención literaria que el lector pasa por alto; de un empeño de Baroja, que era el peor crítico de su propia obra. En realidad, muchas novelas de Baroja no sólo carecen de desenlace, sino que suelen carecer de nudo y a veces carecen incluso de principio. Hay novelas de Baroja que empiezan a medio relato, de tal modo que el lector poco avisado tiene la impresión de haber caído por inadvertencia en la segunda o tercera parte de una trilogía. Otras veces, el mismo lector empieza a leer una trilogía por la segunda o la tercera entrega y no se percata de ello. Hay novelas con varios principios sucesivos: el encuentro de un manuscrito que narra las aventuras de un viajero que se encuentra con alguien que le refiere la historia de su vida o la de un tercero. A este escalonamiento de tramas pueden agregarse fragmentos de diario o correspondencia y en cualquier momento un personaje puede pronunciar un discurso o dar una conferencia que da al traste con el decurso de la historia inicial o poco menos. Tampoco es raro que el primer protagonista, a medio relato, tenga un encuentro con el autor del manuscrito encontrado o con el destinatario de las cartas.

De este modo la acción va cambiando de dirección, como un tren que al dictado de un guardagujas extravagante y travieso fuera recorriendo toda la vía férrea sin origen ni final.

Pero si Baroja reprobaba la falta de dramatismo de Azorín y la inventiva de Valle-Inclán, ¿qué creía estar haciendo un autor que proclamaba la pasión de escribir y un correlativo desdén por la Literatura en general?

EL HOMBRE MALO DE ITZEA

Todo escritor es por definición un individuo marginal, pero da la impresión de que Pío Baroja se sintió más marginal de lo que es habitual en estos casos. Como ya hemos visto, Baroja fue desde el punto de vista social, un desclasado. Así se consideró a sí mismo, y con razón, si aceptamos las reglas de este juego. Pertenecía a la burguesía, pero la personalidad y conducta pintorescas de su padre y los avatares de la fortuna mantuvieron a la familia Baroja en una especie de extrañamiento respecto del sector social que les habría correspondido. El propio Baroja se lamentaba con frecuencia de haber encontrado las puertas cerradas cada vez que en su juventud acudió en busca de ayuda a quienes deberían habérsela brindado por solidaridad de clase. Tal vez por esta razón buscó refugio inicialmente en signos de identidad tan peregrinos como la raza vasca. Para nosotros, sus consideraciones sobre la raza y la genealogía, por más que todavía hoy perduren en algunas ideologías atrabiliarias y entre algunos miembros de la aristocracia más apelillada, no revestirían el menor interés si Baroja en sus Memorias no les dedicara casi dos volúmenes.

Ante todo, no creo que haya que dar a esta manía mayor importancia que la que tiene. Cuando él las formuló, sus ideas sobre la raza, que hoy nos parecen, no ya disparatadas, sino siniestras, sólo eran vagas teorías, cuyas consecuencias tal vez se podían prever, pero difícilmente se podían imaginar. En muchos casos, y siguiendo fórmulas propias de la época, Baroja utilizaba el factor racial como un mero elemento descriptivo. Así, en el célebre episodio de la rusa, que el lector encontrará en la antología, Baroja atribuye a la braquicefalia de la raza eslava un carácter inseguro y voluble, y cita una teoría sobre la inferioridad de los braquicéfalos de dudosa solidez científica. Tampoco se trata de minimizar los prejuicios por el simple hecho de estar generalizados. De lo que se trata ahora no es tanto de valorar éticamente su actitud como de ver en ella una característica de su persona que puede arrojar luz sobre el escritor. Lo más probable es que en Madrid, donde quería hacerse un lugar, pero donde había de ejercer al mismo tiempo de intelectual y panadero, forzara algunos rasgos más o menos genuinos de la identidad vasca (cierta brusquedad en el hablar, la boina y media docena de frases en euskera) para compensar su apariencia anodina y su natural timidez y para dar realce a su persona. Más adelante, de regreso al País Vasco, adoptó una personalidad opuesta: la del veraneante cosmopolita o la de quien, habiendo triunfado en la metrópoli, regresa a su lugar de origen convertido en un objeto de interés local. Una pequeña farsa innecesaria, fruto de su doble temor a no ser admitido en ningún círculo y a verse comprometido por las normas de ese mismo círculo si lograba entrar en él, como le ocurría también con las mujeres. Este mismo desclasamiento, real o deliberado, según se mire, se da también en la obra literaria de Baroja. Quiso ser escritor por encima de todo, pero siempre fue consciente de su exigua formación intelectual, de su escasa experiencia vital y de su disociación con respecto al lenguaje. Lo primero lo resolvió poniendo en boca de sus personajes opiniones concluyentes que en el contexto de la narración podían pasar por ideas. Su falta de vivencias personales las suplió echando mano de historias ajenas. Con el lenguaje hizo una operación más complicada. Seguramente Baroja no era bilingüe funcional, pero no hay duda de que adquirió al mismo tiempo la percepción lingüística de las dos lenguas, la castellana y la vasca. Su padre tenía con respecto a esta última una actitud militante. Ya he dicho que había traducido poesía y zarzuelas del castellano al euskera. En la familia se hablaba castellano, al igual que en su entorno, y el castellano fue su lengua de cultura, pero la presencia, siquiera marginal, de otra lengua, está siempre presente en su estilo.