Выбрать главу

A las dificultades propias del personaje y su obra se une, en el caso del presente libro, el escollo insalvable de mi propia ignorancia. No he leído toda la obra de Baroja, ni siquiera una parte suficiente de ella, y, por supuesto, apenas he rozado la inmensa bibliografía relativa al autor, a su obra y a su época. Si algo me autoriza a escribir estas páginas es mi temprana e inalterable devoción a Baroja. No sé a ciencia cierta si fue la lectura temprana de Baroja lo que despertó mi afición a escribir, pero es indudable que esa lectura fue la que determinó el modo en que empecé a abordar la escritura. En este sentido, tengo con Baroja una relación de discípulo y maestro. Bien sé que ni esta relación ni estos vínculos afectivos bastan para justificar las lagunas de mi conocimiento. Si hago esta confesión no es para pedir la clemencia del lector, sino para evitar que se llame a engaño. Quiero pensar que yo tampoco me he engañado con respecto al alcance de estas páginas. Me habría gustado escribir una introducción a Baroja, una especie de guía para los que se acercan a él por primera vez o para quienes andan perdidos por el laberinto de las sirenas que es su obra. Pero como para eso habría hecho falta más sabiduría y más bagaje de los que yo tengo, me he limitado a escribir un texto para barojianos, tanto adeptos como detractores. Si les entretiene, me sentiré muy satisfecho, porque constituyen un público numeroso y apasionado. Los factores que han contribuido a la confección de un libro sólo interesan a quienes han intervenido en ella, pero no sería justo que en esta introducción omitiera mi profundo agradecimiento a Amparo Hurtado, editora de las memorias de Carmen Baroja (Recuerdos de una mujer de la generación del 98, Tusquets Editores, Barcelona, 1998) y poseedora de todos los conocimientos que a mí me faltan, por haberme proporcionado buena parte de la bibliografía, muchas de las ideas que desarrollo en este libro y, especialmente, su ayuda incondicional y sus valiosos consejos. Asimismo, mientras redactaba el presente libro tuve noticia de la inminente aparición de una polémica y documentada biografía de Baroja titulada Baroja o el miedo (Editorial Península, Barcelona, 2001), cuyo autor, Eduardo Gil Bera, puso a mi disposición las galeradas de su libro. Aunque disiento en muchos puntos de su versión, como él bien sabe y entiende, su planteamiento me ha sido muy útil a la hora de reflexionar sobre las peculiaridades personales y literarias de Baroja.

I BIÓGRAFO DE SÍ MISMO

Cuando Juan Benet lo visitó en su casa de la calle de Alarcón, hacia finales de 1946, Pío Baroja ya era un viejo, o al menos así lo vio Juan Benet, que por entonces contaba veinte años de edad. Por supuesto, la impresión del joven Benet no era desacertada. A partir de su regreso a Madrid después de la guerra civil, Pío Baroja había renunciado a todo cuanto no fuera sobrevivir material y espiritualmente sin demasiados sobresaltos. A todos los efectos, su imagen pública, incluido su aspecto físico, se había achicado y, de resultas de ello, también se había encogido su propia biografía. A finales de la década de los cuarenta, Pío Baroja era un vejete menudo, descorazonado, friolero y cascarrabias. Había nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872, había ejercido brevemente la medicina, había regentado largos años una panadería, había pasado algunas temporadas en París y había publicado la mayor parte de su ingente obra. Ahora vivía sumido en un confortable pesimismo. A Juan Benet le sorprendía la actitud tozudamente negativa en que Baroja parecía haberse refugiado, una actitud que Benet ejemplifica con esta anécdota: en cierta ocasión acudió un periodista a la casa de la calle de Alarcón a entrevistar a don Pío, y éste, en lugar de responder a sus preguntas con las respuestas al uso, lo abrumaba con sus quejas.

A medida que se sucedían las preguntas -cuenta Benet-, las respuestas no podían ser más desconsoladoras. Don Pío se quejaba de su mucha edad, de su falta de interés por las cosas, del precio del carbón, del frío que pasaba, del insomnio que padecía, del poco entusiasmo que le inspiraba la calle, de lo dura que era una existencia que a su edad le obligaba a seguir escribiendo para ganarse el sustento. Finalmente, buscando siquiera un rayo de luz en medio de aquella oscuridad, al periodista se le ocurrió decir: “Pero a fin de cuentas… en general se encuentra usted bien, ¿no es así?”. “No, señor fue la terrible respuesta del viejo, en general me encuentro mal, bastante mal. Pero me da lo mismo encontrarme bien que encontrarme mal.”

Es curioso cómo Baroja había asumido su propio personaje, por no decir su propia caricatura, con efectos retroactivos, hasta el extremo de parecer que durante toda su vida se había mantenido al margen de las terribles convulsiones de su tiempo y había evitado las no menos terribles peripecias personales de sus contemporáneos. Muchos años más tarde, al redactar sus recuerdos de aquel tiempo, Benet rememoraba, subyugado y repelido, aquella “tertulia anacrónica, envuelta en una luz tibia y opalescente, en la que -maldición de todos los inmortales que por no tener a nadie por encima ni misterios que resolver ni ciencia que hacer progresar ni cuentas que saldar, la mayor parte del tiempo sólo hablando de asuntos del barrio- todo había sido dicho más de una vez”. A esta figura compacta, remota, arriscada, el mismo Baroja iba a echarle el cerrojo definitivo de su descomunal autobiografía que, en forma de memorias, empezó a publicar en 1944 y que se extiende a lo largo de siete entregas o volúmenes. El que alguien dedique siete volúmenes a cimentar su propia insignificancia es una de las contradicciones del personaje, pero no la única.

La autobiografía de Baroja es un documento esencial para conocer a su autor y también para malinterpretarlo, en primer lugar porque todo lo que en ella nos cuenta Baroja está filtrado por la visión del viejo quejumbroso que pasa revista a los hechos con la perspectiva de los años y la lente deformante de quien, a la vista de un resultado aciago, no puede por menos de ver en todos los sucesos precedentes un mal augurio cuando no un mal paso. Y, en segundo lugar, porque las memorias de Baroja, con todos sus defectos de estructura y de forma, sus digresiones, reiteraciones, imprecisiones y silencios, resultan en extremo convincentes, no tanto por la veracidad de lo que narran como por el implacable estilo barojiano, a cuya influencia es imposible sustraerse. De resultas de ello, y por regla general, los biógrafos de Baroja no sólo dan por válido todo lo que él dice sobre su persona y sus andanzas, sino que tienden a reproducir, esos mismos datos en el inconfundible estilo de Baroja. Esto no tendría, ni en el fondo tiene, nada de malo si no fuera porque Baroja era un manipulador nato de la realidad, y muy particularmente de su propia imagen. El que lo hiciera en forma consciente o no, es difícil de saber y, a los efectos de este libro, del todo irrelevante.

INFANCIA, JUVENTUD, VEJEZ

En sus escritos autobiográficos, el propio Baroja nos ofrece algunas claves de su artificio. Las memorias relatan con cierto detalle su infancia y lo que podríamos llamar sus años de aprendizaje, para sumergirse luego en un magma de anécdotas y opiniones dispersas que bien poco tienen que ver con el devenir de la existencia de Baroja, como si considerase que del largo período de la madurez sólo tiene importancia su producción literaria, y de ella nada hubiera que decir, puesto que son los textos los que han de hablar por sí mismos y no su autor quien debe explicarlos, un razonamiento, a mi modo de ver, que sólo es correcto a medias. En efecto, esta actitud y el tópico colateral según el cual un novelista vive la vida de sus personajes antes que la propia, carecen de fundamento y sólo inducen a error. Un error doble, pues en general un narrador no vive en el mundo ficticio de sus criaturas precisamente su oficio le permite distinguir mejor que al común de las personas la diferencia que media entre lo real y lo imaginario, y aun cuando extraiga de sus propias vivencias los elementos que componen sus relatos, dichas vivencias pierden, en el proceso de transformación, su sentido original, por lo que no hay forma más absurda de leer que rastrear en los sucesos narrados o en los personajes descritos, trasuntos de la vida del autor. Si alguna pista ofrece un texto de ficción acerca de la persona que lo inventó es en el proceso de transformación de una anécdota propia o ajena en material literario. En este sentido, la clave de la personalidad de Baroja habría que buscarla en su más patente contradicción: la de ofrecer al mundo la imagen de un individuo casi inexistente, dedicado únicamente a la tarea de escribir libro tras libro en una mesa camilla y, al mismo tiempo, pretender ser confundido con los hombres de acción cuyas trepidantes aventuras nos relata, o con los caballeros filosóficos y mundanos que pasean su desencanto por todas las capitales lluviosas de la Europa de entreguerras. Probablemente Baroja soñó con ser ambas cosas, pero algo se lo impidió. Quizá su temperamento; quizá las circunstancias; quizá la ingente tarea que él mismo se había impuesto.