Pío Baroja y Nessi nació en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872. Era el menor de tres hermanos varones -su hermana Carmen nacería en 1883, cuando Pío contaba once años de edad- y, según su propia percepción, el menos agraciado. “En mi casa -contará luego- los tres hermanos éramos bastante diferentes física y moralmente. Mi hermano Darío era alto y rubio y aficionado ya a la literatura; mi hermano Ricardo, menos alto y con gustos artísticos, y yo, más bajo y un tanto selvático.” Como vemos, los dos mayores se llamaban respectivamente Darío y Ricardo, nombres que sugieren caracteres fuertes y empresas heroicas. Al menor le pusieron Pío Inocencio, dos nombres papales que sugieren mansedumbre. No creo que haya que dar mayor importancia a este hecho trivial y justificado por antecedentes familiares y por la fecha de nacimiento -festividad de los Santos Inocentes-, aunque no deja de ser raro un viraje onomástico tan brusco en un clan tan preocupado por las palabras y la genealogía. En cuanto a la festividad, el propio Baroja, en una entrevista concedida al Caballero Audaz hacia 1942, hacía esta curiosa mezcla de santoral y astrología:
Nací en San Sebastián el día de los Inocentes del año 72. Esto es lo que no me perdono: haber nacido en tal día. Porque no crea usted, a mí me parece que siempre hay cierta analogía entre el momento en que uno nace y el espíritu que se va a formar.
Darío, el primogénito, murió en plena juventud, lo que suele producir en las familias un vacío que la memoria colectiva llena con unos recuerdos no necesariamente rigurosos, pero siempre lisonjeros para el desaparecido. A la pena natural se une, en estos casos, un vago sentimiento de culpabilidad por parte de los supervivientes: siempre flota la idea mitológica de que los dioses reclamaron al mejor y perdonaron a quienes menos lo merecían. En cuanto a Ricardo, todo indica que era un individuo enérgico y extrovertido. En una foto juvenil aparece con cuello de pajarita, esmoquin, gabán y bombín. Su mirada es intensa, algo teatral. Parece un hombre de belleza antigua, un galán de película alemana de la época. En otra, ya de mayor, aparece en el jardín de la casa de Vera, vestido de vasco, con su sobrino Julio Caro Baroja en brazos, en actitud declamatoria. También hay fotos suyas en las que luce un flamante jipijapa. En 1931, a raíz de la proclamación de la República, en una trifulca por motivos políticos, recibió un golpe en la cabeza de resultas del cual perdió la visión del ojo derecho. Había querido ser ingeniero, como su padre, pero se amilanó ante la dificultad de estos estudios y se hizo bibliotecario, una carrera que nunca ejerció. Siempre fue aficionado a la pintura, que acabó practicando de modo inconstante. En conjunto, fue un artista de talento, costumbres bohemias, un tanto mujeriego y, en definitiva, superficial. Ya maduro se casó con una extranjera mucho más joven que él, poco agraciada físicamente, de buena posición económica. Con la imagen de estos dos tipos fuertes contrasta la de Pío. Su iconografía parece escasa. En realidad, no lo es: existen de él muchos retratos, pero tan semejantes entre sí que parecen hechos todos el mismo día. Ya de joven lucía una calva tremebunda; su bigote y su barba, “de color miel”, no experimentaron más variación que el encanecimiento, y su fisonomía (“socrática”, como la define, con bastante acierto, su sobrino Julio Caro) y su complexión cambiaron poco a lo largo de los años. Por eso resulta curioso el comentario del propio Baroja en sus memorias: “Los retratos que me han hecho a mí son muy diferentes unos de otros y parecen de distintas personas; yo no sabría decir cuál es el menos parecido”. Uno tiende a pensar que todos son idénticos y, comparados con las fotografías, irreprochables. A la hora de posar, a Baroja le sobraba la paciencia que luego le faltaba en las relaciones sociales. Juan de Echevarría, pintor famoso por su prolijidad, lo retrató varias veces. Debía de ser un modelo fácil, de rasgos poco acusados, mirada melancólica, y la paciencia ya mencionada a la hora de posar. Tal vez por esta causa, y a pesar del poco aliciente que ofrecía su imagen, en comparación con algunos de sus contemporáneos, como Valle-Inclán o Unamuno, Pío Baroja debe de ser el más retratado de su generación. Este hecho puede deberse también, además de las razones ya expuestas, a su fama temprana y persistente o a su mayor proximidad al mundo de los pintores a través de su hermano Ricardo, por cuyo taller pasaron figuras notorias.
Posiblemente el primer retrato de Pío Baroja que nos ha llegado sea el que Ramón Casas le hizo como parte de su dilatada colección de retratos al carboncillo. Es ésta la efigie más arrogante de Pío Baroja. Un retrato de cuerpo entero, las piernas ligeramente separadas, una mano en el bolsillo del pantalón y la otra, la izquierda, en la solapa de la americana. Aunque era hombre de aventajada estatura, la figura salida del carboncillo de Ramón Casas, sobre un fondo liso, sin referencias, sugiere la de un hombre bajo, seguramente porque tenía la cabeza grande, en forma de huevo. También es éste el único retrato en que Pío Baroja aparece con algo de pelo. Su aspecto es aplomado y su expresión, o el talante que transmite, es concentrado, seno, preocupado, aunque no atribulado ni inquieto. El retrato no está datado, pero probablemente es de 1901. Pío Baroja contaba veintinueve años de edad y estaba en los inicios de su actividad como novelista, pero ya debía de gozar de cierto renombre, puesto que Ramón Casas quiso retratarlo. Por aquellas mismas fechas lo retrató Picasso. En sus memorias, Baroja habla de este retrato y un poco de Picasso, en términos poco cálidos. En 1901 Picasso vivía en Madrid y acudía al taller de Ricardo Baroja a recibir de éste clases de grabado. Ricardo Baroja era entonces un profesional prestigioso. Si no hubiera sido tan diletante, tan inconstante y tan despreocupado -se negaba a cobrar por su trabajo-, tal vez habría podido hacerse rico y famoso. Dio clases a Picasso y también a Diego Rivera. El retrato de Picasso, que apareció en la revista Arte Joven, en la que también publicaba sus dibujos Ricardo, y escribía Pío, es casi idéntico al de Casas, a quien Picasso a la sazón imitaba, pero en el de éste la expresión es más oscura y más profunda, casi sombría, con un punto de ferocidad. Aunque se trata sin duda de un apunte, la de Picasso es la única representación del escritor donde éste no consigue imponer al retratista su trabajada imagen de hombre pacífico y desvalido.
La infancia y adolescencia de Baroja transcurrieron en San Sebastián primero, luego, enseguida, en Pamplona, más tarde, en Madrid. Los sucesivos destinos del cabeza de familia, Serafín Baroja, ingeniero de minas, eran el motivo de estos traslados. Serafín Baroja viajaba siempre con la familia a cuestas, incluida su suegra, la abuela materna de Pío. Sólo cuando esta mujer enfermó y murió, Serafín Baroja dejó a la familia instalada en Madrid y aceptó un traslado a Bilbao en solitario, tal vez para evitarse el luctuoso trance, o quizá, como explica su hija Carmen, porque “mi padre no tenía una mala opinión de las mujeres; únicamente creía o decía que las viejas eran todas malas”.
De testimonios diversos y a menudo contradictorios parece desprenderse que el padre de Pío, Serafín Baroja, era hombre de muy variados y difusos intereses, cuyo cultivo no redundaba en beneficio de su carrera de ingeniero ni de su patrimonio; un individuo, en suma, carente de sentido práctico, aunque no de talento y gracia. Había nacido en San Sebastián en 1840 y luchado en las guerras carlistas en el bando liberal. Aunque había estudiado ingeniería en Madrid, y la ejercía, siempre tuvo aficiones literarias. En su juventud había escrito una novela y durante toda su vida escribió poesía y cuentos; también había ejercido el periodismo y, llevado de su amor por las tradiciones y la lengua vasca, había traducido al euskera poesía castellana e incluso alguna zarzuela. Era melómano, tocaba el violoncelo y había escrito el libreto de una ópera. Era, en suma, un excéntrico, que es el nombre que se da a las personas un poco irresponsables cuando no llega la sangre al río. Su hija, Carmen Baroja, lo adoraba. En cambio, Pío Baroja no tuvo una buena relación afectiva con su padre, a quien juzgaba con una severidad probablemente injustificada. No obstante, en Las horas solitarias, diría de éclass="underline" “Si yo no le hubiera visto escribir artículos y versos a mi padre, no se me hubiera ocurrido escribir”. La madre de Pío Baroja, Carmen Nessi, era de origen italiano -“Ya he dicho que soy un vasco lombardo, un hombre pirenaico, con un injerto alpino” y, según parece, mujer imbuida de moralidad “protestante”, estricta, austera, triste, con un profundo sentido del deber que sólo se satisfacía a base de renunciar a casi todo. Pío Baroja estuvo siempre muy unido a su madre, a la que, según testimonios próximos, “idolatraba”, y con la que, de mayor, convivió largos años, hasta que ella murió. Los recuerdos que Pío Baroja nos ha dejado de su niñez en San Sebastián son fragmentarios, a menudo de dudosa verosimilitud, levemente oníricos, como suelen ser los recuerdos de la primera infancia; los de Madrid, más cabales, aunque teñidos de un sospechoso costumbrismo. Los recuerdos de Pamplona tienen, en cambio, un aspecto más verídico. De ellos nos impresiona la descripción de una violencia soterrada y una brutalidad gratuita que chocan con el tedio de la vida provinciana y, en cierto modo, expresan la rebeldía de unos adolescentes sometidos a su implacable rigor. No obstante, aquella España decimonónica, inerte, áspera, frugal y aldeana, que hoy nos produce una sensación de gran tristeza, quizá no sea del todo verídica. No sabemos cómo la vivían entonces sus protagonistas. De hecho, la España de Baroja es sólo la España que Baroja nos muestra. Probablemente era un país cómodo y placentero para quien estuviera dispuesto a abrazar sus estrictas convenciones, y muy opresivo para quien tuviese otras aspiraciones o por cualquier causa se saliera del cauce de aquel manso río. Pero tampoco hay que dudar demasiado del testimonio de Baroja. Su descripción de la vida provinciana no difiere de la que nos han dejado sus contemporáneos y lo mismo cabe decir de sus imágenes madrileñas. Aquélla debía de ser ciertamente una nación miserable, brutal y sin rumbo.