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En Pamplona, para combatir el aburrimiento y aislarse de sus compañeros y de sus bárbaras prácticas. Pío Baroja leía vorazmente las novelas propias de su edad: “Julio Verne, el capitán Marryat…, el Robinson, algunos folletines”. Lecturas de niñez y adolescencia que habían de marcar profundamente su estilo, de las que nunca luego se habría de separar.

Por contraste con Pamplona, Madrid, pese al pintoresquismo zarzuelero de sus gentes, le resultó una ciudad civilizada, la capital sui generis de un país desnortado.

De estos dos lugares de residencia, así como de otros muchos, visitados ocasionalmente, Baroja nos ha dejado un recuento pormenorizado hasta extremos increíbles.

El número incalculable (y algo pesado) de letras de canciones que transcribe de memoria (en vasco, en español, en francés, en italiano) y los nombres de pila de millares de personajes episódicos (un individuo que visitó una noche a su padre, un condiscípulo al que dejó de tratar a los once años, una funámbula que actuó una noche en Pamplona cuando Baroja era un niño) acaban resultando sospechosos. Pero aun cuando no todo sea fidedigno al cien por cien, no hay duda de la capacidad de Baroja para convocar detalles ínfimos y, por eso mismo, sumamente precisos y evocadores.

Poco después de nuestra llegada a Pamplona [en 1884, es decir, cincuenta y un años antes de la redacción de estos párrafos], a un andaluz llamado Justo se le ocurrió poner en el primer piso de la casa en que nosotros vivíamos, y que era muy amplio, una fonda, y recuerdo que durante el verano entre los huéspedes figuraron los toreros de las cuadrillas de Lagartijo y Mazantini. Entre los de Lagartijo estaba Guerrita de banderillero, y, sin duda, de sobresaliente, y en la de Mazantini, el picador Badila, que luego fue autor dramático, y Agujetas, otro picador…

También vivió en la fonda de Justo un sainetero de Pamplona, Pedro Górriz, que estuvo con su mujer y sus dos hijas, la Niní y la Chachón, a las que yo las veía jugar, muy empolvadas y rizadas, y hablar de los teatros de la Corte…

Cuando el fondista Justo dejó el piso y el negocio, le sustituyó como inquilino el médico don Nicasio de Landa, que estaba casado con una sobrina del general don Diego León. Landa era un hombre muy culto; había estado en las ambulancias, en la guerra francoprusiana, y había escrito sobre cuestiones de Antropología.

Es esta capacidad de ser minucioso sin motivo aparente lo que da verosimilitud a sus relatos, lo que hace sentir al lector que un dato tan superfluo por fuerza tiene que pertenecer al mundo de lo real y no al de lo inventado. La infancia de Baroja, según él mismo nos la cuenta, está llena de anécdotas curiosas y de personajes estrafalarios, de personas raras, enfermas, locas; una abigarrada fauna callejera formada por pedigüeños, trotamundos, tipos con oficios raros, entre la que no faltan los criminales, incluso un preso que llevan en procesión al cadalso. Suelen ser personas desgraciadas, tristes, fracasadas; incluso los crímenes más crueles, contados por Baroja, resultan más tristes que feroces. Muchas anécdotas y muchos de los tipos, si los analizamos bien, no son nada extraordinario, o no lo son más que otras anécdotas y otros personajes que pueblan los recuerdos infantiles de la mayoría de las personas. Pero contados por Baroja todo resulta más curioso y todo parece esconder un significado importante. Este incesante ejercicio de observación y las lecturas ya mencionadas constituyeron probablemente lo esencial de su formación. Desde luego, no careció de una educación escolar acorde con la tradición familiar y con los medios de que la familia disponía, pero las mudanzas, el nivel general de la instrucción en España y el carácter refractario del propio Baroja no le permitieron adquirir una base sólida de conocimientos ni una metodología seria y eficiente, dos carencias de las que a menudo se lamentaría luego, cuando se vio imposibilitado de satisfacer cumplidamente algunas de sus curiosidades intelectuales.

En el período de estudiante, yo no conocía la manera de estudiar, ni siquiera la de leer con provecho. Hay una manera de estudiar para lucirse en un examen; hay otra forma de estudio que nutre el espíritu; yo no he llegado a poseer ninguna de las dos.

A lo largo de sus escritos autobiográficos aflora a veces esta frustración, teñida en ocasiones de un cierto desdén por los eruditos que se contradice con la satisfacción que experimenta cuando puede avasallar a un interlocutor con sus conocimientos. Por más que aparentara la máxima llaneza, Baroja no era inmune a los aguijonazos de la egolatría (por usar un término barojiano), y en el relato de sus encuentros se trasluce a veces la mortificación que le causaba no poder estar, al menos a su juicio, al nivel de brillantez que los demás esperaban de un escritor célebre.

MÉDICO EN CESTONA

En Madrid, y superada bien que mal la etapa escolar, Baroja hubo de enfrentarse al dilema de elegir una carrera universitaria.

Por entonces… se me presentó la cuestión de qué carrera iba a seguir. Yo sentía curiosidades; pero, en definitiva, vocación clara y determinada, ninguna. Fuera de que me hubiera gustado tener éxito con las mujeres y correrla por el mundo, ¿qué más había en mí? Nada; vacilación.

Esta frase, como suele ocurrir con la definiciones que las personas se aplican a sí mismas, tiene tanto de cierto como de falaz. Sin duda el desasosiego que trasluce es verdadero, pero sin duda Baroja sentía un vivo interés por el conocimiento y por lo que en términos actuales llamaríamos las “humanidades”. Otra cosa es que, en la práctica, los estudios de estas materias que impartía la universidad española y, sobre todo, las salidas que la sociedad ofrecía luego a quienes los siguieran debían de resultar muy poco atractivos para un espíritu inquieto. Y no deja de ser notable que en un momento de indecisión, Baroja no optara por la carrera de Derecho, que tradicionalmente seguían los diletantes, sino por la de Medicina.

Hay muchos médicos a quienes el ejercicio de su profesión despierta el deseo de escribir, pero es raro el caso inverso. No faltan, con todo, antecedentes ilustres, como el de Chejov, u otro aún más chocante: el de Freud, el cual afirma en uno de sus escritos autobiográficos no haber sentido una especial predilección por la profesión médica y haberla abrazado movido por la curiosidad hacia las preocupaciones humanas. Con todo, la decisión de estudiar Medicina y dedicar a ella el resto de su vida no deja de ser sorprendente en un hombre como Baroja, que no se caracterizaba por tomar decisiones impulsivas respecto de su persona. Tal vez ésta tampoco lo fuera, pero ciertamente fue errónea. Baroja no tenía la más mínima vocación de médico, pese a que su imagen concuerda con la del médico de cabecera a la antigua usanza, una imagen que, no obstante, resulta algo maltrecha por el desdén hacia la humanidad que Baroja no se cansa de manifestar. De su desapego por la enseñanza de la Medicina nos ha dejado constancia escrita tan abundante, rotunda e inequívoca que sería absurdo ponerla en entredicho. Sí hay que señalar que el paso por la facultad de Medicina le puso en contacto con el mundo estudiantil de Madrid y le permitió hacer amistades que conservó largo tiempo y que en su día le resultaron estimulantes desde el punto de vista intelectual y vital. Pero como todo le parecía mal, y los profesores le inspiraban una animadversión y un desprecio que no se esforzaba en ocultar, iba suspendiendo todas las asignaturas o aprobándolas malamente. Sus estudios parecían condenados al fracaso.

Así las cosas, en 1891, el padre de Baroja, que había regresado junto a su familia tras la muerte de su suegra, aceptó el cargo de Ingeniero Jefe de Minas en Valencia.

Según contaría luego Baroja, “la vida, más económica en nuestra ciudad [Valencia] que en Madrid, fue lo que les decidió a venir”.

El motivo del traslado, sin embargo, no es evidente. Para un hombre tan arraigado en su tierra y tan sociable como don Serafín, un traslado a Valencia, donde no conocía a nadie, no ofrecía aliciente alguno. Por otra parte, Valencia, en 1891, no debía de ser gran cosa (“Una capital de provincia es cosa insoportable”), salvo por una climatología y una luminosidad que a un vasco de pura cepa, que se sentía a gusto en Pamplona, le habían de producir más nostalgia que contento. La madre, como cabe esperar, “se declaraba indiferente a esta cuestión”.

En realidad, Valencia, para la familia Baroja, ofrecía una ventaja sobre Madrid que posiblemente pesara en la decisión de don Serafín: una facultad de Medicina más apta para encarrilar los estudios de su hijo Pío, a quien “en aquel mismo mes [septiembre], como estudiante de Medicina le habían suspendido en la Corte, y por segunda vez, en Patología General”.” Tanto si la Universidad de Valencia era más favorable por el talante liberal de sus profesores o por una mayor predisposición a la benevolencia, el hecho es que en esta ciudad Pío Baroja consiguió acabar la carrera con una rapidez que sus antecedentes académicos hacían impensable. Y si para conseguir este resultado don Serafín había aceptado exiliarse en Valencia, habrá que admitir que no era un padre tan despreocupado por su hijo ni tan carente de sentido práctico como luego se le ha pintado. La estancia en Valencia, por lo demás, resultó trágica para la familia Baroja. Darío, el hermano mayor de Pío, enfermó de tuberculosis y murió tras una breve enfermedad. Darío “había cumplido veintitrés años. Era un poco romántico, creyente en la amistad, galanteador y aficionado a la literatura”. Pío lo cuidó con solicitud durante todo el proceso: aquélla fue la primera práctica de medicina que le tocó hacer. La muerte de Darío afectó a su carácter, ya proclive a la tristeza. Luego regresó a Madrid y obtuvo el doctorado con una tesis titulada El dolor. Estudio psicofísico. Aprobada la tesis, volvió a Burjasot, localidad próxima a Valencia, adonde la familia Baroja se había trasladado, a “una casa muy pequeña, con un jardín de perales, albérchigos y granados. Pa sé allí una temporada muy agradable”.