UN VIEJO MUERTO DE MIEDO
Cuando estalló la guerra civil, Pío Baroja se encontraba, como todos los años, veraneando en Vera con el resto de la familia, aunque sin su madre, muerta en 1935. Quiso ver en qué consistía aquel alboroto y de poco lo fusilan de la manera más absurda. En los primeros días de la rebelión, al saber que una columna carlista iba a pasar por una población próxima a Vera, tuvo la ocurrencia de acudir con un amigo a ver el espectáculo. No era un tonto, sino un novelista. Fue reconocido, obligado a bajar del coche. Así relata en sus memorias Carmen Baroja el incidente:
Al llegar cerca de Santesteban, se encontraron con las tropas de requetés que iban viniendo del interior de la provincia. Les hicieron bajar del coche y un capitán, casado en Pamplona con la hija de un fondista, se encaró pistola en mano con Pío y dirigiéndose a su gente dijo:
– Este viejo es Pío Baroja, el que ha querido siempre desacreditar nuestra tradición. ¡Miradle ahora, muerto de miedo!
Y parece que le llevaba apuntándole con la pistola hacia la cuneta de la carretera. Pío, lívido de ira, le contestó, según contó luego Ochoteco [el hombre que le acompañaba], que él no temblaba ante nadie y menos ante un cochino carlista como él.
Es curioso que el incidente no acabara peor en vista de una respuesta tan poco adecuada a las circunstancias, si es que efectivamente Baroja se mostró tan bizarro y tan inconsciente, cosa que parece dudosa. Pero la moderación verbal no era una característica de los Baroja. Sí lo era, en cambio, el gusto por los detalles nimios, que hacen tan vivida su forma de narrar, como este capitán “casado en Pamplona con la hija de un fondista” que alardea de asustar a un viejo a punta de pistola. Curiosamente, el relato que el propio Pío hace de este percance es bastante escueto y muy poco heroico, como puede leerse en la antología que figura en este libro. Aunque Pío Baroja no había participado en la vida pública durante los años de la República, salvo para expresar su desapego, la actitud anticlerical de sus escritos y la virulencia con que defendía sus argumentos y atacaba los ajenos le habían granjeado muchos odios entre los círculos conservadores. Desde el punto de vista ideológico estaba más próximo al bando antirrepublicano que su hermano Ricardo, que simpatizaba con los comunistas por influencia de su mujer, Carmen Monné. Pero en el vértigo de la violencia, por la notoriedad de su persona y por la elementalidad de los actores de aquel terrible drama, fue Pío quien estuvo a punto de ser ejecutado sumariamente, mientras que con Ricardo no se metió nadie ni durante el largo período de la guerra ni después.
Después del encuentro con los carlistas, salvado in extremis de una muerte cierta y posteriormente liberado de la prisión. Pío Baroja regresó a Vera, pero, persuadido, no sin motivo, de que su vida corría peligro, cruzó la frontera y pasó en París el resto de la contienda, alojado en el Colegio de España y sin más ingresos que el precario pago de unos artículos publicados en el diario La Nación, de Buenos Aires, mientras el resto de la familia sobrevivía en Vera con grandes penurias, de las que Carmen Baroja ha dejado un relato escalofriante en sus memorias. Pío Baroja trató de exiliarse a América, pero no lo consiguió. Se sentía viejo, enfermo y desalentado, y regresó a España en 1937. Para ser admitido tuvo que pagar un alto precio. Permitió que se publicara una selección de sus opiniones más virulentas contra los comunistas, los masones y los judíos, y juró fidelidad al nuevo régimen, cosa que, según cuentan, hizo con la mezcla de sorna y zafiedad que le eran propias. Preguntado por el conde de Jordana si juraba ser leal a España y la tradición cristiana representada por el Caudillo, respondió: “Lo que sea costumbre”. En otra ocasión, estando en Vera la familia Baroja, se presentó allí un brigada de la Guardia Civil para verificar la autorización con la que Pío Baroja había regresado a España. Una vez comprobados los documentos pertinentes, el guardia civil le preguntó: “¿Y cómo andamos de religión?”. A lo que Pío Baroja, un tanto inquieto, pero incapaz de resolver la papeleta mediante una mentira, respondió: “Pues bastante medianamente”. Al relatar esta anécdota, Julio Caro comenta: “Cuando un brigada de la Guardia Civil tiene autoridad para preguntar a un escritor famoso, de cerca de setenta años, cómo anda de religión, en el país que eso ocurre ha debido de ocurrir algo gravísimo”.
DECADENCIA Y MUERTE
A partir de la guerra, la trayectoria de la familia Baroja se convirtió en un continuo descenso por la espiral del hambre, la incertidumbre y la incomprensión. La casa de la calle de Mendizábal no había resistido la guerra civil. Un bombardeo la había destruido, y con ella buena parte de las pertenencias de la familia. Ricardo y Carmen Monné se quedaron a vivir en Vera. Carmen Baroja y sus dos hijos, Julio y Pío Caro, regresaron a Madrid, donde se reunieron con Rafael Caro Raggio, y se instalaron en un piso de la calle Ruiz de Alarcón. Caro Raggio pidió y obtuvo el reingreso en el cuerpo de Correos, al que había pertenecido antes de ser editor. Había vendido el solar de la calle de Mendizábal, había recuperado algunas máquinas y trató de levantar el negocio, pero no pudo. Murió al cabo de pocos años, en 1943. Para entonces Pío se había ido a vivir con los Caro Baroja a la casa de la calle Ruiz de Alarcón, de la que ya no habría de moverse hasta su muerte. Los últimos años de su vida los pasó Pío Baroja sumido en una atonía progresiva. Seguía escribiendo y paseando, recibía visitas en su casa todas las tardes y aceptaba bien que mal los homenajes que se le hacían casi a título postumo.
En este estado lo conoció Juan Benet, decrépito, quejumbroso, callado, rodeado de curiosos que acudían a tomar nota de sus rasgos seniles y de viejos y fieles amigos que desgranaban chismes y ocurrencias. Goloso, caprichoso, improvidente. Pío Baroja callaba y escuchaba, como hacen los individuos a quienes nada interesa y cualquier cosa entretiene. Mientras bandos opuestos trataban de ganar su figura para sus respectivas causas, él hacía como que no se enteraba, por despiste o por astucia, dispuesto a gozar ahora de aquella inocencia que, según él mismo, de niño no tuvo. Daba la razón a los unos y a los otros, y si decía algo era para apaciguar los ánimos de quienes podían hacerle daño. De estos años data su dilatada y confusa autobiografía. En ella se muestra, como siempre, polémico y combativo. Con todo se atreve, esgrime argumentos feroces y desacredita a unos contrincantes que él mismo se inventa. Pero ninguna opinión es tan precisa o tan coyuntural que pueda ponerle en apuros. Sus argumentaciones son fuegos de artificio y versan sobre asuntos que ya no importan a nadie. Es esta vaguedad, esta inconsistencia sistemática la que permitirá que el debate sobre Baroja siga vivo tantos años después de su muerte. Pío Baroja pasó los últimos tiempos de su vida con la cabeza totalmente perdida. Su estado general era muy débil, pero eran las pesadillas y los temores imaginarios lo que le hacían sufrir. De noche, según cuenta Julio Caro Baroja, se despertaba con tal ansiedad que hubo que poner a su disposición dos camas para que pudiera mudarse de la una a la otra y de este modo dejar atrás los terrores de un mal sueño, como una cruel caricatura de su aversión a permanecer mucho tiempo en un mismo lugar. Otras veces se despertaba con la angustia de llegar tarde a los exámenes de la Facultad de Medicina de San Carlos, donde había estudiado sesenta años atrás y de la que tan mal había hablado en sus memorias y en algunas novelas, sobre todo en El árbol de la ciencia. Otras veces se levantaba y trataba de huir del dormitorio, por lo que siempre había que dejarle la puerta abierta. En una de estas fugas precipitadas se cayó y se rompió el fémur. Sobrevivió a la operación varios meses, en estado comatoso, defendido por sus allegados de los intentos de hacerle volver al seno de la Iglesia católica. Murió irredento el 30 de octubre de 1956 y fue enterrado en el cementerio civil.