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—Sí, sargento —dijo Autoclave con voz abatida.

—Dispones de un minuto.

—Gracias, sargento.

Un segundo después de que la trampilla se cerrara sobre su cabeza Autoclave corrió hacia una de las gigantescas patas del caballo y le dio un uso que jamás había pasado por las mentes de quienes lo habían diseñado.

Y mientras estaba distraído con los ojos clavados en la nada, absorto en ese estado contemplativo casi zen que se produce en momentos semejantes, oyó un «pop» muy suave y todo un valle fluvial apareció delante de él.

No es la clase de cosa que debiera ocurrirle a un chico diligente y que se esfuerza por hacerlo todo lo mejor posible, especialmente si se da la casualidad de que el chico en cuestión tiene que lavarse el uniforme.

Una brisa procedente del mar se adentró en el reino trayendo consigo la leve sospecha… no, rugiendo innegables sugerencias de sal, calamares y líneas de marea requemadas por el sol. Unas cuantas aves marinas más bien perplejas empezaron a moverse en círculos sobre la necrópolis donde el viento correteaba por entre los bloques caídos mientras cubría de arena los monumentos conmemorativos erigidos en honor de los monarcas de la antigüedad, y los pájaros se las arreglaron para decir más con un simple vaciar de estómagos de cuanto Ozimandias había conseguido llegar a decir nunca.

El viento cortaba con un filo fresco y nuevo que no resultaba nada desagradable. Las personas que estaban reparando los daños causados por los dioses sintieron el impulso de volver la cara hacia él como el pez que se vuelve hacia el chorro de agua fresca y límpida que acaba de entrar en su charca.

Nadie estaba trabajando en la necrópolis. Casi todas las pirámides habían perdido sus niveles superiores y desprendían hilillos de humo que hacían pensar en volcanes recién extinguidos. Las losas de mármol negro se habían esparcido un poco por todas partes puntuando el paisaje. Una de ellas casi había conseguido decapitar una excelente estatua de Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre.

Los antepasados se habían esfumado. De momento nadie se había ofrecido voluntario para averiguar dónde estaban.

Hacia el mediodía un barco con todo el velamen desplegado empezó a subir por el Djel. El barco resultaba bastante engañoso. Parecía moverse con la perezosa lentitud de un hipopótamo gordo que no cuenta con ninguna protección, y hacía falta observarlo durante algún tiempo para percatarse de que también avanzaba a una velocidad francamente notable. El barco acabó dejando caer el ancla delante del palacio.

Y pasado un rato bajó un bote.

Teppic estaba sentado en el trono y observaba cómo la vida del reino se iba recomponiendo a sí misma igual que un espejo roto que ha sido reparado y refleja la misma vieja luz de siempre en formas tan nuevas como inesperadas.

Nadie estaba muy seguro de en calidad de qué ocupaba el trono ahora, pero no había nadie más que tuviera muchas ganas de ocuparlo y oír instrucciones pronunciadas por una voz límpida y segura de sí misma era un gran alivio. Una voz límpida y segura de sí misma puede hacer qué las personas obedezcan incluso las órdenes más increíbles, y el reino estaba acostumbrado a oír una voz límpida y segura de sí misma.

Aparte de eso el dar órdenes servía para que Teppic no tuviera tiempo de pensar en ciertas cosas, como por ejemplo qué ocurriría después. Por lo menos los dioses habían vuelto a la no-existencia, lo cual hacía que resultara mucho más fácil creer en ellos, y la hierba ya no parecía crecer debajo de sus pies.

«Quizá pueda reconstruir el reino tal y como era —pensó Teppic—. Pero… ¿Qué puedo hacer con él en cuanto lo haya reconstruido? Si consiguiéramos encontrar a Dios… Siempre sabía lo que había que hacer. Era su gran virtud, no cabe duda.»

Un guardia se abrió paso por entre la multitud de nobles y sacerdotes.

—Disculpadme, Alteza —dijo—. Hay un mercader que quiere veros, y afirma que es urgente.

—Ahora no, buen hombre. Dentro de una hora tengo que recibir a los representantes de los ejércitos de Efebas y Espadarta, y antes debo ocuparme de un montón de cosas. No puedo perder el tiempo hablando con el primer viajante de comercio que pasa por delante del palacio… ¿Y qué vende?

—Alfombras, Alteza.

—¿Alfombras?

Era Broncalo. Sonreía como la mitad de un melón e iba seguido por unos cuantos tripulantes. Broncalo cruzó lentamente la sala del trono contemplando los frescos y los tapices. El hecho de que fuera Broncalo y no otra persona hacía muy probable que estuviera calculando cuánto podían valer, y cuando se detuvo delante del trono ya había dibujado dos rayas debajo del total.

—Muy bonito —dijo, resumiendo miles de años de acumulación arquitectónica en cuatro sílabas—. Ha ocurrido algo increíble, ¿sabes? Es tan increíble que no lo adivinarías ni en un siglo. Verás, estábamos navegando junto a la costa y de repente apareció un río. Antes había acantilados, y un momento después allí estaba el río. «Qué extraño», pensé yo. «Apuesto a que el viejo Teppic anda por ahí y que esto es cosa suya…»

—¿Dónde está Ptraci?

—Sabía que te habías quejado de que echabas en falta las pequeñas comodidades domésticas de AnkhMorpork, así que te hemos traído esta alfombra.

—Te he preguntado que dónde está Ptraci.

Los tripulantes se hicieron a un lado revelando a un Alfonzo muy risueño que cortó las cuerdas que mantenían enrollada la alfombra y la sacudió para extenderla.

La alfombra se desenrolló velozmente sobre el suelo envuelta en un torbellino compuesto por pelusas, polillas y, finalmente, Ptraci, quien siguió rodando hasta que su cabeza chocó con la puntera de una de las botas de Teppic.

Teppic la ayudó a levantarse e intentó quitarle las pelusas de la cabellera mientras Ptraci se tambaleaba hacia atrás y hacia adelante. Ptraci acabó logrando recuperar el equilibrio, le ignoró y se volvió hacia Broncalo con el rostro enrojecido por la furia y la falta de aire.

—¡Podría haber muerto ahí dentro! —gritó—. ¡Y a juzgar por el olor mi muerte no habría sido la primera! ¡Y el calor…!

—Dijiste que a la Reina… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, dijiste que en el caso de la Reina Ram-Jam-Hurrah funcionó, ¿verdad? —replicó Broncalo—. No me eches la culpa. En casa lo habitual es regalar un collar o algo por el estilo.

—Apuesto a que ella tenía una alfombra decente —dijo secamente Ptraci—, no un horror polvoriento que se ha pasado seis meses metido dentro de una maldita bodega.

—Oye, da gracias de que hubiera una alfombra a bordo —replicó Broncalo sin perder la calma—. Después de todo fuiste tú quien tuvo la idea, ¿no?

—Eh… —murmuró Ptraci, y se volvió hacia Teppic—. Hola —dijo—. Se suponía que esto iba a ser una sorpresa asombrosamente original.

—Pues lo ha sido —dijo Teppic con fervor—. Oh, sí, te aseguro que lo ha sido.

Broncalo estaba tumbado en un diván en la espaciosa terraza del palacio mientras tres doncellas se turnaban en la tarea de pelarle granos de uva. Un jarro de cerveza puesto a la sombra se enfriaba junto a él. Broncalo sonreía afablemente.

Alfonzo yacía de bruces sobre una manta y se sentía extremadamente incómodo. La Señora de las Mujeres había descubierto que aparte de los tatuajes de sus antebrazos su espalda era un auténtico manual ilustrado que contenía toda la historia de las prácticas exóticas y había hecho acudir a las chicas para que pudieran ampliar su educación. Alfonzo torcía el gesto ocasionalmente cuando el puntero indicaba algo particularmente interesante, y se había metido un dedo en cada oreja para no oír las risitas.

Teppic y Ptraci estaban al otro extremo de la terraza. El resto de los presentes no había tenido necesidad de hablar para ponerse de acuerdo en que era mejor dejarles solos. Las cosas no iban muy bien entre ellos.