—No. Qué idea tan ridícula. Brotecitos verdes…
Teppic se relajó. Bien, eso demostraba de forma concluyente que todo había terminado.
—Lo importante es seguir adelante, ¿sabes? No permitas que la hierba crezca bajo tus pies —dijo—. Y… Tampoco habrás visto ninguna gaviota, ¿verdad?
—Hoy había montones de ellas. ¿O es que no te has fijado?
—Sí. Creo que eso es buena señal.
Maldito Bastardo observó cómo hablaban un ratito más manteniendo esa peculiar conversación lenta y desganada en la que suelen ir quedando atrapadas dos personas pertenecientes a sexos opuestos cuando están pensando en temas muy distintos a los que son expresados en voz alta. Entre los camellos la hembra se limitaba a inspeccionar la metodología del macho, con lo que las cosas siempre resultaban mucho más sencillas.
Después se besaron de una forma bastante casta —si es que se puede considerar que un camello es un juez digno de confianza en cuestión de besos—, y tomaron una decisión.
Maldito Bastardo dejó de interesarse por lo que hacían después de ese punto.
EN EL COMIENZO…
El valle no podía estar más silencioso y tranquilo. El río de orillas que aún no habían sido domadas vagabundeaba lánguidamente abriéndose paso por entre los cañaverales y los macizos de papiros. Los ibis paseaban tranquilamente por los bajíos; los hipopótamos que moraban en las profundidades subían un metro o dos y volvían a hundirse tan lentamente como un huevo duro metido en un cazo de agua hirviendo.
El único sonido que rompía el silencio impregnado de humedad era el chapoteo ocasional de un pez o el siseo de un cocodrilo.
Dios llevaba un buen rato acostado en el barro. No estaba muy seguro de cómo había llegado allí o de por qué la mitad de su túnica había desaparecido y la otra mitad estaba chamuscada y ennegrecida. Recordaba vagamente un ruido ensordecedor y una sensación de extremada velocidad que había coincidido de forma inexplicable con el estar totalmente inmóvil, y de momento no necesitaba respuestas. Las respuestas siempre implicaban preguntas, y las preguntas nunca habían llevado a nadie a ningún lugar digno de ser visitado. Las preguntas sólo servían para meterse en líos. El fresco abrazo del barro era muy relajante, y Dios estaba seguro de que podría pasar algún tiempo sin prestar atención a nada salvo a esa sensación tan agradable.
El sol fue bajando hacia el horizonte. Unos cuantos merodeadores nocturnos se acercaron a Dios, y alguna clase de instinto animal les hizo decidir que una pierna tan flaca no compensaría todos los problemas que iban a tener si se la arrancaban de un mordisco.
El sol volvió a asomar en el cielo. Las garzas lanzaron graznidos que parecían bocinazos. Las hilachas de niebla se fueron desenrollando entre las lagunas y se consumieron lentamente a medida que el color del cielo iba pasando del azul al bronce recién enfriado.
Y el tiempo fue transcurriendo en la más maravillosa y tranquila falla de acontecimientos que Dios había conocido en toda su larguísima existencia, hasta que un ruido muy extraño agarró al silencio y le hizo el equivalente de cortarlo en trocitos con un cuchillo oxidado.
El ruido resultaba curiosamente parecido al que podría producir un asno mientras lo convenían en rebanadas con una sierra mecánica. Comparado con una melodía era… bueno, era como comparar una carrera de motos con un xilófono bien manejado, pero cuando otras voces similares aunque distintas se unieron a él en una amplia variedad de tonos medio quebrados y notas dislocadas Dios descubrió que el efecto global resultaba curiosamente atractivo. Tenía gancho. De hecho, poseía lo que sólo puede definirse como una extraña capacidad succionante.
El ruido llegó a una meseta, una nota purísima compuesta por una sucesión de discordancias, y las voces se separaron las unas de las otras moviéndose cada una a lo largo de su propio vector durante una fracción de segundo…
Hubo un agitarse del aire, un fugaz parpadeo del sol.
Y una docena de camellos se recortó sobre la cima de una colina distante, y una docena de cuerpos flacos y cubiertos de polvo echaron a correr hacia el agua. Los cañaverales dejaron escapar una erupción de aves. Los saurios reptaron sobre los bancos de arena y se esfumaron lo más deprisa posible. Un minuto después la orilla se había convertido en una masa de barro pisoteado, y las criaturas de rodillas nudosas se empujaban y se peleaban para meter el hocico en el agua.
Dios se irguió y vio su báculo en el fango. El báculo estaba un poquito chamuscado, pero seguía entero y Dios se percató de algo que nunca le había llamado la atención antes. ¿Antes? ¿Es que había existido un antes? No estaba demasiado seguro, pero de lo que no cabía duda era de que había existido un sueño, o algo muy parecido a un sueño…
Cada serpiente tenía la cola metida en la boca.
Una silueta bajita y morena seguida por su maltrecha familia empezó a bajar por la pendiente de la colina yendo hacia los camellos. La silueta blandía un aguijón para controlar camellos, parecía tener mucho calor y estar francamente perpleja.
De hecho, su expresión era la de alguien que necesita buenos consejos y una mano firme que le guíe.
Los ojos de Dios se posaron en el báculo. Sabía que el báculo era un símbolo, y que simbolizaba algo muy importante, pero no podía recordar el qué. Lo único que podía recordar era que pesaba mucho y que, contra toda lógica, una vez que lo habías cogido resultaba muy difícil soltarlo. De hecho, resultaba casi imposible… «Será mejor que no lo coja», pensó.
Claro que… Bueno, siempre podía cogerlo sólo un ratito, el tiempo que necesitara para ir hasta aquella silueta y explicarle por qué las pirámides y los dioses eran tan importantes. Y cuando hubiera terminado de explicárselo se libraría de ese peso.
Dios suspiró, se envolvió en los restos de su túnica para ofrecer un aspecto lo más digno posible y echó a caminar apoyándose en el báculo.