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– ¿Puedes sentarte sin ayuda? -preguntó Jean-Claude.

Sorprendentemente, la respuesta era «Sí». Me senté con la espalda apoyada en la pared. El dolor seguía presente, pero cada vez más débil. Jean-Claude cogió un cubo que estaba junto a las escaleras y derramó el agua. Había un desagüe muy moderno en mitad del suelo.

– No cabe duda de que te recuperas pronto -dijo Theresa, que me miraba con los brazos en jarras. En su tono había diversión y otra cosa que no podía definir.

– Ya casi no tengo náuseas ni dolor. ¿Cómo es posible?

– A mí no me mires; pregúntaselo a Jean-Claude. -Theresa frunció los labios. Es obra suya.

– Tú no habrías podido hacerlo -dijo Jean-Claude con un deje de exasperación en la voz.

– Yo no lo habría hecho en ningún caso -repuso ella. Se había puesto pálida.

– ¿De qué habláis? -pregunté.

Jean-Claude se volvió hacia mí, su rostro hermoso e inescrutable. Clavó sus ojos oscuros en los míos. Seguían siendo sólo ojos.

– Venga, maestro vampiro, díselo. Verás cómo te lo agradece.

Jean-Claude siguió mirándome, observando mi cara.

– Estás malherida. Tienes conmoción cerebral. Pero Nikolaos no quiere que te llevemos al hospital hasta que haya terminado esta… entrevista. Tenía miedo de que te murieras o te quedaras… incapacitada. -No le había notado nunca la voz tan insegura-. De modo que he compartido mi fuerza vital contigo.

Empecé a sacudir la cabeza. Grave error. Me apreté las manos contra la frente.

– No entiendo.

– No sé cómo explicártelo -dijo con un gesto de impotencia.

– Oh, permíteme -dijo Theresa-. Ha dado el primer paso para convertirte en su sierva.

– No. -Todavía me costaba pensar con claridad, pero sabía que no era cierto. No ha tratado de engañarme con la mente ni con los ojos. No me ha mordido.

– No me refiero a una de esas criaturas patéticas que obedecen nuestros deseos después de unos cuantos mordiscos. Me refiero a una sierva permanente, alguien a quien nunca se hiere ni se muerde. Alguien que envejece casi tan lentamente como nosotros.

Yo seguía sin entenderlo, y se me debía de notar en la cara.

– Te he quitado el dolor -explicó Jean-Claude- y te he dado parte de mí… resistencia.

– ¿Estás sintiendo mi dolor, entonces?

– No; el dolor ha desaparecido. Digamos que te he vuelto un poco más fuerte.

Puede que fuera demasiado complicado, pero lo cierto era que yo seguía sin enterarme de nada.

– No lo entiendo.

– Mira: ha compartido contigo algo que nosotros consideramos un gran don, algo que sólo les damos a las personas que demuestran ser imprescindibles.

– ¿Eso significa que estoy en tu poder? -le pregunté a Jean-Claude, mirándolo fijamente.

– Todo lo contrario -dijo Theresa-. Ahora eres inmune a su mirada, a su voz, a su mente… Sólo estarás a su servicio de forma voluntaria, nada más. Ya ves lo que ha hecho.

La miré a los ojos, y sólo eran ojos. Ella asintió.

– Ahora empiezas a entender. Como reanimadora, ya eras parcialmente inmune a nuestra mirada. Ahora lo eres casi por completo. -Soltó una carcajada demencial-. Nikolaos os aniquilará a los dos.

Dicho aquello, subió las escaleras taconeando con fuerza contra la piedra y dejó la puerta abierta a su paso.

Jean-Claude se me había acercado. Tenía una expresión inescrutable.

– ¿Por qué lo has hecho? -pregunté.

Se limitó a mirarme. El pelo se le había secado en rizos desordenados alrededor de la cara. Seguía siendo increíblemente guapo, pero el pelo lo hacía parecer más real.

– ¿Por qué?

Entonces sonrió, y le vi líneas de cansancio alrededor de los ojos.

– Si hubieras muerto, nuestra ama nos habría castigado. Aubrey ya está pagando caro su… desliz.

Se volvió y empezó a subir las escaleras. Se movía como un gato, con elegancia y fluidez, como si no tuviera huesos. Se detuvo al llegar a la puerta y me miró.

– Vendrán a buscarte cuando Nikolaos decida que es el momento. -Cerró la puerta, y oí cómo echaba la llave y pasaba el cerrojo. Su voz me llegó flotando entre los barrotes, densa, casi burbujeante por la risa-: Y, a lo mejor, porque me caes bien.

Su risa tenía un filo amargo.

Capítulo 10

Tenía que comprobar si la puerta estaba cerrada. La sacudí y hurgué en la cerradura, como si supiera forzarla. Miré si había algún barrote suelto, aunque de todas formas no habría cabido por el estrecho ventanuco.

Comprobé la puerta porque no podía evitarlo. Era un acto reflejo, como el de sacudir la tapa del maletero después de haberse dejado las llaves dentro. He estado en el lado incorrecto de muchas puertas cerradas. Nunca he conseguido abrir ninguna al comprobarla, pero alguna vez tendrá que ser la primera. Si es que llego a ella con vida, claro. Tachad esto último; no quiero ser ceniza.

Un sonido me devolvió a la celda y a sus paredes húmedas y pringosas: una rata corría junto a la pared opuesta, y otra se asomó por el borde de los escalones, moviendo los bigotes. Supongo que no hay calabozos sin ratas, pero no me habría importado prescindir de ellas.

Otra cosa se acercó por el borde de los escalones; a la luz de las antorchas me pareció un perro. Pero no. Una rata del tamaño de un pastor alemán se incorporó sobre sus delgadas patas traseras. Se quedó mirándome, con las enormes patas delanteras dobladas cerca del pecho peludo. No me quitaba de encima aquellos ojos negros, enormes y saltones. Separó los labios para mostrar unos dientes amarillentos. Cada incisivo era un puñal romo de quince centímetros.

– ¡Jean-Claude! -grité.

El aire se llenó de chillidos que resonaban como si llegaran a través de un túnel. Me refugié en el otro extremo de las escaleras, y entonces lo vi. En la pared había un túnel, casi de la altura de un hombre, del que salían las ratas, en oleadas espesas y peludas, chillando y lanzando mordiscos al aire. Empezaban a cubrir todo el suelo.

– ¡Jean-Claude! -Golpeé la puerta y tiré de los barrotes; todo lo que ya había hecho antes. Era inúticlass="underline" no había manera de salir. Pateé la puerta y volví a gritar-. ¡Joder!

El sonido rebotó en los muros de piedra y casi tapó el ruido de los miles de patas que arañaban el suelo.

– No vendrán a por ti antes de que terminemos.

Me quedé paralizada, con las manos aún en la puerta. Me volví despacio: la voz procedía del interior. El suelo se retorcía y temblaba, lleno de cuerpecitos peludos. Los chillidos, el roce sordo del pelaje y el golpeteo de miles de patas diminutas llenaban la estancia. Había miles, miles.

Cuatro ratas gigantes se alzaban como montañas en medio de la marea peluda, y una de ellas me contemplaba con ojos negros como botones. Aquella mirada no tenía nada de ratuno. No había visto ningún hombre rata hasta entonces, pero estaba segura de que eso era precisamente lo que tenía delante.

Una figura se incorporó con las patas medio dobladas. Tenía la estatura de un hombre, con la cara enjuta, de roedor. Una cola grande y pelada se le curvaba como una cuerda gruesa de carne alrededor de las patas flexionadas. Era un macho, sin lugar a dudas. Extendió una pata.

– Ven con nosotros, humana -dijo con voz pastosa, casi peluda, y con un deje de gañido. Pronunciaba las palabras con precisión, pero no modulaba bien. Los labios de rata no están hechos para hablar.

No pensaba bajar las escaleras, ni de coña. Tenía el corazón en la garganta. Conozco a un tipo que sobrevivió a un ataque de hombres lobo; estuvo a punto de morir, pero no se convirtió. Pero también conozco a otro al que le bastó un arañazo para convertirse en hombre tigre. Lo más probable era que, si me arañaban, al cabo de un mes tuviera la cara peluda, los ojos completamente negros y colmillos amarillentos. Virgen santa.

– Baja, humana. Ven a jugar.

Tragué saliva. Fue como si intentara tragarme el corazón.