– Pues como que no.
– Podemos subir a buscarte -dijo con una risa que era casi un siseo. Avanzó entre las ratas menores, que le abrieron paso apartándose frenéticamente, apelotonándose para evitar su contacto. Se quedó al pie de los escalones, mirándome. Tenía el pelaje marrón, con mechas del color de la miel-. No creo que te guste que te obliguemos a bajar.
Tragué saliva. Lo creía. Fui a coger el cuchillo y descubrí que la funda estaba vacía. Como era de suponer, los vampiros me lo habían quitado. Mierda.
– Baja, humana; ven a jugar.
– Tendréis que subir a buscarme.
Se pasó la cola entre los dedos, acariciándola. Después bajó una mano por el pelo del abdomen hasta alcanzar la entrepierna. Lo miré fijamente a la cara, y se rió.
– Cogedla.
Dos ratas del tamaño de perros avanzaron hacia las escaleras. Una rata pequeña rodó bajo las patas de las grandes. Emitió un chillido agudo y lastimero; después, nada. Se retorció hasta que las otras ratas la cubrieron, y al momento se oyeron crujir sus huesecitos. No desperdiciaban nada.
Me apreté contra la puerta como si esperase atravesarla. Las dos ratas se dirigieron a la escalera; tenían el pelo lustroso y estaban bien alimentadas. No tenían ojos de animal; su expresión era humana, inteligente.
– Un momento, un momento.
Las ratas vacilaron.
– ¿Sí? -dijo el hombre rata.
– ¿Qué queréis? -acerté a decir.
– Nikolaos nos ha pedido que te hagamos compañía.
– Eso no responde a mi pregunta. ¿Qué queréis que haga? ¿Qué queréis de mí?
Los labios se apartaron de los dientes amarillentos. Parecía un gesto de amenaza, pero creo que era una sonrisa.
– Ven con nosotros, humana. Tócanos; deja que te toquemos. Te enseñaremos los placeres del pelo y los dientes. -Se pasó las manos por el pelo de los muslos, cosa que atrajo mi atención a lo que tenía entre las patas. Aparté la vista y sentí calor en la cara. Me estaba sonrojando. ¡Mierda!
– ¿Pretendes impresionarme con eso? -pregunté, y la voz me sonó casi firme.
– ¡Traedla! -gruñó tras quedarse pasmado un instante.
Cojonudo, Anita, putéalo. Insinúale que no está bien dotado.
– Esta noche nos vamos a divertir, estoy seguro. -Su risa sibilante me recorrió la piel en oleadas de frío.
Las ratas gigantes subieron; los músculos se les tensaban bajo el pelaje mientras sus bigotes, gruesos como alambres, se retorcían con furia. Apreté más la espalda contra la puerta y empecé a resbalar pegada a la madera.
– No, por favor. -Odié que me saliera una voz aguda y asustada.
– Qué pronto te rindes; qué pena -dijo el hombre rata.
Tenía a las dos ratas gigantes casi encima. Apoyé firmemente la espalda contra la puerta con las rodillas flexionadas, los talones bien plantados en el suelo y la punta de los pies algo levantada. Una pata me tocó la pierna. Se me pusieron por corbata, pero esperé; no me podía precipitar. Por favor, Dios, que no me hagan sangre. Sentí unos bigotes que me rozaban la cara y el peso de un cuerpo peludo encima de mí.
Golpeé con los dos pies y le di de lleno a una de las ratas. Se irguió sobre las patas traseras y se tambaleó hacia atrás. Sacudía la cola para recuperar el equilibrio, pero me abalancé sobre ella y la golpeé en el pecho. El bicho cayó por el borde del rellano.
La segunda rata se agazapó y emitió una especie de gruñido. Vi cómo se le tensaban los músculos; me apoyé en una rodilla y me preparé. Si se me echaba encima estando yo de pie, me haría caer. Estaba a unos centímetros del borde.
Saltó. Me lancé al suelo y rodé. Hundí los pies y una mano en su cuerpo caliente, y la ayudé en el salto. La rata pasó por encima de mí y cayó fuera de mi vista. Oí chillidos asustados cuando golpeó el suelo, con un sonido sordo que me llenó de satisfacción. No creía que las hubiera matado, pero había hecho lo que podía.
Me levanté y volví a apoyar la espalda en la puerta. El hombre rata había dejado de sonreír, así que le ofrecí mi sonrisa más tierna y angelical. No pareció impresionado.
Hizo un movimiento fluido, como si cortara el aire. Las ratas menores se movieron hacia delante, siguiéndolo. Una marea parda de cuerpecitos peludos empezó a arrastrarse y bullir escaleras arriba.
Podía matar a unas cuantas, pero no a todas. Si él se lo ordenaba, me comerían viva, a bocaditos rojos.
Las ratas me corrían alrededor de los pies, tropezaban entre ellas y se peleaban. Sus cuerpos me chocaban con las botas. Una de ellas se estiró para agarrarse a la suela. Le di una patada y cayó chillando por el borde.
Las ratas gigantes habían arrastrado a una de sus amigas heridas a un lado. No se movía. La otra a la que había empujado iba cojeando.
Una rata saltó hacia arriba y se me enganchó a la blusa con las uñas. Se quedó colgada con las patas atrapadas en la tela. Sentía su peso en el pecho. La cogí-por el cuerpo, y me clavó los dientes en la mano hasta cerrarlos, atravesando la piel sin chocar con el hueso. Grité, sacudiendo la rata para liberarme. Me colgaba de la mano como un pendiente guarro. La sangre le corría por el pelaje. Otra rata me saltó a la blusa.
El hombre rata sonreía.
Otra de las pequeñas estaba trepando hacia mi cara. La cogí del rabo y la tiré por ahí.
– ¿No te atreves a venir tú? ¿Te doy miedo? -grité. Tenía la voz estrangulada por el pánico, pero lo dije-. Tus amigos están heridos porque los has mandado a hacer algo que a ti te da miedo, ¿verdad?
Las ratas gigantes nos miraban. Él también las miró.
– No tengo miedo de los humanos.
– Entonces, sube y cógeme tú mismo, si es que puedes. -La rata que tenía en la mano salió volando en medio de un chorro de sangre. Me había desgarrado la piel, entre el pulgar y el índice.
Las ratas menores vacilaron y miraron nerviosamente a su alrededor. Tenía una subiéndome por los pantalones, pero se dejó caer.
– No te tengo miedo.
– Demuéstralo. -La voz me sonó un poco más firme; puede que ya pareciera la de una niña de nueve años, y no de cinco.
Las ratas gigantes lo miraban atentamente, a la expectativa. Él repitió el gesto que había hecho antes, pero a la inversa. Las ratas chillaron y se quedaron erguidas sobre las patas traseras mirando a su alrededor con incredulidad, pero empezaron a bajar las escaleras y volver sobre sus pasos.
Me apoyé en la puerta, con las rodillas flojas y la mano herida en el pecho. El hombre rata empezó a subir los escalones. Se movía con agilidad sobre la punta de sus pies alargados, clavando en la piedra los fuertes dedos rematados en uñas.
Los cambiaformas son más fuertes y rápidos que los humanos. No recurren a la hipnosis ni a las ilusiones ópticas; simplemente son mejores. No lograría sorprender al hombre rata como había hecho con el primero que me atacó. Dudaba que fuera posible cabrearlo lo suficiente para que se obcecara, pero ¿no dicen que la esperanza es lo último que se pierde? Estaba herida, desarmada y en inferioridad de condiciones. Si no lograba que cometiera un error, lo tendría muy, muy crudo.
Se pasó una lengua larga y rosada por los dientes.
– Sangre fresca -dijo. Acto seguido aspiró sonoramente-. Apestas a miedo, humana. Sangre y miedo: eso me huele a comida.
Volvió a sacar la lengua y rió. Yo me llevé la mano ilesa a la espalda, como si buscara algo.
– Ven aquí, hombre rata, y veamos si te gusta la plata.
El hombre rata vaciló, y se quedó quieto y medio agazapado en el escalón superior.
– No tienes plata.
– ¿Te apuestas la vida?
Se frotó las manos. Una de las ratas mayores chilló algo; el le gruñó.
– ¡No tengo miedo!
Si las otras lo azuzaban, mi farol no iba a colar.
– Ya has visto cómo he dejado a tus amigos. Y sin armas. -Mi voz sonó firme y grave. Esta es mi Anita.
Me miró con sus ojos enormes. El pelaje le relucía a la luz de las antorchas como si estuviera recién lavado. Dio un salto y se plantó en el rellano, pero fuera de mi alcance.