– Yo tampoco -dije.
Me miró de reojo con sus ojos negros y se volvió a la puerta.
– Ya vienen.
Sabía a quiénes se refería. Se había acabado la fiesta: llegaban los vampiros. El rey de las ratas bajó de un salto los escalones y recogió a la rata caída. Se la cargó al hombro como si nada, corrió hacia el túnel y desapareció a toda velocidad, apenas un borrón oscuro que me recordó un ratón sorprendido por la luz de la cocina.
Oí el golpeteo de unos tacones en el pasillo y me aparté de la puerta. Se abrió y entró Theresa, que se quedó en el rellano. Me miró y después examinó la habitación vacía con los brazos en jarras y los labios apretados.
– ¿Dónde están?
– Han hecho su trabajo y se han ido. -Le mostré la mano herida.
– No se tenían que ir -dijo Theresa. Un gruñido exasperado brotó del fondo de su garganta-. Ha sido ese rey que tienen, ¿verdad?
– Se han ido; no sé por qué -dije. Me encogí de hombros.
– Mírala, qué tranquila y valiente. ¿No te han asustado las ratas?
Volví a encogerme de hombros. Si algo funciona, insiste.
– Se suponía que no tenían que hacerte sangre. -Me miró fijamente-. ¿Ahora cambiarás en la próxima luna llena? -preguntó como con curiosidad. Ya dice la sabiduría popular que la curiosidad pica y es malsana; ojala fuera verdad y tuviera picores insalubres.
– No -dije, sin más explicaciones. Si las quería, podía machacarme contra la pared hasta que le dijera lo que quería oír, y no le costaría nada. Aunque, ups, era una pena que a Aubrey lo hubieran castigado por haberme hecho daño.
– Las ratas tenían que asustarte, reanimadora -dijo, observándome con el ceño fruncido-, pero parece que no han hecho su trabajo.
– Puede que no me asuste fácilmente. -La miré a los ojos sin esfuerzo; sólo eran ojos.
Theresa me sonrió de repente, mostrando los colmillos.
– Nikolaos ya encontrará algo que te asuste, reanimadora. Porque el miedo es poder. -Susurró las últimas palabras como si temiera decirlas en voz demasiado alta.
¿Qué era lo que atemorizaba a los vampiros? ¿Acaso los atormentaban visiones de estacas afiladas y ajos, o había cosas peores? ¿Cómo se asusta a los muertos?
– Camina delante de mí, reanimadora. Vamos a conocer a tu ama.
– ¿No es también tu ama, Theresa?
Me miró fijamente con la cara inexpresiva, como si la risa de antes hubiera sido irreal. Tenía unos ojos fríos y oscuros. Los de las ratas tenían más personalidad.
– Antes de que acabe esta noche, reanimadora, Nikolaos será el ama de todo el mundo.
– Me parece que no -dije, sacudiendo la cabeza.
– El poder de Jean-Claude te ha vuelto imbécil.
– No -dije-, no es eso.
– Entonces ¿qué es, mortal?
– Que prefiero morir a convertirme en la marioneta de un vampiro.
Theresa no se inmutó; sólo asintió, muy despacio.
– Puede que se cumpla tu deseo.
Se me erizó el vello de la nuca. Podía sostenerle la mirada, pero el mal provoca una sensación especial. Una sensación que da escalofríos, seca la garganta y retuerce el estómago. También la he sentido con humanos, no es necesario ser un no muerto para ser malvado, aunque no viene mal.
Eché a andar delante de ella. Las botas de Theresa resonaban por el pasillo. Puede que sólo fuera el miedo, pero sentía su mirada en la espalda, como si un cubito de hielo me bajara por la columna.
Capítulo 11
La habitación era enorme, como un almacén, pero tenía paredes de piedra. No me habría extrañado ver a Bela Lugosi saliendo de un rincón en cualquier momento, con capa y todo, aunque la criatura que estaba sentada de espaldas a una pared también impresionaba lo suyo.
Debía de haber muerto cuando tenía doce o trece años. Los pechos pequeños, a medio formar, se le marcaban bajo el vestido largo de tela fina. Era azul claro, y tenía un aspecto cálido en contraste con la absoluta blancura de su piel. Si probablemente ya era pálida de viva, como vampira era cadavérica. Tenía el pelo del rubio platino que tienen algunos niños antes de que se les oscurezca, aunque a ella no se le oscurecería nunca.
Nikolaos estaba sentada en una silla de madera tallada. Los pies no le llegaban al suelo.
Un vampiro avanzó hasta apoyarse en el brazo de la silla. Tenía la piel de un tono extraño, como de un marfil pardusco. Se inclinó y le susurró algo al oído a Nikolaos. Ella se rió, con una risa que evocaba campanillas o cascabeles. Un sonido precioso, calculado. Theresa se acercó a la niña, se situó tras ella y le pasó las manos por el cabello rubio.
También se acercó un humano, que se situó a la derecha de la silla. Se quedó con la espalda contra la pared y los brazos tiesos a los lados. Mantenía la vista al frente, la cara inexpresiva y la espalda rígida. Era calvo casi por completo, y tenía la cara afilada y los ojos oscuros. A la mayoría de los hombres les queda fatal la falta de pelo; sin embargo, aquel no estaba mal. Era guapo, aunque tenía pinta de no preocuparse por el aspecto físico. No sabía a cuento de qué, pero me parecía un soldado.
Otro hombre se situó junto a Theresa. Tenía el pelo rubio pajizo, muy corto, los ojos verde claro y una cara de lo más rara. No era ni guapo ni feo, pero llamaba la atención. Era un rostro que podía resultar atractivo si se lo miraba el tiempo suficiente. No era un vampiro, pero puede que me hubiera precipitado al creerlo humano.
Jean-Claude apareció en último lugar y se colocó a la izquierda de la silla. No tocó a nadie y, aunque formaba parte del grupo, se mantenía algo apartado de los demás.
– Bueno -dije-, sólo nos falta la música de Drácula, príncipe de las tinieblas, y podemos salir a escena.
– Te crees muy graciosa, ¿verdad? -Nikolaos tenía la voz como la risa, aguda e inofensiva. Pura inocencia calculada.
– Depende del día. -Me encogí de hombros.
Me sonrió sin mostrar los colmillos. Parecía completamente humana, con los ojos brillantes y una expresión graciosa en la cara redonda y agradable. Mirad qué inofensiva soy; sólo soy una niña adorable. Y qué más.
El vampiro moreno volvió a susurrarle algo al oído. Ella se rió, con un sonido tan agudo y cristalino que podría embotellarse.
– ¿Esa risa es ensayada o es un talento natural? No, seguro que la has ensayado.
Jean-Claude hizo una mueca. No supe a ciencia cierta si trataba de contener la risa o de no fruncir el ceño. Quizá las dos cosas. Yo tenía un don especial para provocar aquella reacción en alguna gente.
La risa desapareció de la cara de la vampira, de manera muy humana, hasta que sólo le brillaron los ojos. Pero su mirada no era nada graciosa: era el tipo de mirada que reservan los gatos para los pajaritos.
– Eres muy valiente o muy estúpida. -El tono de su voz se elevaba un poco al final de cada palabra, al estilo de Shirley Temple.
– Con esa vocecita, sólo te falta un hoyuelo para dar el pego.
– Me inclino por la estupidez -dijo Jean-Claude en voz baja.
Lo miré y, a continuación, posé los ojos en la panda de engendros.
– Estoy cansada, herida, furiosa y asustada. Así que os agradecería que os dejarais de numeritos y fuéramos al grano.
– Empiezo a entender que Aubrey perdiera los estribos. -Su voz se había vuelto seca, sin ningún rastro de humor. El canturreo infantil se estaba desvaneciendo, como el hielo cuando se derrite-. ¿Sabes cuántos años tengo? -La miré y negué con la cabeza-. Creía que habías dicho que era buena, Jean-Claude -pronunció su nombre como si estuviera molesta con él.
– Es buena.
– Dime cuántos años tengo -dijo con voz gélida, propia de un adulto cabreado.
– No puedo. No sé por qué, pero no puedo.
– ¿Cuántos años tiene Theresa?
Miré a la vampira de pelo oscuro recordando el peso de su mente. Se estaba riendo de mí.