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– Cien, quizá ciento cincuenta, no más.

– ¿Por qué no más? -preguntó con una cara tan inexpresiva que parecía esculpida en mármol.

– Esa es la edad que siento.

– ¿La sientes?

– Noto en la cabeza cierto grado de… poder en ella. -Siempre detesté tener que explicarlo en voz alta. Sonaba asquerosamente místico, y de místico no tenía nada. Entendía de vampiros, igual que otras personas entienden de caballos o de coches. Era un don. Ya. Pero también era cuestión de práctica. Supuse que a Nikolaos no le iba a gustar ni un pelo que la comparara con un caballo o un coche, conque mantuve la boca cerrada. Y luego me llaman estúpida. Ja.

– Mírame, humana. Mírame a los ojos. -La voz seguía siendo insulsa, sin un ápice de la autoridad que tenía la de Jean-Claude.

«Mírame a los ojos.» Esperaba algo más original del ama de los vampiros de la ciudad, pero no lo dije en voz alta. Tenía los ojos azules o grises, o de los dos colores. Sentí su mirada en la piel como algo palpable; estaba convencida de que si quisiera, podría tocarla con las manos. No había sentido nunca nada parecido. Sin embargo, podía sostenerle la mirada, y no sé cómo, pero supe que no debería haber sido capaz.

El soldado de su derecha me estaba mirando, como si por fin hubiera hecho algo interesante.

Nikolaos se puso en pie y se colocó ligeramente por delante de su séquito. Apenas me llegaba a la clavícula, lo que hacía de ella un retaco. Se quedó parada, con el aspecto etéreo y hermoso de un cuadro; no daba sensación de vida, pero los trazos eran elegantes, y el color, cuidado.

Se quedó allí sin moverse y me abrió la mente. Fue como si se hubiera derribado una puerta. Su mente chocó con la mía, y me tambaleé. Sus pensamientos irrumpieron en mí como cuchillos, como sueños de filo acerado. Por mi cabeza deambulaban fragmentos efímeros de su mente; cuando me tocaban, me dejaban aturdida y dolorida.

Estaba de rodillas y no recordaba haber caído. Tenía frío, mucho frío. No tenía nada que hacer; yo era insignificante en comparación con aquella mente. ¿Cómo podía pensar siquiera en considerarme a su altura? ¿Qué otra cosa podía hacer?, salvo arrastrarme a sus pies y suplicar su perdón. Mi insolencia era intolerable.

Empecé a avanzar a cuatro patas hacia ella. Parecía lo más apropiado. Tenía que suplicarle perdón. Necesitaba que me perdonara. ¿Y cómo acercarse a una diosa, si no es de rodillas?

No. Algo iba mal. Pero ¿qué? Tenía que pedirle perdón a la diosa. Tenía que adorarla y cumplir todos sus deseos. No. No.

– No -murmuré-. No.

– Ven, hija mía. -Su voz era como la primavera tras un largo invierno. Era una revelación. Me hizo sentir aceptada, bienvenida.

Tendió los brazos pálidos hacia mí. La diosa me iba a dejar abrazarla. Increíble. ¿Por qué estaba en el suelo en vez de correr hacia ella?

– No. -Golpeé la piedra con las manos. Me dolió, pero no demasiado-. ¡No! -Estrellé el puño contra el suelo. Me ardió todo el brazo y se me quedó entumecido-. ¡No! -Golpeé una y otra vez la roca con los puños hasta que me sangraron. El dolor era intenso, real, mío-. ¡Sal de mi mente, zorra! -grité.

Me encogí en el suelo, jadeando, con las manos en el estómago. Sentía que el corazón se me iba a escapar por la boca, y casi no podía respirar. La ira me recorrió el cuerpo, limpia y afilada, barriendo hasta el último vestigio de la mente de Nikolaos.

La miré con furia, pero por debajo de la furia había pavor. Nikolaos me había inundado la mente como el mar inunda una concha; me había llenado y me había dejado vacía. Puede que tuviera que acabar con mi cordura para quebrantar mi voluntad, pero podía conseguirlo si quería, y yo no podría hacer absolutamente nada para defenderme.

Me devolvió la mirada desde arriba y se rió con aquella fantástica risa de cascabeles.

– Vaya, al fin algo que le da miedo a la reanimadora. Mira por dónde. -Tenía la voz cantarína y agradable; era la niña adorable otra vez.

Nikolaos se arrodilló ante mí, sujetándose el vestido azul claro bajo las rodillas como toda una dama, y se inclinó para mirarme a los ojos.

– ¿Cuántos años tengo, reanimadora?

Empezaba a sufrir temblores, y los dientes me castañeteaban como si fuera a morir de frío, que puede que fuera el caso. Pero logré hablar entre dientes con la mandíbula agarrotada.

– Mil -dije-. O más.

– Tenías razón, Jean-Claude. Es buena. -Tenía la cara prácticamente contra la mía. Quería sacármela de encima, pero sobre todo quería que no me tocara.

Volvió a reír, con un sonido agudo e intenso, de una pureza estremecedora. Si hubiese podido, habría gritado o le habría escupido a la cara.

– Bien, reanimadora, nos vamos entendiendo. Haz lo que queremos, o te arrancaré la mente capa tras capa, como si fuera una cebolla. -Me respiró en la cara, y con apenas un susurro de niña traviesa, añadió-: Sabes que soy capaz, ¿verdad?

Lo sabía.

Capítulo 12

Quería escupir en aquella cara tersa y pálida, pero temía las consecuencias. Sentí una gota de sudor que me recorría la cara. Le prometería cualquier cosa, lo que fuera, si no me tocaba. Nikolaos no necesitaba hechizos: le bastaba con aterrorizarme, y el miedo me controlaría. O eso esperaba ella, pero yo no podía permitirlo.

– Apártate… de… mi… cara-dije.

Se rió. Su aliento era cálido y olía a menta, a caramelos refrescantes. Pero debajo de aquel aroma moderno y limpio se podía percibir el olor a sangre fresca. Una muerta antigua y un asesinato reciente.

– El aliento te apesta a sangre -le dije. Ya no temblaba.

Se echó atrás, llevándose la mano a la boca. Fue un gesto tan humano que me hizo reír. Se incorporó, y su vestido me rozó la cara. A continuación, un pie pequeño y calzado con un zapatito de lo más delicado me dio una patada en el pecho.

La fuerza del golpe me proyectó hacia atrás con un dolor intenso y me dejó sin aire. Por segunda vez en la noche me quedaba sin respiración. Permanecí boca abajo intentando respirar y superar el dolor. No había oído ninguna fractura, pero debía de tener algo roto.

– Lleváosla de aquí antes de que la mate. -La voz sonó por encima de mí, tan acalorada que quemaba.

El dolor se atenuó y se volvió punzante, y el aire me quemaba la garganta. Tenía el pecho como si hubiera tragado plomo.

– Quieto ahí, Jean. -Jean-CIaude se había apartado de la pared e iba hacia mí. Nikolaos acompañó la orden con un gesto de su mano pálida y menuda-. ¿Puedes oírme, reanimadora?

– Sí -dije con voz ahogada. No tenía suficiente aire para hablar.

– ¿Te he roto algo? -trinó como un pajarito.

Tosí, intentando aclararme la garganta, pero me dolió. Me abracé el pecho mientras remitía el dolor.

– No,

– Lástima. Aunque supongo que eso nos habría retrasado, o habrías dejado de sernos útil. -Pareció quedarse sopesando las posibilidades que tenía lo último. ¿Qué me habrían hecho si se me hubiera roto algo? Prefería no saberlo.

– La policía sólo tiene noticia de cuatro vampiros asesinados, pero ha habido seis más.

– ¿Y por qué no lo habéis denunciado? -pregunté, respirando con cuidado.

– Mi querida reanimadora, hay muchos de los nuestros que no confían en las leyes humanas. Ya sabemos lo equitativa que es la justicia con los no muertos. -Sonrió, y volví a echar en falta un hoyuelo-. Jean-Claude era el quinto vampiro más poderoso de la ciudad. Ahora es el tercero.

La miré esperando a que se echara a reír, a que dijera que era una broma. Pero mantuvo la sonrisa como una figura de cera. ¿Me estaban tomando el pelo?

– ¿Han matado a dos maestros vampiros más fuertes que…? -Tuve que tragar saliva antes de continuar-. ¿Más fuertes que Jean-Claude?

– Captas las cosas deprisa -dijo, ampliando la sonrisa y dejando ver un colmillo-, eso te lo concedo. Y hasta puede que el castigo de Jean-Claude sea menos… severo. Fue él quien te recomendó, ¿lo sabías?