Tuve que apartarle las manos de la cara y levantarle la cabeza para conseguir que me mirara. Me bastó con eso. Tenía los ojos oscuros increíblemente abiertos por el miedo, un miedo atroz, y le caía un hilo de baba de la boca. Sacudí la cabeza y me puse en pie.
– Lo has destrozado.
– Ya, ¿y qué? Ningún puto zombi me a poner en ridículo. Va a Contestar a mis preguntas.
¿Es que no te enteras? -Me volví para enfrentarme a su mirada de furia-. Le has destrozado la mente.
– Los zombis no tienen mente.
– Es cierto. Lo único que tienen, y durante poco tiempo, es el recuerdo de lo que fueron. Si se los trata bien, pueden conservar la personalidad cambiante una semana o poco más, pero este… -Señalé al zombi y añadí, fin dirección a Nikolaos.Los malos tratos aceleran el proceso. El miedo se los carga.
– ¿Qué quieres decir, reanimadora?
– Este sádico -dije señalando a Zachary con el pulgar- ha destrozado la mente del zombi. Ya no podrá responder a más preguntas. A nadie, nunca más.
Nikolaos se volvió como una tormenta pálida, los ojos convertidos en glaciares azules. Pero sus palabras caldearon el ambiente.
– Arrogante… -Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, desde los piececitos elegantemente calzados hasta la larga melena rubia. Estaba tan acalorada que pensé que en cualquier momento se le iba a incendiar la silla de madera.
La ira la despojó de su máscara de niña, y se le acentuaron los rasgos en la piel, blanca como la nieve. Sus manos se aferraban al aire como garras; clavó una en el brazo de la silla, y la madera crujió y se agrietó. El sonido reverberó en las paredes de piedra.
– Sal de mi vista antes de que te mate. -Su voz quemaba la piel-. Llévate a la mujer y asegúrate de que llegue sana y salva a su coche. Si me vuelves a fallar, por nimio que sea el fallo, te rebanaré el pescuezo y mis hijos se bañarán en tu sangre.
Muy gráfico; algo melodramático, pero muy gráfico. No lo dije en voz alta, claro. Joder, ni siquiera me atrevía a respirar. Cualquier movimiento podía llamar su atención, y era obvio que sólo necesitaba una excusa.
Al parecer, Zachary tuvo la misma impresión. Le hizo una reverencia sin dejar de mirarla. Después, sin decir ni mu, dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta pequeña. Caminaba con calma, como si la muerte no le estuviera taladrando la espalda. Se detuvo junto a la puerta e hizo ademán de invitarme a pasar. Miré a Jean-Claude, que seguía donde lo había dejado Nikolaos. Yo no había preguntado por la seguridad de Catherine; los acontecimientos se habían precipitado. Abrí la boca, pero creo que Jean-Claude adivinó lo que iba a decir.
Me silenció con un gesto de la mano pálida y esbelta, tan blanca como el encaje de la camisa. Sus ojos parecían dos enormes llamas azules. La larga melena negra le flotaba en torno a la cara, que de repente adquirió una palidez mortal que ocultó su humanidad. Su poder me recorrió la piel y me erizó el vello de los brazos. Me estremecí, mirando fijamente a la criatura que había sido Jean-Claude.
– ¡Corre! -gritó, azotándome con la voz; casi sentí que me hacía sangre. Vacilé y me fijé en Nikolaos. Estaba levitando y se elevaba muy lentamente. La cabellera, suave y esponjosa, le bailaba alrededor del cráneo. Levantó una garra, y vi los huesos y las venas atrapados en el ámbar de su piel.
Jean-Claude se volvió y me lanzó un zarpazo. Algo me empujó contra la pared y me hizo cruzar la puerta. Zachary me cogió del brazo y tiró de mí. Me aparté de él. La puerta se me cerró de golpe en la cara.
– Virgen santa -murmuré.
Zachary estaba al pie de una escalera estrecha que ascendía y me tendía la mano. Tenía la cara empapada de sudor.
– ¡Por favor! -Movía la mano como si fuera un pájaro enjaulado.
Un hedor se filtró por debajo de la puerta: olor a cadáveres putrefactos, hinchados, de piel agrietada y reseca bajo el sol, a sangre estancada y podrida en venas inmóviles. Me entraron náuseas y retrocedí.
– Oh, Dios -murmuró Zachary. Se cubrió la boca y la nariz con una mano, y siguió tendiéndome la otra.
No se la cogí, pero lo acompañé por las escaleras. Se disponía a decir algo cuando la puerta empezó a crujir. La madera trepidaba y se sacudía contra el marco como si la azotara un huracán, y el viento se escapaba por debajo. El pelo se me arremolinaba alrededor de la cara. Retrocedimos un poco mientras la pesada puerta de madera luchaba temblorosa contra un vendaval imposible. ¿Una tormenta en el interior de un edificio? El olor nauseabundo de la carne putrefacta impregnaba el aire. Nos miramos y convinimos sin palabras en que era nosotros contra ellos, o contra aquello. Nos volvimos y echamos a correr como una sola persona.
No era posible que se desencadenara una tormenta al otro lado de la puerta. No era posible que el viento nos persiguiera por la estrecha escalera de piedra. No había cadáveres putrefactos en aquella habitación. ¿O sí? Por Dios, no quería saberlo. No quería saberlo.
Capítulo 13
Una explosión hizo temblar las escaleras, y el viento nos derribó como si fuéramos marionetas; la puerta había saltado por los aires. Avancé a gatas intentando huir, pensando sólo en huir. Zachary se puso en pie y me tiró del brazo. Echamos a correr.
Un aullido cuyo origen no veíamos se sumó al rugido del viento a nuestras espaldas. El pelo me caía en la cara y no me dejaba ver. Zachary me cogió de la mano y me sostuvo. Las paredes eran lisas, las escaleras, de piedra resbaladiza, y no había donde agarrarse. Nos tumbamos sobre las escaleras y nos agarramos el uno al otro.
– Anita -susurró la voz aterciopelada de Jean-Claude-. Anita. -Me esforcé por levantar la vista, parpadeando para intentar ver a pesar del viento, pero no había nada a la vista-. Anita. -Era el viento lo que me llamaba-. Anita. -Vi un destello: dos llamas azules que flotaban en el aire. Ojos. ¿Eran los ojos de Jean-Claude? ¿Estaría muerto?
El fuego azul empezó a descender. El viento no lo movía.
– ¡Zachary! -grité. Pero mi voz se perdió en el rugido del vendaval. ¿Él también lo veía, o yo me estaba volviendo loca?
Las llamas azules descendieron más y más, y de repente supe que no quería que me tocaran, tan repentinamente como supe que aquello era precisamente lo que iban a hacer. Y algo me decía que sería mal asunto.
Me solté de Zachary. Él me gritó algo, pero el viento rugía y aullaba entre las estrechas paredes como un vagón descontrolado en una montaña rusa. No se oía nada más. Me empecé a arrastrar escaleras arriba, azotada por el viento que intentaba derribarme. Entonces oí otra cosa: la voz de Jean-Claude en mi cabeza.
– Perdóname -dijo.
De pronto tenía las luces azules frente a la cara. Me pegué a la pared e intenté apartar el fuego, pero atravesé las llamas con las manos. Allí no había nada.
– ¡Déjame en paz! -grité.
El fuego me atravesó las manos como si fueran incorpóreas y se me metió en los ojos. El mundo se convirtió en un cristal azul, silencioso y vacío; hielo azul…
– Corre, corre -susurró en mi mente. Volvía a estar sentada en las escaleras y parpadeaba para ver contra el viento. Zachary me miraba fijamente.
El viento se detuvo como si hubieran accionado un interruptor. El silencio era ensordecedor. Respiraba con dificultad y no tenía pulso, no podía sentirme el corazón. Lo único que oía era mi respiración, demasiado fuerte y rápida. Por fin entendí a qué se refería la gente al decir que el miedo deja sin aliento.
– ¡Tienes un brillo azul en los ojos! -La voz de Zachary sonó ronca y excesivamente fuerte en aquel silencio. Creo que lo había susurrado, pero a mí me pareció un grito.
– Calla -dije entre dientes. No entendía muy bien por qué, pero había alguien que no debía enterarse de lo que acababa de decir, que no debía saber qué había pasado. Me iba la vida en ello. No hubo más susurros en mi cabeza, pero el último consejo había sido bueno: «Corre». Correr parecía muy buena idea.