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Se quedó sentado mirándome, muy quieto. No era la inmovilidad exánime de los que llevan mucho tiempo muertos, pero casi daba el pego.

El miedo me subió por el espinazo y me llegó a la garganta. Reprimí el impulso de sacar el crucifijo que llevaba debajo de la blusa y echar a Willie del despacho. No sé por qué, pero me parecía poco profesional expulsar a un cliente con un objeto sagrado. Me quedé de pie esperando a que se moviera.

– ¿Por qué no quieres aceptar el caso?

– Tengo otros clientes a los que atender. Siento no poder hacer nada por ti.

– Será que no quieres.

– Como prefieras. -Rodeé la mesa para acompañarlo a la puerta.

Se desplazó con una agilidad que no había tenido nunca, pero lo vi y me aparté de la mano que tendía hacia mí.

– No soy otra mariboba a la que puedas embaucar con tus trucos.

– Me has visto moverme.

– Te he oído. No llevas tanto tiempo muerto. Vampiro o no, te queda mucho por aprender.

Me miraba con el ceño fruncido y la mano aún medio tendida. Puede ser, pero ningún humano habría podido apartarse así.

– Dio un paso en mi dirección hasta casi rozarme con la chaqueta. Frente a frente teníamos casi la misma estatura: ambos éramos bajos. Los ojos le quedaban al mismo nivel que los míos. Me obligué a mantener la mirada fija en su hombro.

Tuve que hacer acopio de valor para no apartarme de él. Pero qué leches; vivo o muerto, era Willie McCoy. No pensaba darle aquella satisfacción.

– No eres más humana que yo -dijo.

Me dirigí a la puerta. No me había apartado de él; me había alejado para abrir. Intenté convencer al sudor que me recorría la espalda de que no era lo mismo. Pero la sensación de frío que tenía en el estómago tampoco se dejaba engañar.

– Me tengo que ir, en serio. Muchas gracias por haber recurrido a Reanimators, Inc. -Le dediqué mi mejor sonrisa profesional, tan vacía de significado como una bombilla, pero igual de deslumbrante.

– ¿Y por qué no quieres trabajar para nosotros? -Preguntó deteniéndose en el umbral-. Tendré que dar alguna explicación cuando vuelva.

No estaba segura, pero me pareció que en su voz había algo parecido al temor. ¿Tendría problemas por haber fracasado? Aunque sabía que era una estupidez, me dio pena. Vale, era un no muerto, pero me estaba mirando fijamente y seguía siendo Willie, el de las chaquetas ridículas y las manitas nerviosas.

– Diles, sean quienes sean, que tengo por norma no trabajar para vampiros.

– ¿Y no te saltarías esa norma por nada? -Otra vez aquella manía de hacer que las afirmaciones parecieran preguntas.

– Por nada del mundo.

Le noté un destello en la cara, como si asomara el antiguo Willie. Casi parecía triste.

– Siento que hayas dicho eso, Anita. No les gustan las negativas.

– Pues a mi no me gustan las amenazas. Y estás abusando de mi hospitalidad.

– No es ninguna amenaza, Anita. Es la verdad. -Se arregló la corbata, se ajustó el nuevo alfiler de oro, irguió los hombros y salió.

Cuando se marchó, cerré la puerta y me apoyé en ella. Me temblaban las rodillas. Pero no era un buen momento para quedarme allí sin hacer nada. La señora Grundick ya debía de haber llegado al cementerio. Estaría allí de pie, con su pequeño bolso negro y sus hijos adultos, esperando a que le devolviera a su marido de entre los muertos. Había dejado dos testamentos muy distintos; era un misterio. Le quedaban dos opciones: pasarse años pagando minutas de abogados y costas judiciales, o revivir provisionalmente a Albert Grundick y preguntarle.

En el coche tenía todo lo necesario, hasta los gallos. Me saqué el crucifijo de plata de debajo de la blusa y lo dejé colgar a la vista. Tengo varias pistolas y sé usarlas. Guardo una Browning de nueve milímetros en el cajón de la mesa. Pesa más o menos un kilo, con balas de plata y todo. La plata no mata a los vampiros, pero tiene un efecto disuasorio muy úticlass="underline" les provoca heridas que se curan muy despacio, a una velocidad casi propia de los humanos. Me sequé el sudor de las manos en la falda y salí.

Craig, nuestro secretario de noche, tecleaba frenéticamente ante el ordenador. Abrió mucho los ojos cuando crucé la espesa moqueta. Puede que fuera por la cruz, que colgaba de la larga cadena; puede que por la pistolera que llevaba a la espalda, con el arma a la vista. No mencionó ninguna de las dos cosas. Así me gusta.

Me puse la chaqueta de pana. No ocultaba el bulto de la pistola, pero daba igual. No creía que los Grundick ni sus abogados se fijaran.

Capítulo 2

Aquella mañana vi salir el sol mientras volvía a casa. Odio el amanecer. Significa que me he pasado con el horario y he trabajado toda la puta noche. San Luis tiene más árboles en los márgenes de las carreteras que ninguna otra ciudad por la que haya conducido. Casi estaba dispuesta a reconocer que, bañados por los primeros rayos del alba, los árboles eran bonitos. Casi. Mi piso tiene siempre un aspecto tan luminoso y alegre al sol de la mañana que resulta deprimente. Las paredes son del mismo color de helado de vainilla que las de cualquier otro piso que haya visto. La moqueta es de un gris pasable, muchísimo mejor que la típica marrón caca de perro.

Es un piso espacioso, con un dormitorio. Tiene vistas al parque de al lado, dicen, pero es como si tuviera vistas a Marte. Por mí, no harían falta ventanas; me las apaño con unas cortinas tupidas que convierten el día más luminoso en una agradable penumbra.

Encendí la radio para ahogar el ruido de mis vecinos de hábitos diurnos. El sueño se apoderó de mí con la suave música de Chopin. Y muy poco después sonó el teléfono.

Me quedé tumbada un instante, odiándome por no haber conectado el contestador. Si no hacía caso, con un poco de suerte… Al quinto timbrazo me di por vencida.

– ¿Sí?.

– Oh, lo siento. ¿Te he despertado?

Era una voz de mujer que no me sonaba de nada. Como pretendiera venderme algo, se iba a enterar.

– ¿Quién es? -pregunté, parpadeando para enfocar el reloj de la mesilla. Eran las ocho. Había dormido casi dos horas. Alegría.

– Soy Mónica Vespucci -dijo, como si aquello lo explicara todo. Pues no.

– ¿Sí? -Intenté decirlo con tono amable, para animarla a continuar, pero creo que me salió algo parecido a un gruñido.

Oh, vaya. Soy la Mónica que trabaja con Catherine Maison.

Me acurruqué, con el auricular en la mano, y traté de pensar. No se me da muy bien cuando sólo he dormido dos horas. El nombre de Catherine sí que me sonaba: era el de una buena amiga. Es posible que me hubiera mencionado a aquella mujer, pero no habría podido identificarla aunque me fuera la vida en ello.

– Claro, Mónica, sí. ¿Qué quieres? -Mi voz me sonó desagradable hasta a mí- Y lo siento si tengo la voz rara, pero es que he estado trabajando hasta las seis.

– ¿Sólo has dormido dos horas? Dios mío. Me querrás matar.

Me abstuve de contestar. No soy tan maleducada.

– ¿Querías algo, Mónica?

– Sí, claro. Estoy organizando la despedida de soltera de Catherine, pero es una fiesta sorpresa. Ya sabes que se casa el mes que viene.

Hice un gesto de asentimiento.

– Iré a la boda -murmuré al recordar que no podía verme.

– Claro, lo sé. Los vestidos de las damas de honor son preciosos, ¿no crees?

A decir verdad, lo último en lo que me apetecía gastarme ciento veinte dólares era un vestido largo de color rosa con mangas de farol, pero era la boda de Catherine.

– ¿Qué pasa con la fiesta?

– Oh, me estoy yendo por las ramas, ¿verdad? Y tú muerta de sueño…

Pensé en pegarle un grito para ver si conseguía que abreviara. No: probablemente, se echaría a llorar.

– Por favor, Mónica. ¿Qué quieres?

Bueno, ya sé que te aviso con poco tiempo; es que estaba liadísima. Hace una semana que quería llamarte, pero entre una cosa y otra, me he despistado y…