– Llevo toda la puta noche despierta. No estoy para jueguecitos.
– ¿Cómo estás de herida?
– Me duelen las manos. -Encogí los hombros e hice un gesto de dolor-. Pero casi todo son rasguños; estoy bien.
– El secretario de noche de tu empresa me dijo que estabas en una despedida de soltera. -Me sonrió con los ojos brillantes-. Debe de haber sido una juerga de órdago.
– Me he encontrado con un vampiro que quizá conozcas. -Arqueó las cejas e hizo un «Oh» silencioso con los labios-. ¿Te acuerdas de la casa que estuviste a punto de incendiar con nosotros dentro?
– Hace un par de años. Matamos a seis vampiros y a dos siervos humanos.
– Uno de los vampiros se nos escapó. -Pasé junto a él y me dejé caer en el sofá.
– No puede ser -dijo en tono rotundo.
Oh, no, Edward desatado. Miré hacia él, pero sólo le pude admirar el cogote.
– Créeme, Edward. Esta noche ha estado a punto de matarme -Era una verdad parcial, también llamada mentira. Pero si los vampiros no querían que avisara a la policía, menos querrían que la Muerte supiera nada. Edward era infinitamente más peligroso para ellos que la policía.
– ¿Cuál?
– El que casi me hizo pedazos; se hace llamar Valentine. Todavía le duran las cicatrices que le hice.
– ¿Agua bendita?
– Sí.
Edward se sentó conmigo en el sofá, pero en el otro extremo, a una distancia prudencial.
– Cuéntame. -Me dirigía una mirada intensa.
– No hay mucho más que contar -dije apartando la vista.
– ¿Por qué mientes?
– Han matado a varios vampiros en el río. -Lo miré a los ojos, resentida; odio que me pillen en una mentira-. ¿Cuánto llevas en la ciudad?
– No mucho. -Sonrió, aunque vete a saber por qué-. Se rumorea que esta noche has conocido al jefe vampiro de la ciudad.
Me quedé boquiabierta. No pude evitarlo; fue una sorpresa demasiado grande para disimular.
– ¿Cómo cono lo sabes?
– Tengo mis recursos. -Se encogió de hombros con elegancia.
– Ningún vampiro hablaría contigo. Voluntariamente, digo.
De nuevo aquel encogimiento de hombros con el que lo decía todo y no decía nada.
– ¿Qué has hecho esta noche, Edward?
– ¿Qué has hecho esta noche, Anita?
Touché. Eran tablas o algo así.
– ¿A qué has venido? ¿Qué quieres?
– Quiero saber dónde está ese vampiro. Su lugar de descanso diurno.
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -Me había recuperado lo suficiente para poner cara de poker.
– ¿Lo sabes?
– No. -Me levanté-. Estoy cansada y quiero irme a dormir. Si no necesitas nada más…
El también se levantó. Seguía sonriendo, como si supiera que le había mentido.
– Seguimos en contacto. Si consigues la información que necesito… -Dejó la frase sin terminar y se dirigió hacia la puerta.
– Edward -dije. Se volvió hacia mí-. ¿Tienes una escopeta de cañones recortados? -Volvió arquear las cejas.
– Te la puedo conseguir.
– Te la pagaré.
– No, considérala un regalo.
– No puedo decírtelo.
– Pero ¿lo sabes?
– Edward…
– ¿Hasta dónde estás metida, Anita?
– Hasta las cejas, y sigo hundiéndome.
– Podría ayudarte.
– Lo sé.
– Si te ayudara, ¿tendría vampiros para matar?
– Es probable.
Me sonrió, con una sonrisa radiante que quitaba el hipo. Era su mejor sonrisa de no haber roto nunca un plato, y nunca sabía si era real o sólo otra de sus caretas. ¿Podría hacer que el verdadero Edward levantara el dedo? Me daba que no.
– Me encanta cazar vampiros. Déjame participar si puedes.
– Vale.
– Ojala tenga más suerte con mis otros informadores que contigo -dijo deteniéndose con una mano en el pomo.
– ¿Y qué harás si no consigues dar con el sitio por otros medios?
– Volver aquí, claro.
– ¿Y?
– Y tú serás buena y me dirás lo que quiero saber. ¿A que sí? -Seguía sonriendo como un chico encantador, pero también insinuaba que estaría dispuesto a torturarme si llegaba el caso.
– Dame unos días -dije, tragando saliva-, y puede que tenga la información que buscas.
– Bien. Más tarde te traigo la escopeta. Si no te encuentro en casa, la dejaré en la mesa de la cocina.
No pregunté cómo pensaba entrar si yo no estaba en casa. Se habría limitado a sonreír o a reírse. Las cerraduras no lo impresionaban.
– Gracias. Por la escopeta, digo.
– De nada, Anita. Hasta mañana. -Cruzó el umbral y cerró la puerta.
Genial. Primero vampiros y después Edward. No hacía ni un cuarto de hora que había amanecido, pero el día no parecía prometedor. Cerré la puerta con llave, como si me fuera a servir de algo, y me acosté. La Browning estaba en su segunda casa, una funda especial sujeta a la cabecera de la cama. Sentí el metal frío del crucifijo en el cuello. Estaba tan protegida como podía y demasiado cansada para que me importara.
Me llevé otra cosa a la cama: un pingüino de peluche llamado Sigmund. No duermo con él a menudo; sólo a veces, cuando intentan matarme. Cada cual tiene sus debilidades. Los hay que fuman; a mí me da por coleccionar pingüinos de peluches. Si no se lo contáis a nadie, yo tampoco.
Capítulo 16
Estaba en la enorme habitación de piedra donde había visto a Nikolaos. Sólo quedaba la silla de madera vacía, y a su lado, en el suelo, un ataúd. La luz de las antorchas se reflejaba en la madera encerada. Una suave brisa corría por la habitación y hacía oscilar las antorchas, que proyectaban enormes sombras negras en las paredes. Pero las sombras parecían moverse de manera independiente de la luz, y cuanto más las miraba, más segura estaba que eran demasiado oscuras, demasiado densas.
Tenía el corazón en un puño. El pulso me latía en las sienes, y no podía respirar. Entonces me di cuenta de que estaba oyendo los latidos de otro corazón, como un eco.
– ¿Jean-Claude?
– ¿Jean-Claude? -repitieron las sombras con voces lastimeras.
Me arrodillé junto al ataúd y agarré la tapa. Era de una pieza y giró con facilidad sobre bisagras bien engrasadas. Empezó a chorrear sangre por los lados del ataúd; me cayó por las piernas y me salpicó los brazos. Grité y me puse en pie, cubierta de sangre aún caliente.
– ¡Jean-Claude!
Una mano pálida salió de la sangre, se contrajo y cayó inerte a un lado del ataúd. La cara de Jean-Claude flotó hasta la superficie. Tendí la mano hacia él. Sentía los latidos de su corazón en la cabeza, pero estaba muerto. ¡Estaba muerto! Sus manos eran cera helada. Abrió los ojos y una mano muerta me sujetó la muñeca.
– ¡No! -Traté de liberarme. Caí de rodillas sobre la sangre que se enfriaba y seguí gritando-: ¡Suéltame!
Se incorporó. Estaba cubierto de sangre. Le chorreaba por la camisa blanca, que parecía un harapo sanguinolento.
– ¡No!
Me tiró del brazo para acercarme más a sí. Apoyé una mano en el ataúd. No quería ir con él. ¡No quería! Se inclinó sobre mi brazo con la boca abierta y los colmillos ávidos. Su corazón resonaba en las sombras como un trueno.
– ¡No, Jean-Claude!
– No tuve elección -me dijo justo antes de atacar. Empezó a caerle sangre desde el pelo, hasta que la cara se le convirtió en una máscara sangrienta. Noté cómo hundía los colmillos en mi brazo. Grité, y me desperté sentada en la cama.