También hay que decir que Bert se quedó con el despacho más pequeño. Las paredes son claras, azul pastel, y la moqueta es dos tonos más oscura. Bert insiste en que el azul tranquiliza a los clientes, y yo insisto en que es como estar metido en un cubito de hielo.
Bert no hace juego con su despacho: es cualquier cosa menos pequeño. Mide uno noventa, y tiene los hombros anchos y una figura de atleta universitario con principio de michelines. Tiene el pelo muy rubio, y lo lleva cortado al ras encima de sus pequeñas orejas. Luce un bronceado marinero para resaltar el pelo y los ojos claros, de un gris tan neutro que parecen cristales sucios. Tiene mérito conseguir que brillen unos ojos así, pero en aquel momento brillaban. Bert estaba encantado de verme. Eso no podía ser bueno.
– Anita, qué agradable sorpresa. Siéntate. -Me mostró un sobre-. Hemos recibido el cheque.
– ¿Qué cheque? -pregunté.
– Por investigar los asesinatos de vampiros.
Lo había olvidado. Había olvidado que en algún momento de toda esta historia me habían prometido dinero. Me parecía ridículo, indecente incluso, que Nikolaos quisiera arreglar nada con dinero. Y a juzgar por la cara de Bert, era un montón de pasta.
– ¿Cuánto?
– Diez mil dólares -alargó las palabras, haciéndolas durar.
– Tampoco es para tirar cohetes.
– ¿Te has vuelto ambiciosa con los años, Anita? -Se rió-. Creía que ese era mi trabajo.
– Eso no paga la vida de Catherine, ni la mía.
Se le desdibujó levemente la sonrisa, y me miró con recelo, como si estuviera a punto de decirle que los reyes son los padres. Casi podía oír cómo se preguntaba si iba a tener que devolver el cheque.
– ¿Qué quieres decir?
Le conté lo ocurrido, con algunas omisiones de poca monta. No mencioné el Circo de los Malditos. Ni el fuego azul. Ni la primera marca vampírica.
– No te lo crees ni tú -dijo cuando llegué a la parte en la que Aubrey me estampaba contra la pared.
– ¿Quieres ver los cardenales?
Acabé el relato y observé su cara angulosa y solemne. Tenía las manos, grandes y de uñas cortas, cruzadas sobre la mesa. El cheque estaba junto a él, encima de unas carpetas cuidadosamente apiladas. Intentaba parecer atento y preocupado, pero fingir empatia no era lo suyo; saltaba a la vista cómo le giraban los engranajes mientras hacía cálculos.
– No te preocupes, Bert, podrás cobrar el cheque.
– Joder, Anita, no era eso lo que…
– Déjalo.
– En serio, Anita. Sería incapaz de ponerte en peligro a propósito.
– Paparruchas. -Reí.
– ¡Anita! -Parecía escandalizado, con los ojos pequeños muy abiertos y una mano en el pecho. La sinceridad personificada.
– No me lo trago, así que guárdate el numerito para los clientes. Te conozco demasiado bien.
Entonces sonrió. Fue su única sonrisa auténtica. El verdadero Bert Vaughn había hecho acto de presencia. Le brillaban los ojos, no de afecto, sino de placer. Hay algo calculador y descaradamente taimado en la sonrisa de Bert. Como si se hubiera enterado de un secreto muy comprometedor y estuviera dispuesto a mantener la boca cerrada… a cambio de algo.
Resulta turbador que alguien se considere mal tipo y le dé igual. Atenta contra todo lo sagrado. Se nos enseña, por encima de todo, a ser amables y cultivar la amistad. Alguien que prescinde de todo eso es un individualista y un peligro en potencia.
– ¿Hay algo que pueda hacer Reanimators, Inc. para ayudarte?
– Ya he puesto a Ronnie a trabajar en ciertos aspectos. Cuantas menos personas se involucren, menos personas correrán peligro.
– Tú siempre tan altruista.
– No como otros que yo me sé.
– No tenía ni idea de qué querían.
– Ya, pero sabías lo que opino de los vampiros.
Me dedicó una sonrisa que decía: «Conozco tu secreto; conozco tus sueños más oscuros». Así era Bert. Un chantajista en ciernes. Yo le sonreí amablemente.
– Como me vuelvas a mandar un cliente vampiro sin consultarme primero, me largo.
– ¿Y adonde vas a ir?
– Me llevaré mi cartera de clientes, Bert. ¿A quién entrevistan los de la radio? ¿A quién se menciona más en la prensa? Y fue idea tuya, Bert. Te pareció que yo daba la imagen más comercial, la de aspecto más inofensivo, la más sugerente. Como un cachorrito en la perrera municipal. Cuando llaman a Reanimators, Inc., ¿por quién preguntan?
Se le había borrado la sonrisa, y sus ojos parecían dos bloques de hielo.
– No llegarías ni a la esquina sin mí.
– Mejor, pregúntate adonde llegarías tú sin mí.
– Me las arreglaría perfectamente.
– Y yo.
Nos quedamos enfrentados con la mirada durante un momento eterno. Ninguno de los dos quería apartar la vista ni ser el primero en parpadear. Bert empezó a sonreír sin dejar de sostenerme la mirada, y yo no pude evitar que se me dibujara una sonrisa. Nos reímos juntos, y ahí se acabó el mal rollo.
– De acuerdo, Anita, se acabaron los vampiros.
– Gracias -dije levantándome.
– ¿De verdad estarías dispuesta a dejarlo? -Tenía una expresión amable y risueña, toda una máscara de candor.
– Sabes que no tengo por costumbre tirarme faroles.
– Sí -dijo-, ya lo sé. Sinceramente, no se me ocurrió que este trabajo pudiera poner tu vida en peligro.
– ¿Habría supuesto alguna diferencia?
Se lo pensó un momento y rió.
– No, pero habría cobrado más.
– Sigue ganando dinero, Bert. Eso se te da bien.
– Y que lo digas.
Lo dejé para que pudiera acariciar el cheque en privado. E incluso para que pudiera reírse a sus anchas. Era dinero manchado de sangre, y no sólo en sentido figurado. Puede que a Bert le diera igual, pero a mí no.
Capítulo 18
Se abrió la puerta del otro despacho, y salió una mujer alta y rubia. Tendría entre cuarenta y cincuenta años. Llevaba unos pantalones dorados de muy buen corte que le realzaban la cintura esbelta; una blusa sin mangas de color crudo, un bronceado perfecto en los brazos, un Rolex de oro y una alianza rodeada de diamantes. La piedra del anillo de compromiso debía de pesar medio kilo. Fijo que ni se había inmutado cuando Jamison le mencionó el precio.
El chico que la seguía también era delgado y rubio. Aparentaba unos quince años, pero yo sabía que al menos tenía dieciocho: está prohibido que los menores ingresen en la Iglesia de la Vida Eterna. Todavía no se le permitía beber alcohol, pero ya podía decidir morir y vivir para siempre. Igual soy rara, pero me parecía delirante.
Jamison salió detrás de ellos, sonriendo solícito. Estaba hablando con el chico en voz baja mientras los acompañaba a la puerta.
Saqué una tarjeta del bolso y se la tendí a la mujer, que la observó por encima y a continuación me recorrió de arriba abajo con la mirada. No pareció muy impresionada; puede que no le gustara la camiseta.
– ¿Sí? -me dijo.
Pedigrí. Hay que tener verdadero pedigrí para conseguir que otra persona se sienta una mierda con sólo una palabra. Yo, por supuesto, me pasé su desprecio por el refajo. No, la gran diosa dorada no me hizo sentir pequeñita y despreciable. Ni un poco.
– El número que hay en la tarjeta es de un especialista en sectas vampíricas. Es muy bueno.
– No quiero que le laven el cerebro a mi hijo.
Esbocé una sonrisa forzada. Raymond Fields era mi experto en sectas vampíricas favorito y no hacía lavados de cerebro. Exponía la verdad, por desagradable que fuera.
– El señor Fields le hablará de los aspectos potencialmente negativos del vampirismo -dije.
– Creo que el señor Clarke ya nos ha dicho todo lo que necesitamos.
– Estas cicatrices no son de jugar al fútbol americano. -Le planté el brazo delante de los morros-. Por favor, coja la tarjeta. Si lo llama o no, ya es asunto suyo.
Creo que palideció debajo de su impecable maquillaje. Tenía los ojos muy abiertos y me miraba el brazo fijamente.