Me lo creía.
– Continúa.
– La fiesta será esta noche. Como Catherine dice que no bebes, he pensado que podrías conducir.
Me quedé recostada un momento, intentando decidir hasta qué punto cabrearme y si serviría de algo. Quizá, si hubiera estado más despierta, no habría dicho lo que pensaba.
– ¿No te parece que, si querías que condujera, tendrías que haberme avisado un poco antes?
– Lo sé, y te pido mil disculpas. Últimamente ando muy despistada. Catherine dice que sueles librar el viernes o el sábado por la noche. ¿No tendrás libre el viernes de esta semana?
Pues sí, aquel día libraba, aunque no me apetecía nada dedicárselo a la cabeza hueca con la que estaba hablando.
– Sí; tengo la noche libre.
– ¡Estupendo! Te daré la dirección; puedes recogernos después del trabajo. ¿Te viene bien?
– Vale. -No me iba bien, pero ¿qué iba a decir?
– ¿Tienes para apuntar?
– Has dicho que trabajas con Catherine, ¿no? -En realidad, estaba empezando a acordarme de Mónica.
– Sí, claro.
– Ya sé dónde está la oficina. No me hace falta la dirección.
– Ah, claro, qué tonta soy. Entonces, te esperamos sobre las cinco. Arréglate, pero no te pongas tacones. Puede que vayamos a bailar.
– De acuerdo, hasta luego. -Odio bailar.
– Hasta la tarde.
El teléfono quedó mudo. Conecté el contestador automático y acto seguido me hice un ovillo bajo las sábanas. Mónica era compañera de trabajo de Catherine, y eso significaba que era abogada. Era una idea inquietante. Quizá fuera una de esas personas que sólo son organizadas en el trabajo. No, ni de coña.
Entonces, cuando ya era demasiado tarde, se me ocurrió que podía haber rechazado la invitación. Arg. Pues sí que andaba bien de reflejos. Bueno, tampoco iba a ser tan terrible ver a unas desconocidas ponerse como una cuba. Vamos, que con un poco de suerte, alguna me vomitaría en el coche.
Cuando conseguí volver a dormirme, tuve unos sueños muy raros sobre una mujer a la que no conocía, una tarta de coco y el funeral de Willie McCoy.
Capítulo 3
Mónica Vespucci llevaba una chapa con la inscripción LOS VAMPIROS TAMBIÉN SON PERSONAS. No era un comienzo muy prometedor para la velada. Llevaba una blusa blanca de seda, con cuello alto y volantes que le resaltaba el bronceado de salón de belleza. Tenía el pelo corto y con peinado de estilista, y su maquillaje era perfecto.
La chapa debería haberme dado una pista sobre el tipo de despedida de soltera que había organizado. Pero hay días en los que, simplemente, estoy lela.
Yo llevaba vaqueros negros, botas de caña alta y una blusa granate. Me había arreglado el pelo para que combinara con el atuendo; los rizos negros me caían justo por encima de los hombros. El color marrón oscuro, casi negro, de los ojos me hace juego con el pelo. La piel, demasiado pálida, germánica, contrasta con el moreno latino de todo lo demás. Un ex, muy ex, me describió en una ocasión como una muñequita de porcelana. Creo que lo dijo como un cumplido, pero yo no lo interpreté así. Es uno de los muchos motivos por los que no salgo a menudo con hombres.
Me había puesto una blusa de manga larga, para ocultar la tunda del cuchillo que llevaba en la muñeca derecha y las cicatrices que tengo en el brazo izquierdo. Había dejado la pistola en el maletero. No creía que la despedida fuera a desmadrarse tanto.
– Siento mucho haberlo organizado todo en el último momento, Catherine -dijo Mónica-. Por eso somos sólo tres. Las demás habían hecho planes.
– Qué curioso que la gente tenga planes un viernes por la noche -dije.
Mónica se quedó mirándome sin saber si bromeaba o no.
Catherine me lanzó una mirada de advertencia. Les dediqué a ambas mi mejor sonrisa inocente. Mónica me la devolvió; Catherine no se dejó enredar.
Mónica echó a andar calle abajo, alegre como unas castañuelas borrachas. Y sólo se había tomado dos copas durante la cena. Mala señal.
– Sé amable -susurró Catherine.
– ¿Y ahora qué he hecho?
– Anita… -me dijo con una voz que sonaba como la de mi padre cuando yo volvía a casa demasiado tarde.
– No se te ve muy animada esta noche -dije con un suspiro.
– Pues tengo la intención de animarme mucho -repuso alzando los brazos.
Iba todavía con el traje de oficina, lleno de arrugas. El viento le agitaba el pelo largo y cobrizo. Nunca he sabido si Catherine estaría más guapa si se cortara el pelo para que se le viera bien la cara, o si es el pelo lo que la hace tan atractiva.
– Si tengo que renunciar a una de mis pocas noches libres -añadió-, tengo intención de divertirme… un huevo. -Pronunció las dos últimas palabras como con rabia. Me quedé mirándola.
– No pensarás ponerte ciega de alcohol, ¿verdad?
– Tal vez -dijo. Parecía muy ufana.
Catherine sabía que yo no aprobaba o, mejor dicho, no comprendía que la gente bebiera. A mí no me hacía gracia desinhibirme; si quería desmadrarme, quería controlar hasta qué punto.
Habíamos dejado el coche a dos manzanas, en un aparcamiento. El que tiene alrededor una valla de hierro forjado. No había muchos sitios para aparcar cerca del río; las estrechas calles adoquinadas y las aceras anticuadas del casco antiguo estaban pensadas para caballos, no para automóviles. Una tormenta de verano que había empezado y terminado mientras cenábamos había refrescado las calles. Las primeras estrellas brillaban por encima de nosotras como diamantes cosidos a un paño de terciopelo.
– ¡Más deprisa, tortugas! -gritó Mónica.
Catherine me miró y sonrió. Antes de que me diera cuenta, había echado a correr hacia Mónica.
– Oh, por el amor de Dios murmuré. Quizá, si hubiera bebido en la cena, yo también habría echado a correr, aunque tenía serias dudas.
– No seas quejica- me gritó Catherine.
¿Quejica? Les di alcance caminando. Mónica se reía como una tonta. No sé por qué, pero no me esperaba otra cosa. Catherine y ella reían, apoyadas la una en la otra. Sospeché que se reían de mí.
Mónica se calmó lo suficiente para fingir un susurro teatral.
– ¿Sabéis qué hay al doblar la esquina?
La verdad era que lo sabía. El último asesinato de un vampiro había sucedido a sólo cuatro manzanas de allí. Estábamos en la zona que los vampiros llamaban el Distrito. Los humanos la llamaban la Orilla o Villasangre, según quisieran ser neutros o desagradables.
– El Placeres Prohibidos -dije.
– Vaya, has estropeado la sorpresa.
– ¿Qué es el Placeres Prohibidos? -preguntó Catherine.
– Ah, estupendo, no se ha estropeado tanto -dijo Mónica con una risita. Se cogió del brazo de Catherine-. Te va a encantar, te lo prometo.
Tal vez le encantaría a Catherine; a mí, seguro que no, pero las seguí y doblé la esquina. El letrero era una espiral de neón rojo sangre. No se me escapó el simbolismo.
Subimos los tres amplios escalones y vimos a un vampiro delante de la puerta abierta. Llevaba el pelo negro muy corto, y tenía los ojos pequeños y claros. Los anchos hombros amenazaban con romperle la camiseta negra y ceñida. ¿No era un poco absurdo dedicarse a hacer pesas después de morir?
Desde el propio umbral era capaz de oír el murmullo de voces, risas y música. El rumor de muchas personas reunidas en un espacio pequeño y decididas a pasárselo bien.
El vampiro estaba junto a la puerta, muy quieto. Había algo vivo en él, una sensación de movimiento, a falta de un término mejor. Como mucho, llevaría unos veinte años muerto. En la oscuridad parecía casi humano, incluso a mis ojos. Aquella noche ya se había saciado; se le veía la piel sana y con buen color, y tenía las mejillas casi sonrosadas. Es lo que hace una ración de sangre fresca.