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– ¿Ocurrió algo especial en aquella fiesta? -pregunté.

La mujer parpadeó con expresión perdida, como si no me hubiera entendido. Volví a intentarlo.

– ¿Hubo algo que se saliera de lo normal en la fiesta? -En caso de duda, se cambia el vocabulario.

Bajó la vista y negó con la cabeza. El cabello largo y oscuro le cubrió la cara como una cortina.

– ¿Sabes si Maurice tenía algún enemigo?

Rebecca volvió a sacudir la cabeza sin mirarme. Vi que me miraba a través del pelo, como si fuera un conejo asustado espiando desde detrás de un arbusto. ¿Tenía más información, o ya se lo había sonsacado todo? Si la presionaba, se desmoronaría, se quedaría hecha polvo y quizá me soltara algo nuevo; por otro lado, quizá no. Tenía las manos entrelazadas sobre los muslos, temblorosas y con los nudillos blancos. ¿Tanto deseaba las respuestas? No. Lo dejé correr. Anita Blake, la humanitaria.

Phillip acostó a Rebecca en la cama, mientras yo esperaba en la sala. Estaba convencida de que oiría risitas o algo que indicara que Phillip estaba desplegando sus encantos, pero no hubo nada, salvo un murmullo de voces apagadas y el frufrú de las sábanas. Salió del dormitorio serio, casi solemne. Volvió a ponerse las gafas y apagó la luz; la habitación se sumió en una penumbra calurosa y densa. Lo oí moverse en la sofocante oscuridad: el roce de los vaqueros, las botas contra el suelo… Busqué a tientas el picaporte, lo encontré y abrí la puerta.

Nos bañó una luz mortecina. Phillip me miraba con los ojos ocultos en la sombra. Tenía el cuerpo relajado, pero percibí su hostilidad; se acabó jugar a ser amigos. No tenía muy claro si estaba enfadado conmigo, consigo o con el mundo. Cuando se acaba como Rebecca, se suele querer echarle la culpa a alguien.

– Podría ser yo -dijo.

– Pero no eres tú -dije, mirándolo.

– Pero podría -insistió. Extendió los brazos y marcó músculos.

No supe qué contestar. ¿Qué decirle? ¿Debía felicitarlo por haberse librado por la gracia de Dios? Dudaba que Dios interviniera mucho en el mundo de Phillip.

– Sé que al menos otros dos vampiros asesinados eran asiduos de esas fiestas -dijo Phillip tras asegurarse de que la puerta quedaba cerrada a nuestras espaldas.

Sentí un cosquilleo de ansiedad en el estómago.

– ¿Crees que el resto de los…, de las víctimas podrían ser habituales de esas fiestas?

– Puedo averiguarlo. -Se encogió de hombros. Seguía con el gesto taciturno; algo lo había afectado, puede que las manos pequeñas y cadavéricas de Rebecca Miles. Sé que a mí me habían dejado mal cuerpo.

¿Podía confiar en que él lo averiguara? ¿Me diría la verdad? ¿Lo pondría aquello en peligro? No había respuestas, sólo más preguntas, aunque al menos iban mejorando. Fiestas defreaks. Algo en común, una auténtica pista. De puta madre.

Capítulo 21

En cuanto entré en el coche puse al máximo el aire acondicionado. El sudor se me heló en la piel y se empezó a quedar pringoso. Bajé el aire antes de que tanto cambio de temperatura me provocara dolor de cabeza.

Phillip se sentó tan lejos de mí como pudo. Tenía el cuerpo medio girado hacia la ventanilla, tanto como se lo permitía el cinturón de seguridad. Seguía con las gafas puestas y tenía la mirada perdida: no quería hablar de lo que acababa de ocurrir. ¿Que cómo lo sabía? Anita la telépata. No, sólo Anita la no tan tonta.

Tenía todo el cuerpo encogido. De no haber sabido qué pasaba, habría dicho que le dolía algo. Y bien pensado, quizá le doliera.

Acababa de aterrorizar a una mujer muy frágil. No era nada de lo que me sintiera orgullosa, pero peor habría sido darle de hostias hasta dejarla inconsciente. Yo no le había hecho daño… ¿Por qué es que no acababa de creérmelo? Y encima me tocaba interrogar a Phillip; me había dado una pista, el hilo de Ariadna, y tenía que seguirlo. No podía perderlo de vista.

– ¿Phillip? -Vi cómo se le tensaban los hombros, pero siguió mirando por la ventana-. Phillip, necesito información sobre las fiestas defreaks.

– Déjame en la oficina.

– ¿En el Placeres Prohibidos? -Qué perspicaz soy. Asintió sin dejar de darme la espalda. Yo añadí-: ¿No tienes que recoger tu coche?

– No sé conducir -dijo-. A tu oficina me llevó Mónica.

– Siempre tan solícita… -La tía me ponía de los nervios.

Se volvió y me miró, inexpresivo y con los ojos ocultos de nuevo.

– ¿Por qué estás tan cabreada con ella? Lo único que hizo fue llevarte al local.

– Me encogí de hombros-.

– ¿Por qué? -insistió él con voz cansada, humana, normal.

Al ligón no le habría contestado, pero estaba ante una persona de verdad. Y las personas de verdad se merecen respuestas de verdad.

– Es humana -dije-, y ha entregado a otros humanos a los no humanos.

– ¿Y eso te parece peor que lo de Jean-Claude? Fue él quien te eligió.

– Jean-Claude es un vampiro. No ha hecho nada que no se espere de un vampiro.

– Es tu opinión, no la mía.

– Pues Rebecca Miles tiene pinta de persona traicionada.

Phillip se estremeció.

Eso es, Anita, hala, a dejar hecho polvo a cualquiera que se cruce en tu camino. Pero era cierto. Phillip se volvió hacia la ventana, y me tocó a mí llenar el angustioso silencio.

– Los vampiros no son humanos. Ante todo, piensan en sí mismos, en los de su especie. Eso lo entiendo. Mónica no sólo traicionó a su especie, sino que traicionó a una amiga. Y eso es imperdonable.

Se volvió para mirarme. Me habría gustado poder verle los ojos.

– ¿Y tú harías cualquier cosa por un amigo?

Lo medité mientras conducía por la Setenta Este. ¿Cualquier cosa? Eso era pedir demasiado. ¿Casi cualquier cosa? Sí.

– Casi cualquier cosa -dije.

– De modo que la lealtad y la amistad son muy importantes para ti.

– Sí.

– Y como crees que Mónica las traicionó, para ti cometió un crimen peor que nada de lo que hicieron los vampiros.

Me revolví en el asiento. No me gustaba el derrotero que tomaba la conversación, aparte de que no me hace mucha gracia el autoanálisis. Sé quién soy y qué hago, y normalmente basta con eso. No siempre, pero sí lo suficiente.

– No me parece peor que nada; no creo en los absolutos. Pero si quieres la versión resumida, sí: estoy cabreada con Mónica por eso.

Asintió, como si le hubiera contestado justo lo que esperaba oír.

– Mónica te tiene miedo; ¿lo sabías?

Sonreí, y no fue una sonrisa agradable. Sentí cómo se me curvaban los labios con una especie de malvada satisfacción.

– Pues espero que la muy zorra esté cagada, ya ves.

– Lo está-dijo con tono pausado.

Lo miré y volví la vista rápidamente a la carretera. Me daba la sensación de que no aprobaba que hubiera acojonado a Mónica. Problema suyo; yo estaba encantada con el resultado.

Nos acercábamos a la salida de Villasangre, y aún no había contestado a mi pregunta. De hecho, se había hecho el sueco.

– Háblame de las fiestas defreaks.

– ¿De verdad amenazaste a Mónica con arrancarle el corazón?

– Sí. ¿Vas a hablarme de las fiestas o no?

– ¿Serías capaz? Me refiero a lo de arrancarle el corazón.

– Tú contesta, y entonces te contesto yo a ti. -Hice girar el coche hacia las estrechas calles adoquinadas de la Orilla. Dos manzanas más y estaríamos en el Placeres Prohibidos.

– Ya te he dicho cómo son las fiestas. Hace meses que no voy a ninguna.

Volví a mirarlo. Quería preguntarle por qué. Pues adelante.

– ¿Por qué?

– Joder, haces unas preguntas muy personales.

– No era mi intención.

Pensé que no iba a contestarme, pero mira por dónde…

– Me cansé de que se me pasaran como una pelota. Habría acabado como Rebecca, o peor.