Quería preguntarle qué podía ser peor, pero lo dejé correr. No me gusta ser cruel; sólo soy insistente. Pero es que hay días en los que se hace cuesta arriba detectar la diferencia.
– Si descubres que todos los vampiros asesinados iban a fiestas defreaks, llámame.
– Y entonces ¿qué? -preguntó.
– Tendría que ir a una fiesta. -Paré ante el Placeres Prohibidos. El lugar era mucho menos impresionante con el rótulo de neón apagado; parecía cerrado.
– No te lo aconsejo, Anita.
– Intento resolver unos crímenes. Si no lo consigo, mi amiga morirá. Y no quiero ni pensar qué me haría Nikolaos si fracaso. Casi que lo mejor que podría esperar sería una muerte rápida.
– Sí -dijo estremeciéndose. Se desabrochó el cinturón de segundad y se frotó los brazos, como si tuviera frío-. Aún no has contestado a mi pregunta sobre Mónica.
– Tú no me has hablado de las fiestas.
Bajó la vista y se contempló los muslos.
– Esta noche hay una. Si insistes en ir, te llevaré. -Se volvió hacia mí, todavía sujetándose los codos-. Cada vez se celebran en un lugar distinto. ¿Cómo me pongo en contacto contigo cuando sepa dónde es?
– Déjame un mensaje en el contestador; ahora te doy mi teléfono. -Saqué del bolso una tarjeta de visita y le escribí el teléfono de mi casa en el dorso. Cogió la cazadora del asiento de atrás y se guardó la tarjeta en un bolsillo. Abrió la puerta, y el calor inundó el interior helado del coche como el aliento de un dragón.
Se quedó apoyado, con una mano en el techo y la otra en la puerta.
– Ahora contesta a mi pregunta. ¿De verdad le arrancarías el corazón a Mónica para que no pudiera volver como vampira?
– Sí -dije contemplando la negrura de sus gafas.
– Recuérdame que no te cabree nunca. -Tomó aire-. Esta noche tendrás que ponerte algo que te deje las cicatrices a la vista. Cómprate algo adecuado si no tienes nada. -Vaciló, y luego preguntó-: ¿Eres tan buena amiga como enemiga?
Suspiré con resignación. ¿Qué podía decir?
– No me querrías de enemiga, Phillip. Soy mejor como amiga.
– No me cabe duda. -Cerró la portezuela y se dirigió a la entrada del local. Llamó, y al cabo de un momento se abrió la puerta. Vislumbré la pálida figura que había abierto. No podía ser un vampiro, ¿o sí? La puerta se cerró antes de que pudiera ver más. Los vampiros no podían salir durante el día; era una norma. Pero hasta la noche anterior también creía que los vampiros no vuelan, así que vete tú a saber.
Quienquiera que fuese había estado esperando a Phillip. Aparté el coche de la acera. ¿Por qué habían enviado al mayor seductor del reino? ¿Pretendían que cayera en sus brazos? ¿O era la única persona que habían podido conseguir con tan poco tiempo? Quizá fuera el único miembro del club con hábitos diurnos. Exceptuando a Mónica, claro, que en aquel momento no era santo de mi devoción. Bien pensado, habían tenido un detallazo al enviar a Phillip.
No creía que me hubiera mentido con lo de las fiestas, pero ¿qué sabía de él? Hacía striptease en el Placeres Prohibidos, lo que no era precisamente una buena referencia. Y estaba enganchado a los vampiros; una joya, vamos. ¿Habría fingido la angustia? ¿Me estaba tendiendo una trampa para llevarme a alguna parte, igual que había hecho Mónica?
No lo sabía, pero tenía que averiguarlo. Había un sitio donde quizá pudiera averiguar las respuestas. El único local del Distrito donde de verdad se alegraban de verme: Dave el Muerto, un bar muy majo en el que servían unas hamburguesas horribles. El dueño era un ex policía al que habían echado del cuerpo por morirse. Menuda panda de tiquismiquis. A Dave le gustaba ayudar, pero le repateaban los prejuicios de sus antiguos compañeros, así que hablaba conmigo, y luego yo hablaba con ellos. Era un buen arreglo: a Dave le permitía seguir cabreado con la policía y ayudarla a la vez.
A mí me convertía en alguien muy valioso para la policía y, dado que sólo era colaboradora externa, a Bert le parecía fabuloso.
Como era de día, Dave el Muerto estaría aún en el ataúd, pero Luther andaría por allí. Luther hacía de encargado y camarero durante el día; era una de las pocas personas del Distrito que no tenían demasiada relación con los vampiros, si exceptuamos el detalle de que su jefe lo era. Nunca hay nada perfecto.
Encontré aparcamiento no muy lejos del bar de Dave; de día es mucho más fácil aparcar en el Distrito. Cuando los locales de la Orilla eran todavía de humanos, nunca había sitio para aparcar los fines de semana, ni de día ni de noche. Era una de las pocas ventajas que tenía la nueva legislación sobre el vampirismo. Bueno, eso y el turismo.
San Luis era una de las mejores ciudades para ver vampiros; sólo la superaba Nueva York, pero nosotros teníamos una tasa de criminalidad menor. Había una banda en Nueva York cuyos miembros se habían hecho vampiros; se había extendido también a Los Ángeles, pero cuando lo intentó en San Luis, la policía encontró a los primeros adeptos cortados a trocitos del tamaño de un mordisco.
Nuestra comunidad vampírica se enorgullece de respetar la legalidad. Una banda de vampiros habría sido mala publicidad, de modo que había eliminado el problema. Yo admiraba su eficacia, aunque habría preferido otros métodos. Me pasé semanas enteras con pesadillas sobre paredes que sangraban y brazos arrancados que se arrastraban solos por el suelo; nunca encontramos las cabezas.
Capítulo 22
Dave el Muerto está lleno de cristal oscuro y anuncios de cerveza de neón. Por la noche, los escaparates parecen una obra de arte moderno, un collage de marcas comerciales. De día todo enmudece. En cierto modo, los bares son como los vampiros: tienen mejor aspecto después de la puesta de sol. De día, los bares transmiten cierta sensación de nostalgia cansina.
El aire acondicionado estaba al máximo; era como meterse en una nevera. Una sacudida después del calor abrasador del exterior. Me quedé junto a la puerta y esperé a que los ojos se me acostumbraran a la penumbra del interior. ¿Por qué todos los bares tienen esa pinta de antro oscuro, de guarida? El aire apestaba a tabaco rancio a todas horas, como si el humo de años hubiera impregnado la tapicería cual aroma fantasma.
Había dos tipos con traje de oficina en la mesa más alejada de la puerta. Estaban comiendo y tenían delante unos expedientes abiertos. Trabajando en sábado; igual que yo, aunque quizá no exactamente igual. Estaba segura de que nadie los había amenazado con cortarles el cuello. Claro que podía equivocarme, pero lo dudaba; probablemente, la peor amenaza a la que se habían enfrentado aquella semana era la precariedad laboral. Ah, qué tiempos aquellos.
Había un hombre encaramado en un taburete de la barra, con un vaso de tubo en la mano. Se le notaba la borrachera en la cara, y sus movimientos eran muy lentos y precisos, como si temiera derramar algo. A la una y media de la tarde; mal rollo, pero no era asunto mío: no se puede salvar a todo el mundo. De hecho, hay días en los que creo que no se puede salvar a nadie. Y hay que empezar por salvarse a uno mismo antes de poder ayudar a los demás. He descubierto que esta máxima no vale de gran cosa en los tiroteos ni los combates a cuchillo, pero por lo demás, es bastante válida.
Luther estaba secando vasos con un paño blanco limpio. Levantó la vista cuando me subí al taburete y me saludó con un leve movimiento de cabeza, sin quitarse el cigarrillo de entre los labios gruesos. Luther es un tipo grandote, o para qué los eufemismos: gordo. No hay otra forma de describirlo, pero la suya es grasa dura y sólida como una roca, casi una especie de músculo. Tiene unos nudillos enormes y unas manos tan grandes como mi cara; claro que yo tengo la cara pequeña. Es un negro de piel muy oscura, casi violácea, como la caoba. El iris color chocolate de sus ojos está rodeado de amarillo por culpa del exceso de tabaco. Creo que no lo he visto nunca sin un cigarrillo en la boca. Tiene sobrepeso, fuma como un carretero, y sus canas indican que pasa de los cincuenta, pero no enferma nunca. Digo yo que tendrá buenos genes.