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– Entre los de la Liga Antivampiros corre un rumor: creen que se ha creado un escuadrón de la muerte para barrer a los vampiros de la faz de la tierra.

– ¿Tienes pruebas? ¿Algún testigo?

– Todavía no. -Suspiré sin poder evitarlo-. Venga, Anita, es una buena noticia.

– No puedo decirle al ama que hay rumores de que han sido los de la LAV -susurré, cubriéndome la boca con la mano-. Los vampiros los masacrarían. Matarían a mucha gente inocente, y ni siquiera estamos seguros de que sean ellos quienes están detrás de las muertes.

– Vale, de acuerdo -dijo Ronnie-. Te prometo que mañana tendré algo más sólido. Aunque sea con sobornos o amenazas, pero conseguiré la información.

– Gracias, Ronnie.

– ¿Para qué están las amigas? Además, Bert tendrá que pagarme las horas extras y los sobornos. Y me encanta ver cómo sufre cuando tiene que soltar guita.

– A mí también -dije, sonriendo al auricular.

– ¿Qué vas a hacer esta noche?

– Ir a una fiesta.

– ¿Qué?

Se lo expliqué tan sucintamente como pude.

– Qué retorcido -dijo tras un largo silencio.

– Tú sigue con lo tuyo, que yo me las apañaré por mi lado -dije, pese a que estaba de acuerdo con ella-. Puede que hasta lleguemos a encontrarnos en medio.

– Ojala -dijo un poco tensa, casi molesta.

– ¿Qué pasa?

– No vas a llevar refuerzos, ¿verdad?

– Tú trabajas sola.

– Pero yo no me rodeo de vampiros y chalados.

– Si estás en la sede central de la LAV, esto último es discutible.

– No te hagas la listilla. Sabes a qué me refiero.

– Sí, Ronnie, sé a qué te refieres. Eres la única de mis amigos que sabe lo que se hace. -Me encogí de hombros, comprendí que ella no podía verme y añadí -: Cualquier otra persona sería como Catherine, un cordero en medio de una manada de lobos, y lo sabes.

– ¿Y otro reanimador?

– ¿Quién? Jamison cree que los vampiros son la hostia. Bert habla mucho, pero jamás arriesgaría el culo por nadie. A Charles se le da bien levantar muertos, pero es demasiado impresionable y tiene un crío de cuatro años. Manny ya no caza vampiros; se pasó cuatro meses en el hospital recomponiéndose después de su última cacería.

– Si no recuerdo mal -dijo-, tú también has estado hospitalizada.

– Nada más grave que una fractura de húmero y otra de clavícula. Manny casi la palmó. Además, está casado y tiene cuatro hijos.

Fue de Manny de quien aprendí el oficio: él me enseñó a levantar muertos y a matar vampiros. Aunque también era cierto que yo lo había superado. Le gustaban los métodos tradicionales: ajos y estacas. Llevaba pistola, pero como refuerzo, no como herramienta básica. Por mi parte, si la tecnología moderna me permite matar a un vampiro a distancia en lugar de tener que sentarme encima de él y clavarle una estaca en el corazón a martillazos, miel sobre hojuelas.

Dos años antes, Rosita, la mujer de Manny, fue a verme para suplicarme que dejara de poner en peligro a su marido. Decía que con cincuenta y dos años ya estaba demasiado mayor para cazar vampiros. ¿Qué sería de ella y de los niños? Por algún motivo, me tocaba a mí cargar con toda la culpa, como cuando una madre acusa a los gamberros del barrio de arrastrar por el mal camino a su hijo predilecto. Me hizo jurar ante Dios que no volvería a pedirle a Manny que saliera a cazar conmigo. Si no hubiera llorado, creo que habría conseguido resistir y me habría negado. El llanto es una treta injusta en una discusión; cuando alguien se pone a llorar, ya no hay argumentos que valgan. De repente, al interlocutor sólo le preocupa que deje de llorar, de sufrir y de hacer que se sienta el cabrón más grande del reino. Lo que sea, pero que se acaben las lágrimas.

Ronnie estaba muy callada al otro lado del teléfono.

– Vale, pero ten cuidado.

– Más que una virgen en su noche de bodas, te lo prometo.

– No tienes arreglo -dijo, riendo.

– Me lo dicen todos.

– No bajes la guardia.

– Ni tú.

– Descuida. -Colgó. Me quedé escuchando el pitido del auricular.

– ¿Buenas noticias? -preguntó Luther.

– Sí.

La Liga Antivampiros tenía un escuadrón de la muerte. Quizá. Pero ese quizá era mejor que lo que tenía antes: atención, señores, nada por aquí, nada por allá, y ni puta idea de qué estaba haciendo. Daba palos de ciego tratando de encontrar a un asesino que se había cargado a dos maestros vampiros. Si estaba sobre la pista correcta, pronto llamaría la atención de alguien. Y eso significaba que alguien podía intentar matarme. ¿A que iba a tener gracia?

Necesitaba ropa que me permitiera exhibir las cicatrices, y esconder las armas. No parecía una combinación fácil.

Tendría que pasarme la tarde de compras, y odio ir de compras. Lo considero un mal necesario, como las coles de Bruselas y los tacones. Aunque le da cien vueltas a estar rodeada de vampiros amenazadores. Claro que también podía ir de compras por la tarde y que me amenazaran los vampiros por la noche. Qué mejor manera de pasar el sábado.

Capítulo 23

Metí todas las bolsas pequeñas en una grande, para tener una mano libre para la pistola. No imagináis el blanco tan perfecto que presenta alguien que hace malabarismos con los brazos llenos de bolsas de compras. Primero, hay que soltar las bolsas, siempre que a un asa no le dé por enredarse en la muñeca; después, coger la pistola, sacarla, apuntar y disparar. Para cuando se acaba de hacer todo eso, el malo hace rato que ha soltado dos tiros y se aleja tarareando «Dixie».

Llevaba toda la tarde hiperparanoica, pendiente de cualquiera que se me acercara. ¿Me estarían siguiendo? ¿Era cosa mía o había un tipo que me estaba mirando hacía un buen rato? ¿Aquella mujer llevaba un pañuelo al cuello porque tenía marcas de mordiscos?

Cuando salí a por el coche, tenía el cuello y los hombros doloridos. Lo más aterrador que había visto en toda la tarde eran los precios de la ropa de diseño, pero fuera el mundo seguía siendo luminoso y azul, y hacía un calor asfixiante. Es fácil perder la noción del tiempo en un centro comerciaclass="underline" es un mundo privado que tiene la temperatura y la climatología controladas, y donde no hay contacto con nada real. La Disneylandia de los compradores compulsivos.

Metí las bolsas en el maletero y observé cómo se oscurecía el cielo. Conocía bien la sensación de miedo: una bola de plomo en las tripas. Un temor palpable, contenido.

Moví la cabeza para desentumecerme y giré el cuello hasta que crujió. Mejor, pero seguía rígido; necesitaba un analgésico. Había comido en el centro comercial, algo que no hacía nunca. En cuanto me había llegado el olor de los puestos de comida, había corrido hacia ellos, famélica.

La pizza sabía a cartón con salsa de tomate artificial. El queso era plasticoso y no sabía a nada. Ñam, ñam, comida de centro comercial. La verdad es que me encantan el puesto de perritos calientes y el de galletas surtidas.

No pedí una porción de margarita, que es la que me gusta, sino que me lancé de cabeza a la que llevaba de todo. Odio los champiñones y el pimiento verde, y las salchichas están bien para desayunar, pero no pintan nada en una pizza. No sabía qué me molestaba más, si haber pedido una bazofia o haberme comido la mitad antes de darme cuenta. Tenía mono de comida que normalmente detestaba. ¿Por qué? Otra pregunta sin respuesta. ¿Y por qué esa me asustaba más que otras?

Mi vecina, la señora Pringle, estaba paseando al perro por el césped que hay delante de nuestro bloque. Aparqué y saqué la bolsa atiborrada del maletero.

La señora Pringle tiene más de sesenta años, mide casi un metro ochenta y se ha vuelto muy delgada con la edad. Tiene unos ojos azul claro que brillan y miran con curiosidad tras unas gafas de montura plateada. Custard, su perro, es un pomerania; parece un amasijo de pelos con patas de gato.