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A través de ellos llegaba a dos cuchillos de plata cuyas fundas me había sujetado a los muslos. Me bastaba con meter la mano en el bolsillo para sacar un arma. Muy limpio. El sudor es algo que hay que tener en cuenta cuando se lleva una funda en el muslo, y no había conseguido encontrar la manera de esconder una pistola. No sé cuántas veces habréis visto a mujeres con pistoleras en el muslo por televisión, pero es terriblemente incómodo: da a los andares la elegancia de un pato con pañales.

Las medias y unos zapatos negros de raso, de tacón, completaban mi atuendo. Los zapatos y las armas los tenía de antes; todo lo demás era nuevo.

También era nuevo el bolsito negro con correa fina que llevaría en bandolera, para tener las manos libres. Metí en él la pistola pequeña, la Firestar. Vale, ya sé que cuando consiguiera sacar la pistola de las profundidades del bolso los malos se estarían dando un festín con mi carne, pero era mejor que no llevarla.

Me puse el crucifijo y vi que la plata quedaba muy bien sobre el top negro. Por desgracia, no creía que los vampiros fueran a dejarme entrar en la fiesta con una cruz bendecida. En fin; la dejaría en el coche, junto con la escopeta y la munición.

Edward había tenido la amabilidad de dejar una caja vacía junto a la mesa; supuse que era donde había llevado la escopeta. ¿Qué le habría dicho a la señora Pringle? ¿Que era un regalo para mí?

Edward me había dado veinticuatro horas, pero ¿a partir de cuándo? ¿Vendría al alba, con el primer rayo de sol, para sacarme la información a la fuerza? No, no creía que le gustara madrugar. Estaría a salvo hasta la tarde. Probablemente.

Capítulo 24

Me detuve en un vado permanente delante del Placeres Prohibidos. Phillip estaba apoyado en la pared, con los brazos colgando. Llevaba un pantalón de cuero negro. Con aquel calor, sólo de pensar en el cuero me salía urticaria en las rodillas. Su camiseta era de malla negra, y dejaba ver las cicatrices y el bronceado. No sé si fue por el cuero o por la malla, pero me vino a la mente la palabra sórdido. Había cruzado cierta línea invisible, la que separa el vicio inocente del enfermizo.

Traté de imaginármelo a los doce años. No pude. Independientemente del motivo, Phillip era como era, y yo tenía que lidiar con ello. No era psiquiatra y no podía permitirme sentir empatia por el pobre desgraciado: la lástima es una emoción que puede conducir a la muerte. Sólo es más peligroso el odio ciego y, quizá, el amor.

Phillip se apartó de la pared y avanzó hacia el coche. Abrí la puerta y subió. Olía a cuero, a colonia cara y ligeramente a sudor.

Arranqué y volví a la calzada.

– Sí que te has puesto provocativo.

Se volvió a mirarme, con un gesto impasible y los ojos ocultos tras las mismas gafas de sol que llevaba por la mañana. Se acomodó con una pierna doblada y apretada contra la puerta, y la otra bien extendida.

– Coge la Setenta Oeste -dijo con voz cascada, casi ronca.

Hay un momento en que una mujer y un hombre están a solas y los dos se dan cuenta. Juntos, a solas, y con un montón de posibilidades. Cada uno está tan pendiente del otro que la sensación resulta casi dolorosa. Puede acabar en algo incómodo, en sexo o en miedo, según la compañía y la situación.

Bueno, estaba clarísimo que lo nuestro no iba de revolcón. Miré a Phillip, que seguía vuelto hacia mí con los labios entreabiertos. Se había quitado las gafas de sol, y la mirada de sus ojos marrones era intensa y directa. ¿Se podía saber qué estaba pasando?

Habíamos entrado en la autopista e íbamos deprisa. Me concentré en el tráfico, en conducir, e intenté no prestarle atención. Pero notaba el peso de su mirada en la piel. Casi sentía su calidez.

Empezó a desplazarse en el asiento hacia mí. De repente fui consciente del roce del cuero y la tapicería. Un sonido cálido, animal. Me pasó el brazo por los hombros y se apoyó en mí.

– ¿Qué haces, Phillip?

– ¿Qué pasa? -Notaba su respiración en el cuello-. ¿No es bastante provocativo para ti?

Me reí. No pude evitarlo. Él se puso tenso, pero no se apartó.

– No me metía contigo. Es que no me esperaba lo del cuero y la malla; nada más.

Seguía demasiado cerca de mí, y sentía su presión, cálida.

– Entonces, ¿qué te gusta? -preguntó con la voz todavía ronca.

Lo miré, pero estaba demasiado cerca; de repente tenía los ojos justo encima de los míos. Su proximidad me sacudió como un calambrazo. Me volví hacia la carretera.

– Vuelve a tu lado del coche, Phillip.

– ¿Qué es lo que te pone? -me susurró al oído.

– ¿Qué edad tenías la primera vez que te atacó Valentine? -Me había hartado.

Se apartó de mí de un salto.

– ¡Vete a la mierda! -Parecía que hablaba en serio.

– Hagamos un trato. Tú no me contestas, y yo no te contesto a ti.

– ¿Cuándo has visto a Valentine? -Preguntó casi sin aliento-. ¿Va a estar en la fiesta? Me prometieron que no iría. -Tenía la voz al borde del pánico. Nunca había visto aparecer tanto miedo tan deprisa.

No quería que Phillip se asustara. Podría empezar a sentir lástima por él, y no podía permitírmelo. Anita Blake, dura como el acero, segura de sí misma, inmune a los hombres que lloran. Ya.

– No hablé de ti con Valentine, de verdad.

– Entonces, ¿cómo…? -Se interrumpió y lo miré. Se había vuelto a poner las gafas, pero se lo veía tenso, frágil. Le estropeaba la imagen.

– ¿Cómo me he enterado? -No pude mantener el tipo. Él asintió-. He hecho averiguaciones sobre ti. Tenía que saber si eras de fiar.

– ¿Y lo soy?

– Aún no lo sé -dije.

Respiró profundamente varias veces. Con las dos primeras tembló, pero a cada inspiración adquiría entereza, hasta que consiguió recuperar el control, por el momento. Pensé en Rebecca Miles y en sus manos pequeñas y de aspecto famélico.

– Puedes confiar en mí, Anita. No te traicionaré, de verdad. -Sonaba perdido, como un niño al que le han arrebatado todas sus ilusiones.

Era incapaz de ensañarme con alguien que tuviera semejante voz de niño perdido. Pero los dos sabíamos que Phillip haría cualquier cosa que le pidieran los vampiros; lo que fuera, incluso traicionarme.

Nos acercábamos a un puente, un gran entramado de metal gris, que cruzaba la autopista por encima. Los árboles bordeaban la carretera. El cielo era de un azul desvaído y acuoso, aclarado por el calor y el intenso sol veraniego. El coche traqueteó al cruzar el puente, y el río Misuri se extendió a nuestros lados; el agua en movimiento producía una sensación de cielo abierto. Una paloma llegó volando y se unió a otras, quizá una docena, que se arrullaban en el puente. Había visto gaviotas en el río alguna vez, pero en el puente, sólo palomas; puede que a las gaviotas no les gustaran los coches.

– ¿Adonde vamos, Phillip?

– ¿Qué?

Estuve a punto de decirle: «¿Es una pregunta demasiado difícil para ti?», pero me contuve. Habría sido violencia gratuita.

– Hemos cruzado el río. Ahora, ¿por dónde?

– Coge la salida de Zumbehl y sigue a la derecha.

Seguí sus indicaciones. La salida gira a la derecha y desemboca directamente en un carril de acceso. Me detuve en el semáforo y me lo salté en rojo al ver que no pasaba nadie. Hay unas cuantas tiendas a la izquierda; luego, un grupo de bloques de viviendas, y más adelante, una zona residencial muy arbolada, casi un bosque tachonado de casas. Más adelante hay una residencia de ancianos y un cementerio bastante grande. Siempre me preguntaba qué opinaban los ancianos de vivir al lado del cementerio. ¿Lo considerarían un recordatorio de mal gusto o les parecería bien tenerlo a mano?